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– Tú siempre la quisiste…

Peake desvió la mirada hasta los pequeños y no respondió.

– Podrían haber sido tus hijos -dijo Aryami-.

Quizá así hubiesen tenido mejor suerte.

– Debo irme ya, Aryami -concluyó el teniente. Si me quedo aquí, no se detendrán hasta encontrarme.

Ambos intercambiaron una mirada derrotada, conscientes del destino que esperaba a Peake tan pronto volviese a las calles. Aryami tomó las manos del teniente entre las suyas y las apretó con fuerza.

– Nunca fui buena contigo -le dijo-Temía por mi hija, por la vida que podía tener junto a un oficial británico. Pero estaba equivocada. Supongo que nunca me lo perdo-narás.

– Eso ya no tiene ninguna importancia -respondió Peake-. Debo irme. Ahora.

Peake se acercó un último instante a contemplar a los niños que descansaban al calor del fuego. Los bebés le miraron con curiosidad juguetona y ojos brillantes, sonrientes. Estaban a salvo. El teniente se dirigió hasta la puerta y suspiró profundamente. Tras aquel par de minutos en reposo, el peso de la fatiga y el dolor palpitante que sentía en la pierna cayeron sobre él implacablemente. Había apurado hasta el último aliento de sus fuerzas para conducir a los bebés hasta aquel lugar y ahora dudaba de su capacidad para hacer frente a lo inevitable. Afuera, la lluvia seguía azotando la maleza y no había señal de su perseguidor ni de sus esbirros.

– Michael… -dijo Aryami a sus espaldas. El joven se detuvo sin volver la vista atrás.

Ella lo sabía -mintió Aryami-. Lo supo desde siempre y estoy segura de que, de al-guna manera, te correspondía. Fue por mi culpa. No le guardes rencor.

Peake asintió en silencio y cerró la puerta a sus espaldas. Permaneció unos segundos bajo la lluvia y después, con el alma en paz, reemprendió el camino al encuentro de sus perseguidores. Deshizo sus pasos hasta llegar al lugar por donde había salido del almacén abandonado para internarse de nuevo en las sombras del viejo edificio en busca de un escondite donde disponerse a esperar.

Mientras se ocultaba en la oscuridad, el agotamiento y el dolor que sentía se fundieron paulatinamente en una embriagadora sensación de abandono y paz. Sus labios dibujaron un amago de sonrisa. Ya no tenía ningún motivo, ni esperanza, para seguir vi-viendo.

Los dedos largos y afilados del guante negro acariciaron la punta ensangrentada de clavo que asomaba del madero roto, al pie de la entrada al sótano del almacén. Lenta-mente, mientras sus hombres esperaban en silencio a su espalda, la esbelta figura que ocultaba su rostro tras la capucha negra se llevó la yema del índice a los labios y lamió la gota de sangre oscura y espesa saboreándola como si se tratase de una lágrima de miel. Tras unos segundos, se volvió hacia aquellos hombres que había comprado horas antes por unas simples monedas y la promesa de un nuevo pago al término de su labor y señaló hacia el interior del edificio. Los tres esbirros se apresuraron a introducirse a través de la trampilla que Peake había abierto minutos antes. El encapuchado sonrió en la oscuridad.

– Extraño lugar has elegido para venir a morir, teniente Peake -murmuró para sí mismo.

Oculto tras una columna de cajas vacías en las entrañas del sótano, Peake observó a las tres siluetas, introducirse en el edificio y, aunque no podía verle desde allí, tuvo la cer-teza de que su amo estaba esperando al otro lado del muro. Presentía su presencia. Peake extrajo su revólver e hizo girar el barrilete hasta situar una de las dos balas en la recámara, amortiguando el sonido del arma bajo la túnica empapada que le cubría. Ya no sentía reparos en emprender el camino hacia la muerte, pero no pensaba recorrerlo en solitario.

La adrenalina que corría por sus venas había mitigado el dolor punzante de su rodi-lla hasta convertirlo en un latido sordo y distante. Sorprendido ante su propia serenidad, Peake sonrió de nuevo y permaneció inmóvil en su escondite. Contempló el lento avance de los tres hombres a través de los pasillos entre las estanterías desnudas, hasta que sus verdugos se detuvieron a una decena de metros. Uno de los hombres alzó la mano en señal de alto y señaló unas marcas en el suelo. Peake colocó su arma a la altura del pecho, apuntando hacia ellos, y tensó el gatillo del revólver.

A una nueva señal, los tres hombres se separaron. Dos de ellos rodearon lentamente el camino que conducía hasta la pila de cajas, y el tercero caminó en línea recta hacia Peake. El teniente contó mentalmente hasta cinco y, súbitamente, empujó la columna de cajas sobre su atacante. Las cajas se desplomaron encima de su oponente y Peake corrió hacia la abertura por la que habían entrado.

Uno de los asesinos a sueldo salió a su encuentro en una intersección del corredor, blandiendo la hoja del cuchillo a un palmo de su rostro. Antes de que aquel criminal de alquiler pudiera sonreír victorioso, el cañón del revólver de Peake se clavo bajo su barbi-lla.

