[i] era bastante viejo para dar testimonio de aquella muerte, pero el estruendo de los funerales había llegado hasta nuestro tiempo y teníamos noticias verídicas de que él no volvió a ser el mismo de antes por el resto de su vida, nadie tuvo el derecho de perturbar sus insomnios de huérfano durante mucho más de los cien días del luto oficial, no se le volvió a ver en la casa de dolor cuyo ámbito había sido desbordado por las resonancias inmensas de las campanas fúnebres, no se daban más horas que las de su duelo, se hablaba con suspiros, la guardia doméstica andaba descalza como en los años originales de su régimen y sólo las gallinas pudieron hacer lo que quisieron en la casa prohibida cuyo monarca se había vuelto invisible, se desangraba de rabia en el mecedor de mimbre mientras su madre de mi alma Bendición Alvarado andaba por esos peladeros de calor y miseria dentro de un ataúd lleno de aserrín y hielo picado para que no se pudriera más de lo que estuvo en vida, pues se habían llevado el cuerpo en procesión solemne hasta los confines menos explorados de su reino para que nadie se quedara sin el privilegio de honrar su memoria, se lo llevaron con himnos de vientos de crespones oscuros hasta las estaciones de los páramos donde lo recibieron con las mismas músicas lúgubres las mismas muchedumbres taciturnas que en otros tiempos de gloria habían venido a conocer el poder oculto en la penumbra del vagón presidencial, exhibieron el cuerpo en el monasterio de caridad donde una pajarera nómada en el principio de los tiempos había parido mal a un hijo de nadie que llegó a ser rey, abrieron los portones del santuario por primera vez en un siglo, soldados de a caballo hacían redadas de indios en los pueblos, los arriaban secuestrados, los metían a culatazos en la vasta nave afligida por los soles helados de los vitrales donde nueve obispos de pontifical cantaban oficios de tinieblas, duerme en paz en tu gloria, cantaban los diáconos, los acólitos, descansa en tus cenizas, cantaban, afuera llovía en los geranios, las novicias repartieron guarapo con panes de difuntos, vendieron costillas de cerdo, camándulas, frascos de agua bendita bajo las arcadas de piedra de los patios, había música en las cantinas de las veredas, había pólvora, se bailaba en los zaguanes, era domingo, ahora y siempre, eran años de fiesta en las trochas de prófugos y los desfiladeros de niebla por donde su madre de mi muerte Bendición Alvarado había pasado en vida persiguiendo al hijo embullado con la ventolera federal, pues ella lo había cuidado en la guerra, había impedido que le caminaran encima las mulas de la tropa cuando se derrumbaba por los suelos enrollado en una manta, sin sentido, hablando disparates por la calentura de las tercianas, ella le había tratado de inculcar su miedo ancestral por los peligros que acechan a la gente de los páramos en las ciudades del mar tenebroso, tenia miedo de los virreyes, de las estatuas, de los cangrejos que se bebían las lágrimas de los recién nacidos, había temblado de pavor ante la majestad de la casa del poder que conoció a través de la lluvia la noche del asalto sin haber imaginado entonces que era la casa donde había de morir, la casa de soledad donde él estaba, donde se preguntaba con el calor de la rabia tirado bocabajo en el suelo dónde carajo te has metido, madre, en qué manglar de tarulla se habrá enredado tu cuerpo, quién te espanta las mariposas de la cara, suspiraba, postrado de dolor, mientras su madre Bendición Alvarado navegaba bajo un palio de hojas de plátano entre los vapores nauseabundos de los cenagales para ser exhibida en las escuelas públicas de vereda, en los cuarteles de los desiertos de salitre, en los corrales de indios, la mostraban en las casas principales junto con un retrato de cuando era joven, era lánguida, era hermosa, se había puesto una diadema en la frente, se había puesto una gola de encajes contra su voluntad, se había dejado poner talco en la cara y carmín en los labios por esa única vez, le pusieron un tulipán de seda en la mano para que lo tuviera