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La primera reunión, a las nueve de la mañana, tuvo lugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía acompañarla, había tenido que salir de Auxerre de urgencia, por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andaluza. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treintena de afiliados a una de las sociedades en que se habían fragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía un lindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapateros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otra burlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostumbrada a esos recibimientos desde que, meses atrás, comenzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeños grupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sin que le temblara la voz, demostrando mayor seguridad de la que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue desvaneciendo a medida que les explicaba cómo, uniéndose, los obreros conseguirían lo que anhelaban -derecho al trabajo, educación, salud, condiciones decentes de existencia-, en tanto que dispersos siempre serían maltratados por los ricos y las autoridades. Todos asintieron cuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido libro de Pierre-Joseph Proudhon ¿Qué es la propiedad? que, desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que hablar en París por su afirmación contundente: «La propiedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecieron fourieristas, venían preparados para atacada, con razones que Flora ya le había oído a Agricol Perdiguier: si los obreros tenían que sacar unos francos de sus salarios miserables para pagar las cotizaciones de la Unión Obrera ¿cómo llevarían un mendrugo a la boca de sus hijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia. Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejaban convencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concerniente al matrimonio.

– Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca. Eso no es cristiano, señora.

– Lo es, lo es -repuso, a punto de encolerizarse. Pero dulcificó la voz-. No es cristiano que, en nombre de la santidad de la familia, un hombre se compre una mujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia de carga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasa de tragos.

Como advirtió que abrían mucho los ojos, desconcertados con lo que oían, les propuso abandonar ese tema e imaginar juntos más bien los beneficios que traería la Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabajadores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. En esos locales modernos, aireados, limpios, sus niños recibirían instrucción, sus familias podrían curarse con buenos médicos y enfermeras si lo necesitaban o tenían accidentes de trabajo. A esas residencias acogedoras se retirarían a descansar cuando perdieran las fuerzas o fueran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos y cansados que la miraban se fueron animando, se pusieron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así, sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos asintieron.

Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tantos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían nada, carecían de curiosidad y estaban conformes con su vida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a luchar por sus hermanas y hermanos se les hacía cuesta arriba. La explotación y la miseria los habían estupidizado. A veces daban ganas de darle la razón a Saint-Simon, Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, sólo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiado los prejuicios burgueses! Les resultaba difícil aceptar que fuera una mujer -¡una mujer!- quien los exhortara a la acción. Los más despiertos y lenguaraces eran de una arrogancia inaguantable -se daban aires de aristócratas- y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Se había jurado que durante el año que duraría esta gira por Francia no daría pie, ni una sola vez, para merecer el apodo de Madame la-Colere con que, a causa de sus rabietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Al final, los treinta zapateros prometieron que se inscribirían en la Unión Obrera y que contarían lo que habían oído esta mañana a sus compañeros carpinteros, cerrajeros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas curvas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña plaza con cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brotadas, a un grupo de niñas que jugaban, formando unas figuras que sus carreras hacían y deshacían. Se detuvo a observarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tu madre, habías jugado en los jardines de Vaugirard con amiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña de don Mariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?» «No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, el año 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, de pronto, se encontró con un grupo de niños y niñas que correteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Es aquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Ese juego que creías francés resultó también peruano. Bueno, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración universal llegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a sus dos hijos, Aline y Ernest-Camille.

Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un programa preciso: reuniones con obreros, los periódicos, los propietarios más influyentes y, por supuesto, las autoridades eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que, contrariamente a lo que se decía de ella, su proyecto no presagiaba una guerra civil, sino una revolución sin sangre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraternidad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al traer la justicia y la libertad a los pobres ya las mujeres, impediría los estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosas seguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a continuar engordando un puñadito de privilegiados gracias a la miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la esclavitud, abolida para los hombres, continuaría para las mujeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses y curas sus argumentos los convencían.

Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico, pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y ningún periódico. Los burgueses de aquí eran unos ignorantes crasos.

En la catedral, tuvo una conversación que terminó en pelea con el párroco, el padre Fortin, un hombrecillo regordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, aliento fuerte y sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacada de sus casillas. («No puedes con tu genio, Florita.»)

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la catedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo bien puesta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, la guió cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró un cuarto de hora en recibida. Cuando se apareció, su físico rechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispusieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Esforzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de su venida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de Unión Obrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, primero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el mundo, forjaría una humanidad verdaderamente cristiana, impregnada de amor al prójimo. Él la miraba con una incredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin en espanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida la Unión Obrera, los delegados irían a presentar a las autoridades -incluido el propio rey Louis-Philippe- sus demandas de reforma social, empezando por la igualdad absoluta de derechos para hombres y mujeres.

– Pero, eso sería una revolución -musitó el párroco, echando una lluviecita de saliva.

– Al contrario -le aclaró Flora-. La Unión Obrera nace para evitada, para que triunfe la justicia sin el menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habría más muertos que en 1789. ¿No conocía el párroco, a través del confesionario, las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos de miles, millones de seres humanos, trabajaban quince, dieciocho horas al día, como animales, y que sus salarios ni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos? ¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en la iglesia, cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas, explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hijos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros. Si eso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión de odio. La Unión Obrera nacía para prevenida. La Iglesia católica debía ayudarla en su cruzada. ¿No querían los católicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso, había coincidencia total entre la Iglesia y la Unión Obrera.

– Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moral cristianas guían todas mis acciones, padre -le aseguró.

Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sí cristiana, la carita redonda del padre Fortin palideció. Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso, significaba que la señora era protestante. Flora le explicó que no: creía en Jesús pero no en la Iglesia, porque, en su criterio, la religión católica coactaba la libertad humana debido a su sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocaban la vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científicas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como símbolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que habían hecho de la mujer poco menos que una esclava.