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Carter encendió la lamparilla de su escritorio e invitó a Vendela a que tomara asiento con un gesto.

– ¿Cuántos años llevamos juntos, Vendela? -preguntó Carter.

– Veintidós, Mr. Carter -precisó ella-. Más de lo que soporté a mi difunto esposo, que en gloria esté.

Carter rió la broma de Vendela.

– ¿Cómo ha conseguido aguantarme todo este tiempo? – invitó Carter-. No se reprima. Hoy es fiesta y me siento benevolente.

Vendela se encogió de hombros y jugueteó con una tira de serpentina escarlata que se había enredado en sus cabellos.

– La paga no está mal y los chicos me agradan.

¿No piensa bajar, verdad?

Carter negó lentamente.

– No quiero aguar la fiesta a los muchachos -explicó Carter-. Además, no sería capaz de soportar ni un minuto las bromas extravagantes de Ben.

– Ben está calmado esta noche -dijo Vendela-. Triste, supongo. Los chicos ya le han entregado a Ian su billete.

El rostro de Carter se iluminó. Los miembros de la Chowbar Society (cuya existencia clandestina, contra todo pronóstico, había sido largamente conocida por Carter) llevaban meses reuniendo dinero para adquirir un billete de barco a Southampton con el que se proponían obsequiar a su amigo Ian como despedida. Ian había manifestado su deseo de estudiar Medicina durante años y Carter, a sugerencia de Isobel y Ben, había escrito a varias escuelas inglesas recomendando al muchacho y auspiciando la concesión de una beca. La notificación de la beca había llegado un año atrás, pero el costo del viaje hasta Londres excedía todas las previsiones.

Ante el problema, Roshan sugirió organizar un robo en las oficinas de una compañía naviera a dos bloques del orfanato. Siraj propuso organizar una rifa. Carter extrajo una suma de su parca fortuna personal y Vendela hizo lo propio. No era suficiente.

Por ello, Ben decidió escribir un drama en tres actos titulado Los espectros de Calcuta (un fantasmagórico galimatías donde morían hasta los tramoyistas), el cual, con Isobel como primera figura en el papel de Lady Windmare, el resto del grupo en papeles secundarios y una puesta en escena subida de tono a cargo del propio Ben, se representó con notable éxito de público, aunque no de crítica, en diversas escuelas de la ciudad. Como resultado, se recaudó la suma restante para financiar el viaje de Ian. Tras el estreno, Ben se entregó a un encendido panegírico sobre el arte comercial y el infalible instinto del público para reconocer una obra maestra.

– Le saltaban las lágrimas al recibirlo -explicó vendala.

– Ian es un muchacho formidable, un tanto inseguro, pero formidable. Hará buen uso de ese billete y de la beca -afirmó Carter con orgullo.

– Preguntó por usted. Quería agradecerle su ayuda.

– ¿No le habrá dicho que puse dinero de mi bolsillo? -preguntó Carter, alarmado.

– Lo hice, pero Ben lo desmintió alegando que se había usted gastado todo el presupuesto de este año en deudas de juego -apuntó Vendela.

La algarabía de la fiesta seguía chispeando en el patio. Carter frunció el ceño.

– Ese muchacho es el diablo. Si no se marchase de aquí ya, le echaría.

– Usted adora a ese muchacho, Thomas -rió Vendela, incorporándose-. Y él lo sabe.

La enfermera se dirigió hacia la puerta y se volvió al llegar al umbral. No se rendía fácilmente.

– ¿Por qué no baja?

– Buenas noches, véndala -atajó Carter.

– Es usted un viejo soso.

– No toquemos el tema de la edad o me veré obligado a perder mi condición de caballero…

Véndala murmuró palabras ininteligibles ante la inutilidad de su insistencia y dejó a solas a Carter. El director del St. Patricks apagó de nuevo la luz de su escritorio y, sigilosamente, se acercó a la ventana a vislumbrar el escenario de la fiesta entre las rendijas de la persiana, un jardín de bengalas encendidas y la luz cobriza de los faroles que teñía rostros familiares y sonrientes bajo la luna llena. Carter suspiró. Aunque ninguno de ellos lo sabía, todos tenían un billete de ida a algún lugar, pero sólo Ian conocía el destino del suyo.

– Veinte minutos y será medianoche -anunció Ben.

Sus ojos brillaban mientras observaba las tracas de fuego dorado que esparcían una lluvia de briznas encendidas en el aire.

– Espero que Siraj tenga buenas historias para hoy -dijo Isobel examinando el fondo del vaso que sostenía al contraluz, como si esperase encontrar algo en él.

– Tendrá las mejores -aseguró Roshan-. Hoy es nuestra última noche. El fin de la Chowbar Society.

– Me pregunto qué será del Palacio -señaló Seth.

Ninguno de ellos se refería al caserón abandonado bajo otra denominación que aquélla desde hacía años.