así, así no, señora, así, descuidado en el regazo, cuando el fotógrafo veneciano de los monarcas europeos le tomó el retrato oficial de primera dama que mostraban junto con el cadáver como una prueba final contra cualquier sospecha de suplantación, y eran idénticos, pues no se había dejado nada al azar, el cuerpo iba siendo reconstruido en diligencias secretas a medida que se le desbarataba el cosmético y la piel agrietada de parafina se le derretía con el calor, le quitaban el musgo de los párpados en las épocas de lluvia, las costureras militares mantenían el vestido de muerta como si hubiera sido puesto ayer y conservaban en estado de gracia la corona de azahares y el velo de novia virgen que nunca tuvo en vida, para que nadie en este burdel de idólatras se atreviera a repetir nunca que eres distinta de tu retrato, madre, para que nadie olvide quién es el que manda por los siglos de los siglos hasta en los caseríos más indigentes de los médanos de la selva donde al cabo de tantos años de olvido vieron volver a medianoche el vetusto buque fluvial de rueda de madera con todas las luces encendidas y lo recibieron con tambores pascuales creyendo que habían vuelto los tiempos de gloria, que viva el macho, gritaban, bendito el que viene en nombre de la verdad, gritaban, se echaban al agua con los armadillos cebados, con una ahuyama del tamaño de un buey, se encaramaban por los barandales de encajes de madera para brindarle tributos de sumisión al poder invisible cuyos dados decidían al azar de la patria y se quedaban sin aliento ante el catafalco de hielo picado y sal de piedra repetido en las lunas atónitas de los espejos del comedor presidencial, expuesto al juicio público bajo los ventiladores de aspas del arcaico buque de placer que anduvo meses y meses por entre las islas efímeras de los afluentes ecuatoriales hasta que se extravió en una edad de pesadilla en que las gardenias tenían uso de razón y las iguanas volaban en las tinieblas, se terminó el mundo, la rueda de madera encalló en arenales de oro, se rompió, se fundió el hielo, se corrompió la sal, el cuerpo tumefacto quedó flotando a la deriva en una sopa de aserrín [ii], y sin embargo no se pudrió, sino todo lo contrario mi general, pues entonces la vimos abrir los ojos y vimos que sus pupilas eran diáfanas y tenían el color del acónito en enero y su misma virtud de piedra lunar, y aun los más incrédulos habíamos visto empañarse la cubierta de vidrio del catafalco con el vapor de su aliento y habíamos visto que de sus poros manaba un sudor vivo y fragante, y la vimos sonreír. Usted no puede imaginarse cómo fue aquello mi general, fue el despelote, hemos visto parir a las mulas, hemos visto crecer flores en el salitre, hemos visto a los sordomudos aturdidos por el prodigio de sus propios gritos de milagro, milagro, milagro, hicieron polvo los vidrios del ataúd mi general y por poco no volvieron tasajo el cadáver para repartirse las reliquias, así que hemos tenido que disponer de un batallón de granaderos contra el fervor de las muchedumbres frenéticas que estaban llegando en tumulto desde el semillero de islas del Caribe cautivadas por la noticia de que el alma de su madre Bendición Alvarado había obtenido de Dios la facultad de contrariar las leyes de la naturaleza, vendían hilos de la mortaja, vendían escapularios, aguas de su costado, estampitas con su retrato de reina, pero era una turbamulta tan descomunal y atolondrada que más bien parecía un torrente de bueyes indómitos cuyas pezuñas devastaban cuanto encontraban a su paso y hacían un estruendo de temblor de tierra que hasta usted mismo puede oírlo desde aquí si escucha con atención mi general, óigalo, y él se puso la mano en pantalla detrás de la oreja qué le zumbaba menos, escuchó con atención, y entonces oyó, madre mía Bendición Alvarado, oyó el trueno sin término, vio la ciénaga en ebullición de la vasta muchedumbre dilatada hasta el horizonte del mar, vio el torrente de velas encendidas que arrastraban otro día más radiante dentro de la claridad radiante del mediodía, pues su