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– Muerte accidental -anunció el juez-, por envenenamiento fortuito.

El caso quedó cerrado.

Sin embargo, cerrar el caso no puso fin a los susurros, las insinuaciones o la realidad de que en un pueblo como Winslough «envenenamiento» y «fortuito» constituían, una clara invitación a las habladurías y una indudable contradicción en los términos. Por lo tanto, Polly había seguido en su puesto, y cada mañana llegaba a la vicaría a las siete y media, con la esperanza de que el caso se reabriera y Colin regresara.

Se dejó caer en una silla de la cocina, cansada, y deslizó los pies en las botas de trabajo que había dejado aquella mañana sobre la creciente pila de periódicos. Nadie había pensado en cancelar las suscripciones del señor Sage. Había estado demasiado ocupada pensando en Colin. Lo haría mañana, decidió. Tendría una excusa para volver de nuevo.

Cuando cerró la puerta principal, se detuvo unos instantes en los peldaños de la vicaría para liberar el pelo de la bufanda que lo sujetaba. Los rizos, como virutillas de acero herrumbrosas, se desplegaron alrededor de su rostro, y la brisa nocturna agitó los de su nuca. Dobló la bufanda en forma de triángulo, y procuró que las palabras «¡Rita me leyó como un libro en Blackpool!» no se vieran. La pasó sobre su cabeza y anudó los extremos bajo la barbilla. Su cabello, sujeto de esta manera, le arañó las mejillas y el cuello. Sabía que su aspecto no podía ser menos atractivo, pero al menos no aletearía sobre su cabeza y se le metería en la boca camino de casa. Además, detenerse en la escalera bajo la luz del porche, que siempre dejaba abierta en cuanto el sol se ponía, le concedía la oportunidad de dirigir una mirada descarada a la casa de al lado. Si las luces estaban encendidas, si el coche estaba en el camino particular…

No era ese el caso. Mientras cruzaba el trecho de grava y salía a la calle, Polly se preguntó qué habría hecho si Colin Shepherd hubiera estado en casa aquella noche.

¿Llamar a la puerta?

«¿Sí? Ah, hola. ¿Qué pasa, Polly?»

¿Tocar el timbre?

«¿Ocurre algo?»

¿Mirar por la ventana?

«¿Necesitas a la policía?»

¿Entrar por las buenas, empezar a hablar y rezar para que Colin contestara?

«No sé qué quieres de mí, Polly.»

Se abotonó el abrigo bajo la barbilla y sopló un aliento gris y vaporoso en sus manos. La temperatura estaba descendiendo. Habría menos de cinco grados. Se formaría hielo en la carretera y aguanieve si llovía. Si él no tomaba las curvas con prudencia, perdería el control del coche. Quizá se tropezaría con él. Sería la única que podría ayudarle. Mecería su cabeza en el regazo, apoyaría la mano sobre su frente, le apartaría el pelo de la frente y le daría calor. Colin.

– Volverá contigo, Polly -había dicho el señor Sage tres noches antes de su muerte-. Mantente firme y espérale. Disponte a escuchar. Va a necesitarte para rehacer su vida. Quizá antes de lo que supones.

Pero todo aquello no era más que parafernalia cristiana, el reflejo de las creencias más inútiles de la Iglesia. Si uno rezaba lo bastante, había un Dios que escuchaba, sopesaba peticiones, acariciaba su larga barba blanca, componía una expresión pensativa y decía: «Síiii, entiendo», y hacía realidad los sueños.

Un montón de basura.

Polly se dirigió hacia el sur, salió del pueblo y caminó por la cuneta de la carretera de Clitheroe. Andar resultaba difícil. El sendero estaba lleno de barro y sembrado de hojas muertas. Oía el chapoteo de sus pasos sobre el fragor del viento que azotaba los árboles.

Al otro lado de la calle, la iglesia estaba a oscuras. No habría vísperas hasta que llegara el nuevo vicario. El Consejo Eclesiástico había celebrado entrevistas durante las dos últimas semanas, pero al parecer escaseaban los sacerdotes que quisieran instalarse en un pueblo. Daba la impresión de que, sin luces brillantes y millones de habitantes, no había almas que salvar, pero no era ese el caso. Había mucho que salvar en Winslough. Sage se había dado cuenta enseguida, y lo había observado en la misma Polly.

