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– Yo no quiero nada -dijo St. James-. ¿Deborah?

– No.

La señora Wragg asintió. Frotó los brazos con sus manos.

– Bien -dijo. Se agachó para coger un hilo blanco de la alfombra. Lo anudó alrededor de un dedo-. El baño es aquella puerta. Cuidado con la cabeza. El dintel es un poco bajo, pero todos lo son. Es el edificio. Es antiguo, ya saben.

– Sí, por supuesto.

La mujer se acercó a la cómoda, situada entre las dos ventanas delanteras, y efectuó mínimos ajustes en un espejo móvil, y algunos más en el pañito de encaje sobre el que descansaba.

– Aquí tienen más mantas -explicó, mientras abría el ropero. Palmeó el tapizado de zaraza de la única silla de la habitación-. De Londres, ¿verdad? -añadió, cuando resultó evidente que no podía hacer nada más.

– Sí -contestó St. James.

– No viene mucha gente de Londres.

– La distancia es bastante grande.

– No, no es eso. Los londinenses van al sur. Dorset, Cornualles. Todo el mundo lo hace.

Se acercó a la pared situada detrás de la silla y movió uno de los dos grabados que colgaban, una copia de Dos chicas al piano, de Renoir, montada sobre un tapete blanco que empezaba a amarillear por los bordes.

– Hay muy poca gente a la que le guste el frío -dijo.

– Tiene mucha razón.

– Los del norte también van a Londres. Persiguen sueños, creo. Como Josie. ¿Les…? Supongo que les hizo preguntas sobre Londres.

St. James miró a su mujer. Deborah había abierto la maleta sobre la cama. Al oír la pregunta, dejó lo que estaba haciendo y se levantó, con una bufanda gris en las manos.

– No -dijo-. No habló de Londres.

La señora Wragg cabeceó, y después alumbró una fugaz sonrisa.

– Bien, eso es bueno, ¿no? Porque a la muchacha se le ocurren toda clase de maldades cuando se trata de algo que pueda alejarla de Winslough. -Se frotó las manos y las enlazó sobre la cintura-. Bien. Han venido en busca de aire puro y buenas caminatas. Tenemos en abundancia. Por los páramos, los campos, las colinas. El mes pasado nevó. La primera vez que nevaba en estos parajes desde hacía años, pero ahora solo hay escarcha. «La nieve de los tontos», como decía mi madre. Todo se llena de barro, pero espero que hayan traído botas.

– Así es.

– Estupendo. Pregunten a mi Ben, el señor Wragg, cuál es el mejor sitio para ir a pasear. Nadie conoce esta tierra como mi querido Ben.

– Gracias -dijo Deborah-. Lo haremos. Tenemos ganas de dar paseos, y también de ver al vicario.

– ¿Al vicario?

– Sí.

– ¿Al señor Sage?

– Sí.

La mano derecha de la señora Wragg se deslizó desde su cintura hasta el cuello de la blusa.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Deborah. St. James y ella intercambiaron una mirada-. El señor Sage sigue en la parroquia, ¿verdad?

– No. Está… -La señora Wragg apretó los dedos contra el cuello y completó su pensamiento a toda prisa-. Supongo que habría ido a Cornualles. Como todo el mundo, por así decirlo.

– ¿Qué significa eso? -preguntó St. James.

– Es… -La mujer tragó saliva-. Es el lugar donde está enterrado.

2

Polly Yarkin pasó un trapo húmedo sobre la encimera y lo dobló pulcramente al borde del fregadero. Era un trabajo inútil. Nadie había utilizado la cocina del vicario durante las últimas cuatro semanas y, a juzgar por los indicios, pasarían más semanas antes de que alguien la utilizara, pero seguía acudiendo diariamente a la vicaría, como había hecho durante los últimos seis años, y cuidaba de la casa ahora al igual que en vida del señor Sage y sus dos jóvenes predecesores, cada uno de los cuales había pasado tres años en el pueblo, antes de encaminarse hacia metas más importantes. Si es que existía algo similar en la Iglesia anglicana.