madre de mi alma Bendición Alvarado regresaba a la ciudad de sus antiguos terrores como había llegado la primera vez con la marabunta de la guerra, con el olor a carne cruda de la guerra, pero liberada para siempre de los riesgos del mundo porque él había hecho arrancar de las cartillas de las escuelas las páginas sobre los virreyes para que no existieran en la historia, había prohibido las estatuas que te perturbaban el sueño, madre, de modo que ahora regresaba sin sus miedos congénitos en hombros de una muchedumbre de paz, regresaba sin ataúd, a cielo abierto, en un aire vedado a las mariposas, abrumada por el peso del oro de los exvotos que le habían colgado en el viaje interminable desde los confines de la selva a través de su vasto y convulsionado reino de pesadumbre, escondida bajo el montón de muletitas de oro que le colgaban los paralíticos restaurados, las estrellas de oro de los náufragos, los niños de oro de las estériles incrédulas que habían tenido que parir de urgencia detrás de los matorrales, como en la guerra, mi general, navegando al garete en el centro del torrente arrasador de la mudanza" bíblica de toda una nación que no encontraba dónde poner sus chécheres de cocina, sus animales, los restos de una vida sin más esperanzas de redención que las mismas oraciones secretas que Bendición Alvarado rezaba durante los combates para torcer el rumbo de las balas que disparaban contra su hijo, como había venido él en el tumulto de la guerra con un trapo colorado en la cabeza gritando en las treguas de los delirios de las calenturas que viva el partido liberal carajo, viva el federalismo triunfante, godos de mierda, aunque arrastrado en realidad por la curiosidad atávica de conocer el mar, sólo que la muchedumbre de miseria que había invadido la ciudad con el cuerpo de su madre era mucho más turbulenta y frenética que cuantas devastaron el país en la aventura de la guerra federal, más voraz que la marabunta, más terrible que el pánico, la más tremenda que habían visto mis ojos en todos los días de los años innumerables de su poder, el mundo entero mi general, mire, qué maravilla. Convencido por la evidencia, él salió al fin de las brumas de su duelo, salió pálido, duro, con una banda negra en el brazo, resuelto a utilizar todos los recursos de su autoridad para conseguir la canonización de su madre Bendición Alvarado con base en las pruebas abrumadoras de sus virtudes de santa, mandó a Roma a sus ministros de letras, volvió a invitar al nuncio apostólico a tomar chocolate con galletitas en los pozos de luz de cobertizo de trinitarias, lo recibió en familia, él acostado en la hamaca, sin camisa, abanicándose con el sombrero blanco, y el nuncio sentado frente a él con la taza de chocolate ardiente, inmune al calor y al polvo dentro del aura de espliego de la sotana dominical, inmune al desaliento del trópico, inmune a las cagadas de los pájaros de la madre muerta que volaban sueltos en los pozos dé agua solar del cobertizo, tomaba a sorbos contados el chocolate de vainilla, masticaba las galletitas con un pudor de novia tratando de demorar el veneno ineludible del último sorbo, rígido en la poltrona de mimbre que él no le concedía a nadie, sólo a usted, padre, como en aquellas tardes malvas de los tiempos de gloria en que otro nuncio viejo y candido trataba de convertirlo a la fe de Cristo con acertijos escolásticos de Tomás de Aquino, no más que ahora soy yo el que lo llama a usted para convertirlo, padre, las vueltas que da el mundo, porque ahora creo, dijo, y lo repitió sin pestañear, ahora creo, aunque en realidad no creía nada de este mundo ni de ningún otro salvo que su madre de mi vida tenía derecho a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar, tanto que él no fundaba su solicitud en los aspavientos públicos de que la estrella polar se movía en el sentido del cortejo fúnebre y los instrumentos de cuerda se tocaban solos dentro de los armarios cuando sentían pasar el cadáver sino que la fundaba en la virtud de esta sábana que desplegó a toda vela en el esplendor de agosto para