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– Vaya, vaya, pastor, y no se preocupe. Ahora me encuentro bien.

Quiso hacerle una broma «‹Muriéndome, derrotaré a Claverie, pastor, pues no le pagaré la multa ni podrá meterme preso»), pero ya se había quedado solo. Un rato después, los gatos salvajes habían vuelto y merodeaban por el estudio. Pero también estaban allí los gallos salvajes. ¿Por qué no se comían los gatos a los gallos? ¿Habían vuelto de veras o era una alucinación, Koke? Porque, desde hacía algún tiempo, se había esfumado aquella frontera que, antes, separaba de manera tan estricta el sueño y la vida. Esto que estabas viviendo ahora es lo que siempre quisiste pintar, Paul.

En ese tiempo sin tiempo, estuvo repitiéndose, como uno de esos estribillos con que rezaban los budistas caros al buen Schuff:

Te jodí elaveríe Me morí Te jodí

Sí, lo jodiste: no pagarías la multa ni irías a la cárcel. Ganaste, Koke. Confusamente, le pareció que uno de esos criados ociosos que casi nunca comparecían ya en La Casa del Placer, acaso Kahui, se acercaba a olfateado ya tocado. Y lo oyó exclamar: «El popa a ha muerto», antes de desaparecer. Pero no debías estar muerto aún, porque seguías pensando. Estaba tranquilo, aunque apenado de no darse cuenta si era día o noche.

Por fin, oyó voces en el exterior: «¡Koke! ¡Koke! ¿Estás bien?». Tioka, sin la menor duda. Ni siquiera hizo el esfuerzo de intentar responderle, pues estaba seguro de que su garganta no emitiría sonido alguno. Adivinó que Tioka escalaba la escalerilla del estudio y el rumor de sus pies descalzos en la madera del piso. Muy cerca de su cara, vio la de su vecino, tan afligida, tan descompuesta, que sintió infinita compasión por el dolor que le causaba. Intentó decirle: «No te pongas triste, no estoy muerto, Tioka». Pero, por supuesto, no salió de tu boca ni una sílaba. Intentó mover la cabeza, una mano, un pie, y, por supuesto, no lo conseguiste. De manera muy borrosa, a través de sus pupilas entrecerradas, advirtió que su hermano de nombre había empezado a golpearle la cabeza, con fuerza, rugiendo cada vez que descargaba un golpe. «Gracias, amigo.» ¿Trataba de sacarte la muerte del cuerpo, según algún oscuro rito marquesano? «Es en vano, Tioka.» Hubieras querido llorar de lo conmovido que estabas, pero, por supuesto, no salió una sola lágrima de tus ojos resecos. Siempre de esa manera incierta, lenta, fantasmal en que todavía percibía el mundo, advirtió que Tioka, después de golpearle la cabeza y tironearle los cabellos para traerlo a la vida, desistía de su empeño. Ahora se había puesto a cantar, a ulular, con amarga dulzura, junto a su cama, a la vez que, sin moverse del sitio, se balanceaba sobre sus dos piernas, ejecutando, a la vez que cantaba, la danza con la que los maoríes de las Marquesas despedían a sus muertos. ¿Tú no eras un protestante, Tioka? Que, debajo del evangelismo que profesaba en apariencia su vecino, anidara siempre la religión de los ancestros, te causó alegría. No debías estar muerto aún, pues veías a Tioka velándote y despidiéndote, ¿verdad, Koke?

En ese tiempo sin tiempo que era el suyo ahora, guiados por el criado Kahui, entraron al estudio el obispo de Hiva Oa, monseñor Joseph Martin, y sus escoltas, dos de los religiosos de esa congregación bretona, los hermanos de Ploermel, que regentaban el colegio de varones de la misión católica. Tuvo el pálpito de que los dos hermanos se santiguaron al vedo, pero el obispo no. Monseñor Martin se inclinó y lo observó, largo rato, sin que la expresión que avinagraba su cara se atenuara un ápice con lo que veía.

– Qué pocilga es esto -lo oyó decir-. Y qué pestilencia. Debe de llevar muerto muchas horas. El cadáver hiede. Hay que enterrado cuanto antes, la podredumbre puede desencadenar una infección.

Él no estaba muerto aún. Pero ya no veía, porque alguno de los presentes le había cerrado los párpados o porque la muerte ya había comenzado, por sus ojos de pintor. Pero oía, sí, con bastante claridad lo que decían a su alrededor. Oyó a Tioka explicar al obispo que ese hedor no provenía de la muerte sino de las piernas infectadas de Koke, y que su fallecimiento era reciente, pues hacía menos de dos horas había estado conversando con él y con el pastor Paul Vernier. Poco o mucho después el jefe de la misión protestante entraba también al estudio. Fuiste consciente (¿o era la última fantasía, Koke?) de la frialdad con que se saludaron los enemigos encarnizados en lucha permanente por las almas de Atuona, y, aunque no sintió nada, supo que el pastor estaba tratando de hacerle la respiración. artificial. El obispo Martin lo reprendió con sarcasmo:

– Pero, qué hace usted, hombre de Dios. ¿No ve que está muerto? ¿Cree que va a resucitado?

