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El problema no era llamarlos; el problema era cómo demonios recuperar mi móvil sin que mi sobrino montara una bronca descomunal, así que inicié un cauteloso acercamiento agitando en el aire las llaves del coche hasta que me di cuenta de que tanto el niño como mi cuñada me ignoraban y dirigían la mirada hacia un punto situado a mi espalda. Dos tipos con cara de funeral se dirigían hacia nosotros. Uno de ellos, el de mayor edad, vestía de calle con una bata blanca encima; el otro, de tamaño diminuto y con gafas, lucía el uniforme completo, zuecos incluidos.

– ¿Son ustedes familia de Daniel Cornwall? -preguntó este último pronunciando el nombre completo de mi hermano con un correcto acento británico.

– Ella es su mujer -dije, poniéndome en pie; el mayor se me quedó a la altura del hombro y al otro le perdí por completo de vista-, y yo soy su hermano.

– Bien, bien… -exclamó el mayor, escondiendo las manos en los bolsillos de la bata. Aquel gesto, que guardaba cierto parecido con el de Pilatos, no me gustó-. Soy el doctor Llor, el neurólogo que ha examinado a Daniel, y éste es el psiquiatra de guardia, el doctor Hernández. -Sacó la mano derecha del bolsillo pero no fue para estrechar las nuestras sino para indicarnos el camino hacia el interior de la planta. Quizá mi aspecto, con el pendiente, la perilla y la coleta, le desagradaba; o quizá el mechón de pelo color naranja de Ona le resultaba deplorable-. Si fueran tan amables de pasar un momento a mi despacho, podríamos hablar tranquilamente sobre Daniel.

El doctor Llor se colocó sin prisa a mi lado, dejando que el joven doctor Hernández acompañara a Ona y a Dani unos pasos más atrás. Toda la situación tenía un no sé qué de ilusorio, de falso, de realidad virtual.

– Su hermano, señor Cornwall… -empezó a decir el doctor Llor.

– Mi apellido es Queralt, no Cornwall.

El médico me miró de una manera extraña.

– Pero usted dijo que era su hermano -masculló con irritación, como alguien que ha sido vilmente engañado y está perdiendo su valiosísimo tiempo con un advenedizo.

– Mi nombre es Arnau Queralt Sané y mi hermano se llama Daniel Cornwall Sané. ¿Alguna duda más…? -proferí con ironía. Si yo había dicho que Daniel era mi hermano, ¿a qué venía ese ridículo recelo? ¡Como si en el mundo sólo existiera un único e inquebrantable modelo de familia!

– ¿Es usted Arnau Queralt? -se sorprendió el neurólogo, tartamudeando de repente.

– Hasta hace un momento lo era -repuse, sujetándome detrás de la oreja un poco de pelo que se me había soltado de la coleta.

– ¿El dueño de Ker-Central…?

– Yo diría que sí, salvo que haya ocurrido algo imprevisto.

Habíamos llegado hasta una puerta pintada de verde que exhibía un pequeño letrero con su nombre, pero Llor se resistía a franquear el paso.

– Un sobrino de mi mujer, que es ingeniero de telecomunicaciones, trabaja en su empresa. -Por su tono intuí que acababan de cambiar los papeles: el tipo de la pinta rara ya no era un impresentable cualquiera.

– ¿Ah, sí? -repuse con desinterés-. Bueno, y de mi hermano, ¿qué?

Se apoyó en la manija de la puerta y la abrió con actitud obsequiosa.

– Pase, por favor.

El despacho estaba dividido en dos zonas distintas por una mampara de aluminio. La primera, muy pequeña, sólo tenía un pupitre viejo lleno de carpetas y papeles sobre el que descansaba un enorme ordenador apagado; la segunda, mucho más grande, exhibía un formidable escritorio de caoba bajo la ventana y, en el extremo opuesto, una mesa redonda contorneada por mullidos sillones de piel negra. En las paredes no cabían más fotografías del doctor Llor con personajes célebres, ni más recortes de prensa enmarcados en cuyos titulares destacaba su nombre. El neurólogo, haciéndole una carantoña a Dani, apartó de la mesa uno de los asientos para que Ona se acomodara.