Polly se secó las manos con un paño de cocina a cuadros y lo dejó en el estante que corría sobre el fregadero. Aquella mañana había encerado el suelo de linóleo, y quedó complacida cuando observó su reflejo en la prístina superficie. No era un reflejo perfecto, por supuesto. Un suelo no era un espejo, pero veía con bastante nitidez los rizos de cabello rojizo que escapaban al apretado nudo de la bufanda en su nuca. Y también podía ver, demasiado bien, la silueta de su cuerpo, la espalda encorvada por el peso de sus pechos como melones.

Los riñones le dolían como siempre, y las tirillas del sujetador rebosante se le clavaban en los hombros. Deslizó el dedo índice bajo una y se encogió cuando, al aligerar la presión sobre un hombro, descargó todo el peso sobre el otro. Qué suerte tienes, Poli, habían cloqueado sus compañeras de colegio menos desarrolladas, los chicos se vuelven locos solo de pensar en ti. Y su madre había dicho, concebida en el círculo, bendecida por la diosa, con su típico estilo criptomaternal, y le había propinado un palmetazo en el culo la primera y última vez que la muchacha había insinuado someterse a una operación quirúrgica para aliviar el peso que colgaba como plomo de su pecho.

Hundió los puños en la parte inferior de la espalda y echó un vistazo al reloj de pared, que colgaba sobre la mesa de la cocina. Las seis y media. Nadie acudiría ya a la vicaría a estas horas. Era absurdo demorarse más.

En realidad, no existían motivos que explicaran la continua presencia de Polly en casa del señor Sage. Aun así, iba cada mañana y se quedaba hasta después de oscurecer. Sacaba el polvo, limpiaba y decía a los capilleros de la iglesia que era importante, incluso crucial en aquella época del año, tener la casa preparada para el sustituto del señor Sage. Mientras trabajaba, no dejaba de vigilar el menor movimiento del vecino más próximo a la vicaría.

Lo hacía cada día desde el fallecimiento del señor Sage, cuando Colin Shepherd había venido por primera vez con su cuaderno de policía y sus preguntas de policía para examinar las pertenencias del señor Sage con sus tranquilos y expertos modales de policía. Solo le dedicaba una mirada cuando ella abría la puerta cada mañana. Decía hola, Polly, y desviaba la vista. Se encaminaba al estudio o al dormitorio del vicario; en ocasiones, se sentaba a examinar el correo. Tomaba notas y contemplaba durante largos minutos la agenda del señor Sage, como si la inspección de los compromisos del vicario pudiera proporcionarle la clave de su muerte.

Háblame, Colin, deseaba decirle cuando estaba en la casa. Como antes. Vuelve a mí. Seamos amigos.

Pero no decía nada. A cambio, le ofrecía té. Y cuando él lo rechazaba: «No, gracias, Polly, me iré enseguida», ella reanudaba su trabajo, sacaba brillo a los espejos, limpiaba la parte interior de las ventanas, frotaba retretes, suelos, lavabos y bañeras hasta que las manos le dolían y la casa resplandecía. Siempre que podía, le observaba y catalogaba los detalles destinados a hacer más llevadero su peso. Colin tiene la mandíbula demasiado cuadrada. Los ojos son de un verde muy bonito, pero demasiado pequeños. Se peina de una manera curiosa, intenta echarse el pelo hacia atrás, siempre con la raya en medio, y luego le cae hacia delante hasta cubrir su frente. No para de toquetearlo, y utiliza los dedos a modo de peine.

Pero los dedos le robaban el aliento, y allí terminaba el inútil catálogo. Tenía las manos más bonitas del mundo.

Por culpa de aquellas manos y el pensar en los dedos resbalando sobre su piel, siempre terminaba donde había empezado. Háblame, Colin. Como antes.

El nunca lo hacía, y así estaba bien, porque Polly, en realidad, no deseaba que fuera como antes entre ellos.

La investigación concluyó demasiado pronto para su gusto. Colin Shepherd, policía del pueblo, leyó el resultado de sus pesquisas, con voz serena, en la encuesta del juez de instrucción. Había ido como todos los demás habitantes del pueblo, que se apretujaban en el gran salón del hostal. Pero, al contrario que los demás, solo había ido para ver a Colin y oírle hablar.