que el nuncio viera lo que en efecto vio impreso en la textura del lino, vio la imagen de su madre Bendición Alvarado sin trazas de vejez ni estragos de peste acostada de perfil con la mano en el corazón, sintió en los dedos la humedad del sudor eterno, aspiró la fragancia de flores vivas en medio del escándalo de los pájaros alborotados por el soplo del prodigio, ya ve qué maravilla, padre, decía él, mostrando la sábana al derecho y al revés, hasta los pájaros la conocen, pero el nuncio estaba absorto en el lienzo con una atención incisiva que había sido capaz de descubrir impurezas de ceniza volcánica en la materia trabajada por los grandes maestros de la cristiandad, había conocido las grietas de un carácter y hasta las dudas de una fe por la intensidad de un color, había padecido el éxtasis de la redondez de la tierra tendido bocarriba bajo la cúpula de una capilla solitaria de una ciudad irreal donde el tiempo no transcurría sino que flotaba, hasta que tuvo valor para apartar los ojos de la sábana al cabo de una contemplación profunda y dictaminó con un tono dulce pero irreparable que el cuerpo estampado en el lino no era un recurso de la Divina Providencia para darnos una prueba más de su misericordia infinita, ni eso ni mucho menos, excelencia, era la obra de un pintor muy diestro en las buenas y en las malas artes que había abusado de la grandeza de corazón de su excelencia, porque aquello no era óleo sino pintura doméstica de la más indigna, sapolín de pintar ventanas, excelencia, debajo del aroma de las resinas naturales que habían disuelto en la pintura quedaba todavía el relente bastardo de la trementina, quedaban costras de yeso, quedaba una humedad persistente que no era el sudor del último escalofrío de la muerte como le habían hecho creer a él sino la humedad de artificio del lino saturado de aceite de linaza y escondido en lugares oscuros, créame que lo lamento, concluyó el nuncio con un pesar legítimo, pero no acertó a decir más ante el anciano granítico que lo observaba sin parpadear desde la amaca, que lo había escuchado desde el limo de sus lúgubres silencios asiáticos sin mover siquiera la boca para contradecirlo a pesar de que nadie conocía mejor que él la verdad del prodigio secreto de la sábana en que yo mismo te envolví con mis propias manos, madre, yo me asusté con el primer silencio de tu muerte que fue como si el mundo hubiera amanecido en el fondo del mar, yo vi el milagro, carajo, pero a pesar de su certidumbre no interrumpió el veredicto del nuncio, apenas parpadeó dos veces sin cerrar los ojos como las iguanas, apenas sonrió, está bien, padre, suspiró al fin, será como usted dice, pero le advierto que usted carga con el peso de sus palabras, se lo repito letra por letra para que no lo olvide en el resto de su larga vida que usted carga con el peso de sus palabras, padre, yo no respondo. El mundo permaneció en un sopor durante aquella semana de malos presagios en que él no se levantó de la hamaca ni para comer, se espantaba con el abanico a los pájaros amaestrados que se le paraban en el cuerpo, se espantaba los lamparones de luz de las trinitarias creyendo que eran pájaros amaestrados, no recibió a nadie, no dio una orden, pero la fuerza pública se mantuvo impasible cuando las turbas de fanáticos a sueldo asaltaron el palacio de la Nunciatura Apostólica, saquearon el museo de reliquias históricas, sorprendieron al nuncio haciendo la siesta a la intemperie en el remanso del jardín interior, lo sacaron desnudo a la calle, se le cagaron encima mi general, imagínese, pero él no se movió de la hamaca, ni siquiera parpadeó cuando le vinieron con la novedad mi general de que al nuncio lo estaban paseando en un burro por las calles del comercio bajo un chaparrón de lavazas de cocina que le vaciaban desde los balcones, le gritaban mano pancha, miss vaticano, dejad que los niños vengan a mí, y sólo cuando lo abandonaron medio muerto en el muladar del mercado público él se incorporó de la hamaca apartándose los pájaros a manotadas, apareció en la sala de audiencias apartando