Porque pecaba desde hacía mucho tiempo. Había trazado el círculo en el frío del invierno, en las noches tibias de verano, en primavera y otoño. Había dispuesto el altar hacia el norte. Colocaba las velas en las cuatro puertas del círculo y, mediante el agua, la sal y las hierbas, creaba un cosmos sagrado y mágico al que podía rezar. Todos los elementos estaban presentes: el agua, el aire, el fuego, la tierra. El cordón serpenteaba alrededor de su muslo. Notaba la vara fuerte y segura en su mano. Utilizaba clavos para el incienso, laurel para la madera, y se entregaba (en cuerpo y alma, afirmaba) al Rito del Sol. Por la salud y la vitalidad. Rogaba esperanza cuando los médicos la descartaban. Pedía curación cuando la única promesa era la morfina que calmaba el dolor, hasta que la muerte ponía fin a todo.

Iluminada por las velas y la llama del laurel encendido, había entonado la súplica a Aquellos cuya presencia invocaba con el mayor fervor:

Que la salud de Annie sea restaurada.

Que el Dios y la Diosa atiendan mi plegaria.

Y se había dicho, completamente convencida, que sus intenciones eran puras y buenas. Rezó por Annie, su amiga de la infancia, la dulce Annie Shepherd, esposa del amado Colin, pero solo los puros podían invocar a la Diosa y obtener respuesta. La magia de los que rogaban tenía que ser inmaculada.

Polly, guiada por un impulso, volvió hacia la iglesia y entró en el cementerio. Estaba tan negro como el interior de la boca del Dios con Cuernos, pero no precisaba luz para orientarse, ni tampoco necesitaba leer la lápida. Annie Alice Shepherd. Y debajo, las fechas y la inscripción: «A mi querida esposa». No había nada más, ningún adorno, porque así era Colin.

– Oh, Annie -dijo Polly a la lápida, que se alzaba en las sombras más profundas, donde la pared del cementerio pasaba junto a un castaño de ramas gruesas-. Me ha ocurrido tres veces, como dijo el Redentor, pero te juro, Annie, que no era mi intención hacerte daño.

Aun antes de terminar la frase, se vio asediada por las dudas. Dejaron su conciencia al desnudo, como una plaga de langosta. Dejaron al descubierto lo peor de lo que había sido, una mujer que deseaba al marido de otra.

– Hiciste lo que pudiste, Polly -había dicho el señor Sage, al tiempo que acariciaba su mano-. Nadie puede curar el cáncer con oraciones. Se puede rezar para que los médicos sean capaces de ayudar, o para que el paciente reúna fuerzas para soportar sus sufrimientos, pero la enfermedad en sí… No, querida Polly, no se cura con oraciones.

La intención del vicario había sido buena, pero no la conocía. No era el tipo de hombre capaz de comprender sus pecados. Lo que ocultaba en la parte más sucia de su corazón no se absolvía diciendo: «Ve en paz».

Ahora, pagaba por triplicado el hecho de haber desencadenado sobre sí la ira de los Dioses, pero no la habían castigado con el cáncer. Ni Hammurabi habría imaginado una venganza más refinada.

– Me cambiaría por ti, Annie -susurró Polly-. Lo juro.

– ¿Polly?

Un susurro incorpóreo la contestó. Retrocedió de un salto y se llevó la mano a la boca. Un torrente de sangre se agolpó en sus ojos.

– ¿Polly? ¿Eres tú?

Se oyeron unos pasos al otro lado de la pared, botas de goma que pisaban las heladas hojas muertas caídas sobre el suelo. Entonces, Polly le vio. Sombra entre las sombras. Olió el humo de pipa que se pegaba a su ropa.

– ¿Brendan?

No tuvo que esperar para confirmar su sospecha. La escasa luz bañó la nariz ganchuda de Brendan Power. No había otro perfil semejante en todo Winslough.

– ¿Qué haces aquí?

El hombre pareció leer en la pregunta una invitación implícita e involuntaria. Saltó el muro. Ella se apartó. El hombre se acercó con paso decidido. Polly vio que sostenía la pipa en la mano.