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En el baño, en ese momento, Martina extrañó el laguito al lado de su negocio de bed and breakfast en la lejana Nueva Zelandia, las ovejas, las caminatas, el silencio. Se arrepintió de regresar a Faguas, de embarcarse en la aventura del pie. Mierda, ¿cómo dejé que Viviana me convenciera? Cobarde, se reprendió, bien que has pasado feliz. No te echés para atrás ahora y salgas corriendo al son de la estampida; pero es que soy cobarde, se respondió, y a mucha honra. La cobardía era señal de salud en Faguas, donde, por tantos años, el culto al heroísmo había animado a la gente a morirse por la patria. El martirologio era una patología que se repetía de generación en generación. Los muertos eran respetables, pero los vivos valían un carajo. Por favor. El mundo iba años luz adelante y ellos todavía apegados a esa suerte de necrofilia. ¡Tan masculino el culto de la muerte! Los soldados conocidos y hasta los desconocidos siempre tenían los mejores monumentos, las llamas eternas, los obeliscos, los arcos del triunfo. Las mujeres puja y puja alumbrando chavalos, haciendo de tripas corazón, criando y alimentando a esos hombrecitos tan prestos a morir, y a duras penas les hacían aquellos monumentos desgarbados y patéticos que acababan en los parques más aburridos del mundo.

Pero ella era tan valiente como cualquier muerto. Que no le dijeran que vivir por la patria costaba menos que morir por ella. Que Viviana le pidiera que organizara el Ministerio de las Libertades Irrestrictas, ese ministerio único en el mundo que la mandó a inventar, la había hecho entrar en crisis porque sabiendo que debía decir que no, decir que sí le resultó irresistible. Y no era cierto que se arrepentía de haber dejado Nueva Zelandia, el paraíso de El Señor de los anillos y todas las películas que necesitaban enormes paisajes deshabitados. Hizo lo que quiso allí. Pero nada que ver con el púlpito libertario que, en un dos por tres había montado en Faguas, desde donde predicaba como Evangelista de la Nueva Testamenta el fin de la discriminación por razones de género, color, religión o identidad sexual. Si todo era posible en Nueva Zelandia, más era posible en Faguas. El subdesarrollo, el hecho de que nadie prestara atención al minúsculo país era una ventaja cuando se trataba de experimentos sociales. En países como Faguas, pasados de uno a otro colonizador, de la independencia a la sumisión de los caudillos, con breves períodos de revoluciones y democracias fallidas, ni la gente supuestamente educada conocía bien en qué consistía la libertad, ni mucho menos la democracia. Las leyes eran irrelevantes porque, por siglos, los leguleyos las habían manipulado a su gusto y antojo.

Pero aquel vacío era precisamente el espacio para insertar la nueva realidad. Y Martina no perdió tiempo. Fue ella quien introdujo la discusión que llevó a poner en marcha el proyecto piloto de los Votantes Calificados. Estudió tratados sobre la democracia, desde la griega hasta la inglesa, así como las mas desaforadas o tramposas utopías, para extraer la fórmula que pensó las acercaría al modelo de las grandes asambleas en Atenas.

Cambiar el universal masculino era otra de sus ideas, una que aún no lograba popularizarse. Con Eva y Rebeca habían trabajado un léxico que sustituiría la "o" por "e". Así "todos" sería "todes", "ricos", "riques", "cuanto", "cuante".

No se oía mal. Lo usaban a menudo en las comunicaciones oficiales, conscientes de que era una transformación que llevaría largo tiempo.

Pero lo que sí impuso fue el fin del lenguaje del odio, el uso de palabras denigrantes para la mujer -y denigrantes para la diversidad sexual humana-, el tratamiento de maricas, cochones, patos, tortilleras, por ejemplo.

La fuerza de la ley, argumentó en la Asamblea, era necesaria para concebir un mundo sin divisiones, un mundo de igualdades efectivas entre los géneros.