– Es mi obligación intentado todo, para conservarle la vida -respondió Vernier.

Casi inmediatamente después la tensa, frenada hostilidad entre el obispo y el pastor estalló en abierta guerra verbal. Y, aunque cada vez más lejos, cada vez más débil (se te empezaba a morir también la conciencia, Koke), conseguía siempre oídos, pero apenas le interesaba lo que discutían. Y, sin embargo, era una disputa que, en otras circunstancias, te hubiera divertido muchísimo. El obispo, indignado, había ordenado a los hermanos de Ploermel que arrancaran del tabique esas inmundas imágenes obscenas, para quemadas. El pastor Vernier alegaba que aquellas fotos pornográficas, por más que constituyeran una ofensa al pudor y la moral, pertenecían a los bienes patrimoniales del difunto y la leyera la ley: nadie, ni siquiera la autoridad religiosa, podía disponer de ellas sin una previa sentencia judicial. Inesperadamente, la desagradable voz del gendarme Jean-Paul Claverie -¿en qué momento había entrado este odioso individuo a La Casa del Placer?- vino en ayuda del pastor:

– Me temo que así sea, Su Ilustrísima. Mi obligación es hacer un inventario de todas las pertenencias del difunto, incluso de esas asquerosidades de la pared. No puedo autorizar que usted las queme o se las lleve. Lo siento, Su Ilustrísima.

El obispo no dijo nada, pero esos ruidos debieron ser un bufido, un gruñido, una protesta de sus vísceras ofendidas, ante este obstáculo imprevisto. Casi sin transición, estalló una nueva disputa. Cuando el obispo comenzó a dictar instrucciones para el entierro, el pastor Vernier, con energía inusual dado su natural discreto y conciliador, se opuso a que el fallecido fuera enterrado en el cementerio católico de Hiva Oa. Alegaba que las relaciones de Paul Gauguin con la Iglesia católica estaban cortadas, eran inexistentes, incluso hostiles, desde hacía tiempo. El obispo, subiendo la voz hasta los gritos, respondía que el difunto, cierto, había sido un pecador notorio y una iniquidad social, pero católico de origen. Y, por tanto, sería enterrado en tierra consagrada, pesare a quien pesare, y no en el cementerio pagano. El griterío continuó, hasta que el gendarme Claverie intervino, diciendo que, como autoridad política y civil de la isla, a él le tocaba elegir. No lo haría de inmediato. Prefería que los ánimos se apaciguaran y sopesar con calma los pros y los contras de la situación. Lo decidiría en el curso de la noche.

A partir de allí, ya no vio ni oyó ni supo nada, porque te habías acabado de morir del todo, Koke. No supo ni vio que el obispo Joseph Martin se salía con la suya, en las dos controversias que lo enfrentaron a Vernier, junto al cadáver todavía caliente de Paul Gauguin, aunque los métodos de que se valió para ello no fueran los más apropiados según la legalidad ni la moral vigentes. Porque, aquella noche, cuando en La Casa del Placer sólo moraba el cadáver de Koke y, tal vez, algunos gallos y gatos salvajes intrusos, mandó robar las cuarenta' y cinco fotos pornográficas que adornaban el estudio, para quemadas en una pira inquisitorial, o, acaso, para conservarlas a ocultas, y probarse, de cuando en cuando, la firmeza de ánimo y su capacidad de resistencia a la tentación.

Tampoco vio ni oyó ni supo que, antes de que el gendarme Jean-Paul Claverie decidiera el lugar del entierro, el obispo Martin, al amanecer del 9 de mayo de 1903, envió, al mando de un curita de la misión católica, a cuatro cargadores indígenas, a meter el cadáver del difunto en un ataúd de tablas toscas suministrado por la propia misión, y a llevarlo deprisa, cuando los habitantes de Aruona empezaban a desperezarse en sus cabañas y a despedirse con bostezos del sueño, a la colina de Make Make, y enterrado a la carrera en una de las tumbas del cementerio católico, ganando así un punto -un cadáver o un alma en su pugna con el adversario protestante. De modo que, cuando el pastor Vernier, acompañado de Ky Dong, Ben Varney y Tioka Timote se presentó, a las siete de la mañana, en La Casa del Placer, para enterrar a Koke en el cementerio laico, se encontró con el estudio vacío y la noticia de que los restos de Koke reposaban ya bajo tierra en el lugar decidido por monseñor Martin.

No vio ni oyó ni supo que su único epitafio fue una carta del obispo de Hiva Oa a sus superiores, que, con el correr de los años, Koke ya famoso, alabado y estudiado y sus cuadros disputados por coleccionistas y museos en el mundo entero, todos sus biógrafos citarían como símbolo de lo injusta que es a veces la suerte con los artistas que sueñan con encontrar el Paraíso en este terrenal valle de lágrimas: «Lo único digno de anotarse últimamente en esta isla ha sido la muerte súbita de un individuo llamado Paul Gauguin, un artista reputado pero enemigo de Dios y de todo lo que es decente en esta tierra».