– Por favor… -murmuró.

El diminuto doctor Hernández se colocó entre Ona y yo, dejando caer sobre la mesa, con un golpe seco, una abultada carpeta que hasta entonces había llevado bajo el brazo. No parecía muy feliz, pero, en realidad, allí nadie lo era, así que, ¿qué más daba?

– El paciente Daniel Cornwall -empezó a decir Llor con voz neutra, calándose unas gafas que extrajo del bolsillo superior de su bata- muestra una sintomatología infrecuente. El doctor Hernández y yo estamos de acuerdo en que podría tratarse de algo parecido a una depresión aguda.

– ¿Mi hermano está deprimido? -pregunté, asombrado.

– No, no exactamente, señor Queralt… -me aclaró, mirando al psiquiatra de reojo-. Verá, su hermano presenta un cuadro bastante confuso de dos patologías que no suelen darse a la vez en un mismo paciente.

– Por un lado -intervino por primera vez el doctor Hernández, que disimulaba mal su emoción por tener entre manos un caso tan raro-, parece sufrir lo que la literatura médica llama ilusión de Cotard. Este síndrome se diagnosticó por primera vez en 1788, en Francia. Las personas que lo padecen creen de manera irrefutable que están muertas y exigen, a veces incluso de manera violenta, que se les amortaje y se les entierre. No sienten su cuerpo, no responden a estímulos externos, su mirada se vuelve opaca y vacía, el cuerpo se les queda completamente laxo… En fin, que están vivos porque nosotros sabemos que viven pero reaccionan como si de verdad estuvieran muertos.

Ona empezó a llorar en silencio sin poder contenerse y Dani, asustado, se giró hacia mí en busca de apoyo pero, como me vio tan serio, terminó por echarse a llorar también. Si Jabba y Proxi no venían pronto a recogerlo, la cosa iba a terminar mal.

Como el llanto del niño impedía la conversación, Ona, intentando calmarse, se incorporó y empezó a pasear de un lado a otro consolando a Dani. En la mesa, ninguno de los que quedábamos abrimos la boca. Por fin, después de unos minutos interminables, mi sobrino dejó de llorar y pareció adormecerse.

– Es muy tarde para él -musitó mi cuñada volviendo a tomar asiento con cuidado-. Hace rato que debería estar durmiendo y ni siquiera ha cenado.

Crucé las manos sobre la mesa y me incliné hacia los médicos.

– Bueno, doctor Hernández -dije-, ¿y qué solución hay para esa ilusión de Cotard o como quiera que se llame?

– ¡Hombre, solución, solución…! Se recomienda el ingreso y la administración de psicofármacos y el pronóstico, bajo medicación, suele ser bueno, aunque, para no engañarles, en casi todos los casos se dan recaídas.

– Los últimos estudios sobre la ilusión de Cotard -observó el doctor Llor, que parecía querer aportar su particular granito neurológico de arena- revelan que este síndrome suele estar asociado a un cierto tipo de lesión cerebral localizada en el lóbulo temporal izquierdo.

– ¿Quiere decir que se ha dado algún golpe en la cabeza? -preguntó Ona, alarmada.

– No, en absoluto -rechazó el neurólogo-. Lo que quiero decir es que, precisamente sin mediar traumatismo, hay una o varias zonas del cerebro que no reaccionan como deberían o, al menos, como se espera que lo hagan. El cerebro humano está formado por muchas partes distintas que tienen funciones diferentes: unas controlan el movimiento, otras realizan cálculos, otras procesan los sentimientos, etc. Para ello, estos segmentos utilizan pequeñas descargas eléctricas y agentes químicos muy especializados. Basta que uno solo de esos agentes se altere levemente para que cambie por completo la forma de trabajar de una zona cerebral y, con ella, la forma de pensar, sentir o comportarse. En el caso de la ilusión de Cotard, las tomografías demuestran que existe una alteración de la actividad en el lóbulo temporal izquierdo… aquí. -Y acompañó la palabra con el gesto, apoyando su mano en la parte posterior de la oreja izquierda, ni muy arriba ni muy abajo, ni tampoco muy atrás.

– Como un ordenador al que se le estropea un circuito, ¿no es así?