Martina era también la autora de una campaña sui géneris de educación ciudadana. Con las mismas técnicas de repetición y saturación con que se vendían jabones, bebidas o películas, puso en los pasillos de los supermercados, en los buses, en los envoltorios de los productos de consumo, conceptos básicos de civismo, cuya mayor innovación fue usar el femenino para lo general e introducir el concepto de la Cuidadanía, las y los ciudadanos como Cuidadanos, como cuidadores de la Patria, una idea que tomó de un grupo de feministas españolas (Ser cuidadana es pagar impuestos, Ser cuidadana es mejorar tu barrio, Ser cuidadana es cuidar tu salud).

La educación para la libertad, como la llamaba ella, era un trabajo cuesta arriba. Tras tanto gobierno autoritario, la necesidad había enseñado a la gente a sobrevivir a punta de dejarse enjaular, pero no sin antes preguntar: ¿Qué me vas a dar si me meto en la jaula? Le costó creerlo pero bien cierto era lo que le deletreó Viviana durante la campaña: la mentalidad de este país es la de una mujer dependiente y abusada. ¿Te das cuenta? Por eso vas a ver que hasta los hombres van a votar por nosotras. Y así fue. Lograron hacerle ver a muchos hombres que no era mala idea cuidar el país como si se tratara de la casa de cada quién. Cualquiera podía entender el argumento cuando se explicaba bien, y Viviana era una excelente comunicadora. La respetaban. Se había jugado sin miedo en un país acobardado, y la valentía y el arrojo eran contagiosos como el catarro. Bastó levantar la tapa de la olla de presión que llevaba años cociéndose en su propio jugo para que la esperanza dejara sentir su olor a culantro, a hierbabuena.

¡Qué favor les había hecho el volcancito! Lástima que no explotaba más a menudo ni se podían embotellar los gases esos. El efecto había durado aproximadamente dos años, durante los cuales se reformó la Constitución y se montó un sistema que, aunque imperfecto, colocaba a las mujeres y los hombres en una posición de igualdad desconocida hasta entonces.

El retorno de la testosterona no afectó a todos de la misma manera. Hubo quienes reclamaron con violencia su lugar de amos y señores, pero hasta el atentado contra Viviana, Martina pensó que esas personas encontrarían que ni la sociedad ni sus parejas eran ya las mismas. Pero parecía ser que estaba equivocada. En las reuniones del consejo, Eva llevaba varios meses preocupada por el aumento de los feminicidios, las violaciones y las disputas domésticas.

Martina se levantó, se lavó la cara. No quería pensar siquiera en desenlaces fatales. No imaginaba el pie sin Viviana. Mentira eso de que nadie era indispensable. Ella lo era. Era ella la que se atrevió a confiar en que se podía trastocar la realidad porque después de todo era una construcción como cualquier otra.

Sonrió recordando la cara de Rebeca cuando Viviana pidió un papel blanco y dibujó la bandera del partido: la huella de un pie femenino delineado en negro con las uñas pintadas de rojo. Recordó las banderas ondeando por todo el país en la campaña electoral. Iban en el carro y se reían al pasar por las casas mirando las banderitas moverse al viento. Se echó más agua en la cara. No quería llorar. Viviana habría dicho que salieran todas llorando en televisión. Enfatizar todo cuanto se pensaba como femenino, hacerlo hasta el ridículo había sido su genialidad. Nos hemos pasado demasiado tiempo arrepintiéndonos de ser mujeres -decía- y tratando de demostrar que no lo somos, como si serlo no fuera nuestra principal fuerza, pero no más: vamos a tomar cada estereotipo femenino y llevarlo hasta las últimas consecuencias.

Tocaron la puerta. Oyó la voz de Juana de Arco al otro lado.

– Ya podés salir. Ya desalojamos a los curiosos.

(Materiales históricos)

REFORMAS DEMOCRÁTICAS