– Adivina -sugirió Ben-. Una comisaría o un banco. ¿No es eso lo que construyen siempre que derriban algo en cualquier ciudad del mundo?

Siraj se había unido a ellos y consideró las funestas predicciones de Ben.

– Quizá abran un teatro -apuntó el enclenque muchacho mirando a su amor imposible, Isobel.

Ben puso los ojos en blanco y negó en silencio. En lo concerniente a adular a Isobel, Siraj no conocía los límites de la dignidad.

– Tal vez no lo toquen -dijo Ian, que había estado escuchando callado a sus amigos, disimulando sus ojeadas furtivas al dibujo que Michael estaba plasmando en una pequeña cuartilla.

– ¿De qué va la lámina, Canaleto? -inquirió Ben sin malicia en el tono de voz.

Michael alzó por primera vez los ojos de su dibujo y miró a sus amigos, que le observaban como si acabase de caer del cielo. Sonrió tímidamente y exhibió la lámina a su público.

– Somos nosotros -explicó el retratista residente del club de los siete muchachos.

Los seis miembros restantes de la Chowbar Society escrutaron el retrato durante cinco largos segundos envestidos en un silencio religioso. El primero en apartar sus ojos del dibujo fue Ben. Michael reconoció en el rostro de su amigo el impenetrable semblante que lucía cuando le azotaban sus extraños ataques de melancolía.

– ¿Ésa es mi nariz? -preguntó Siraj-. ¡Yo no tengo esa nariz! ¡Parece un anzuelo!

– No tienes otra cosa -precisó Ben, esbozando una sonrisa que no engañó a Michael, pero sí a los demás-. No te quejes; si te hubiese sacado de perfil, sólo se vería una línea recta.

– Déjame ver -dijo Isobel, haciéndose con el dibujo y estudiándolo detalladamente a la luz de un farol parpadeante-. ¿Así es como nos ves?

Michael asintió.

– Te has dibujado a ti mismo mirando en otra dirección que los demás -observó Ian.

– Michael siempre mira lo que los demás no ven -dijo Roshan.

– ¿Y qué has visto en nosotros que nadie más es capaz de observar, Michael? -preguntó Ben.

Ben se unió a Isobel y analizó el retrato. Los trazos del lápiz graso de Michael los habían situado juntos frente a un estanque donde se reflejaban sus rostros. En el cielo había una gran luna llena y, en la lejanía, un bosque que se perdía en la distancia. Ben examinó los rostros reflejados y difusos sobre la superficie del estanque y los comparó con los de las figuras que posaban frente a la pequeña laguna. Ni uno solo tenía la misma expresión que su reflejo. La voz de Isobel junto a él le rescató de sus pensamientos.

– ¿Puedo quedármelo, Michael? -preguntó Isobel.

– ¿Por qué tú? -protestó Seth.

Ben apoyó su mano sobre el hombro del fornido muchacho bengalí y le dirigió una mirada breve e intensa.

– Deja que se lo quede -murmuró.

Seth asintió y Ben le palmeó cariñosamente la espalda mientras observaba por el rabillo del ojo a una anciana dama elegantemente ataviada y acompañada por una joven de una edad similar a la suya y a la de sus amigos que cruzaba el umbral del patio del St. Patricks en dirección al edificio principal.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ian en voz baja junto a él.

Ben negó lentamente.

– Tenemos visita -apuntó sin apartar los ojos de aquella mujer y de la muchacha-. O algo parecido.

Cuando Bankim llamó a su puerta, Thomas Carter ya se había percatado de la llega-da de aquella mujer y su acompañante a través de la ventana desde la cual contemplaba la fiesta del patio. Encendió la luz del escritorio y ordenó a su ayudante que entrase.

Bankim era un joven de rasgos acusadamente bengalíes y ojos vivos y penetrantes. Tras crecer en el St. Patricks había vuelto como maestro de Física y Matemáticas al orfanato después de varios años de trabajo en diversas escuelas de la provincia. La afor-tunada resolución de la historia de Bankim era una de las excepciones con las que Carter alimentaba su moral año a año. Verle allí como adulto formando a otros jóvenes sentados en las aulas que él había compartido años atrás era la mejor recompensa que podía imaginar a su esfuerzo.

– Siento molestarle, Thomas -dijo Bankim-. Pero hay una dama abajo que afirma necesitar hablar con usted. Le he dicho que no estaba y que hoy celebrábamos una fiesta, pero no ha querido escucharme y ha insistido enérgicamente por no decir otra cosa.

Carter miró a su ayudante con extrañeza y consultó su reloj.

– Es casi medianoche -dijo-. ¿Quién es esa mujer?

Bankim se encogió de hombros

– No sé quién es, pero sé que no se marchará hasta que la reciba -contestó Bankim.

– ¿No ha dicho qué quería?