– Suelta el cuchillo -escupió el teniente.

El hombre leyó los ojos glaciales del teniente e hizo lo que se le ordenaba. Peake lo asió brutalmente del pelo y, sin retirar el arma, se volvió a sus aliados escudándose con el cuerpo de su rehén. Los otros dos matones se acercaron lentamente hacia él, acechantes.

– Teniente, ahórranos la escena y entréganos lo que buscamos -murmuró una voz familiar a su espalda-. Estos hombres son honrados padres de familia.

Peake volvió la vista al encapuchado que sonreía en la penumbra a escasos metros de él. Algún día no muy lejano había aprendido a apreciar aquel rostro como el de un amigo. Ahora apenas podía reconocer en él a su asesino.

– Voy a volar la cabeza de este hombre, Jawahal -gimió Peake.

Su rehén cerró los ojos, temblando.

El encapuchado cruzó las manos pacientemente y emitió un leve suspiro de fastidio.

– Hazlo si te complace, teniente- replicó Jawahal-. Pero eso no te sacará de aquí.

– Hablo en serio -replicó Peake hundiendo la punta del cañón bajo la barbilla del matón.

– Claro, teniente- dijo Jawahal en tono conciliador-. Dispara si tienes el valor ne-cesario para matar a un hombre a sangre fría y sin el permiso de su majestad. De lo con-trario suelta el arma y así podremos llegar a un acuerdo provechoso para ambas partes.

Los dos asesinos armados se habían detenido y permanecían inmóviles, dispuestos a saltar sobre él a la primera señal del encapuchado, Peake sonrió.

– Bien -dijo finalmente-. ¿Qué te parece este acuerdo?

Peake empujó a su rehén al suelo y se volvió hacia el encapuchado con el revólver en alto. El eco del primer disparo recorrió el sótano. La mano enguantada del encapuchado emergió de la nube de pólvora con la palma extendida. Peake creyó ver el proyectil aplas-tado brillando en la penumbra y fundiéndose lentamente en un hilo de metal líquido que resbalaba entre los dedos afilados al igual que un puñado de arena.

– Mala puntería, teniente -dijo el encapuchado-. Vuélvelo a intentar, pero esta vez, más cerca.

Sin darle tiempo a mover un músculo, el encapuchado tomo la mano armada de Peake y llevó la punta de la pistola a su rostro, entre los ojos.

– ¿No te enseñaron a hacerlo así en la academia? -le susurró.

– Hubo un tiempo en que fuimos amigos -dijo Peake.

Jawahal sonrió con desprecio.

– Ese tiempo, teniente, ha pasado -respondió el encapuchado.

– Que Dios me perdone -gimió Peake, presionando de nuevo el gatillo.

En un instante que le pareció eterno, Peake contempló cómo la bala perforaba el cráneo de Jawahal y le arrancaba la capucha de la cabeza. Durante unos segundos, la luz atravesó la herida sobre aquel rostro congelado y sonriente. Luego, el orificio humeante abierto por el proyectil se cerró lentamente sobre sí mismo y Peake sintió que su revólver le resbalaba entre los dedos.

Los ojos encendidos de su oponente se clavaron en los suyos y una lengua larga y negra asomó entre sus labios.

– Todavía no lo entiendes, ¿verdad, teniente? ¿Dónde están los niños? No era una pregunta; era una orden. Peake, mudo de terror, negó con la cabeza.

– Como quieras.

Jawahal atenazó su mano y Peake sintió que los huesos de sus dedos estallaban bajo la carne. El espasmo de dolor le derribó al suelo de rodillas, sin respiración.

– ¿Dónde están los niños? -repitió Jawahal.

Peake trató de articular unas palabras, pero el fuego que ascendía del muñón ensan-grentado que segundos antes había sido su mano le había paralizado el habla.

– ¿Quieres decir algo, teniente? -murmuró Jawahal, arrodillándose frente a él.

Peake asintió.

– Bien, bien -sonrió su enemigo-. Francamente, tu sufrimiento no me divierte. Ayúdame a ponerle fin.

– Los niños han muerto -gimió Peake. El teniente advirtió la mueca de disgusto que se dibujaba en el rostro de Jawahal.

– No, no. Lo estabas haciendo muy bien, teniente. No lo estropees ahora.

– Han muerto -repitió Peake.

Jawahal se encogió de hombros y asintió lentamente.

– Está bien-concedió-.

No me dejas otra opción. Pero antes de que te vayas permíteme recordarte que, cuan-do la vida de Kylian estaba en tus manos, fuiste incapaz de hacer nada por salvarla. Hom-bres como tú fueron la causa de que ella muriera. Pero los días de esos hombres han aca-bado. Tú eres el último. El futuro es mío.

Peake alzó una mirada suplicante a Jawahal y, lentamente, advirtió que las pupilas de sus ojos se afilaban en un estrecho corte sobre dos esferas doradas. El hombre sonrió y con infinita delicadeza empezó a quitarse el guante que le cubría la mano derecha.