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Joder, joder, joder, ¿qué hago? El dueño de la casa jugó, Massaro dijo que se iba y yo, que no tenía tanto dinero. ¿Tenían problema en fiarme? Francesco dijo que no tenían problema. El otro hizo un movimiento de cabeza. Tal vez no lo veía claro, pero no supo cómo decirlo. Puse en el medio todo lo que me quedaba y anotamos en una hoja mi deuda con el pozo. Luego Francesco dio cartas por penúltima vez. As de corazones para mí, tercer diez para el rubio. Siete para Francesco.

– Quinientas mil -dijo el rubio.

Francesco se retiró y yo dije que debía pensarlo. En realidad trataba de salir de un pozo de auténtico terror. ¿Y si su carta cubierta fuera un cuarto diez? Tenía ahorros en el Banco, pero me parecía una locura tirarlos de ese modo. ¿Por qué coño vine? ¿Por qué? Miré alrededor y, por un instante, encontré los ojos de Francesco.

Movió la cabeza imperceptiblemente como para decirme que jugara. Aparté enseguida la mirada, temiendo que los otros se hubieran dado cuenta de aquel gesto. No lo habían notado y entonces jugué, anotando mi enorme deuda en la hoja.

Las últimas dos cartas se deslizaron por la mesa. Rey para el rubio.

La cuarta dama para mí.

Estaba convencido de que podían oír mi corazón que latía salvajemente. Coño, tenía póquer de damas y por lo tanto casi seguramente había ganado. Ahora rogaba que la carta tapada del rubio fuera el cuarto diez o, por lo menos, un rey. Porque habría jugado a toda costa y yo entonces habría ganado. Creí que me estaba volviendo loco en mi esfuerzo por controlarme. Me parecía que una droga me corría por las venas. Era como tener un orgasmo sin fin.

Habló el rubio. Y por la manera en que lo hizo estuve seguro de que tenía póquer o full. Y que estaba convencido de ganar y hacerme pedazos.

– Un millón. -Mientras lo decía me parecía irreal aquel sonido en mi boca y todavía más en el aire lleno de humo, entonces casi palpable, de aquella cocina. ¿Qué era un millón? Era una entidad irreal. Hasta hacía pocos minutos era una entidad irreal para mí, y ahora se estaba transformando en algo concreto. Multiplicable.

– ¿Tienes ese dinero? -preguntó el dueño de la casa con una nota de desprecio en la voz.

Sentí que la sangre se agolpaba violentamente en mis mejillas. Sentí vergüenza y rabia porque me estaba tratando de miserable, y me invadió una especie de temor furioso. Que intentara impedirme jugar porque no tenía el dinero. Hice un esfuerzo para controlar la voz.

– Ya dije que no lo tengo aquí.

– Me firmas un pagaré.

– Por supuesto, si pierdo te firmo un pagaré. -Habría querido agregar: ¿si pierdes tú vale lo mismo o me lo das al contado? ¿O un cheque? Pero no dije nada por temor de alarmarlo y que no jugara.

– Está bien. Un millón más otro millón. -El muy capullo estaba tan malditamente seguro de ganar con su póquer de diez. No dije de inmediato que iba a ver. Después de la última apuesta me había vuelto paciente de improviso. Una especie de regocijo tranquilo y feroz. Quería disfrutar de aquella sensación durante algunos segundos. Miré alrededor y me pareció notar una ligerísima sonrisa en los labios de Francesco.

– Veo -dije al fin.

– Debajo está el cuarto rey. Así que si no tienes la cuarta dama…

Di la vuelta a la carta cubierta antes de hablar.

– Tengo la cuarta dama.

Se quedó inmóvil, con los ojos fijos en la carta que había girado. No podía creerlo. Era imposible que hubiera dos póqueres servidos en una mesa de teresina.

Ni siquiera yo podía creerlo.

– ¡Qué buena mano! -dijo alegremente Francesco, y el otro se volvió para mirarlo con auténtico odio.

Yo tenía una expresión angelical y me preguntaba cómo me pagaría todo aquel dinero. Tomé lo que había en el pozo y en la hoja firmamos la deuda por la enorme cantidad de la apuesta acordada sólo de palabra.

A la hora fijada para terminar, el rubio había recuperado un poco, pero de todos modos estaba perdiendo varios millones. Yo era prácticamente el único ganador. Pensé que sería elegante decir que, si por mí hubiera sido, podíamos seguir jugando. Antes de que Roberto pudiera hablar intervino Francesco. Lo sentía pero no podía quedarse hasta muy tarde porque a la mañana siguiente tenía un compromiso. Nos vimos obligados a dejarlo porque no podíamos jugar sólo tres.

El rubio me firmó un cheque por tres millones setecientos mil. Francesco me dio doscientos mil en efectivo. Massaro me dio más o menos lo mismo.

En el momento de irnos -era un joven bien educado-, agradecí la hospitalidad y, mientras hablaba, me daba cuenta de que la estaba haciendo buena. Como si encima de haber ganado ese montón de dinero quisiera además tomarles el pelo.

Tal vez, sin embargo, pensándolo bien, quería tomarles el pelo.

Roberto no dijo nada. Massaro tampoco, aunque no había abierto la boca en toda la noche. Los dos tenían la cara lívida. Parecía que no lograban darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Francesco dijo que organizaría la revancha y nos fuimos.

Eran las dos de la madrugada y estaba seguro de que no podría conciliar el sueño con facilidad. Cuando Francesco me preguntó si tenía ganas de ir a tomar algo, dije que sí. Por otra parte, me tocaba pagar a mí, con todo lo que había ganado.

Era verdad, me tocaba a mí, dijo él con una sonrisa extraña.

6

Habíamos ido a una especie de piano-bar, el Dirty Moon, donde se tocaba música en vivo y permanecía abierto hasta el alba. Pedimos capuchinos, cruasanes calientes de chocolate recién llegados de la pastelería, y nos sentamos a una mesita en el fondo del local.

– ¿Era tu noche, eh? -dijo Francesco, con un deje indescifrable en la voz.

– Sin duda. Nunca más me ocurrirá algo así. ¿Te das cuenta? Dos póqueres servidos en teresina. Y el mayor para mí.

– ¿Por qué no tendría que volver a ocurrirte?

– Bueno, creo que una potra como la de hoy es irrepetible.

– La vida está llena de sorpresas, ¿sabes? -dijo en tono vago y una expresión extraña. Luego se levantó, fue a la barra del bar y volvió con una baraja de cartas francesas. Sacó las cartas hasta el seis, mezcló y empezó a distribuir como si en la mesa fuéramos cuatro y debiéramos jugar. Al póquer. Cuando tuve ante mí las cinco cartas cubiertas me dijo que las mirase.

– ¿Para qué?

– Mira tus cartas. Hagamos como si tuviéramos que jugar otra mano.

Las miré. Eran cuatro damas y el as de corazones. Me quedé paralizado mientras él daba la vuelta a las cartas que había distribuido a los otros jugadores imaginarios. Uno de los dos fantasmas tenía póquer de diez.

– ¿Qué… qué coño significa? -casi balbuceé en voz baja, después de mirar a mi alrededor.

– La suerte es una entidad mudable. Es elástica. También acepta hacer favores, si sabes cómo pedir.

– ¿Estás diciendo que esta noche hiciste trampa?

– Hacer trampa es una expresión que no me gusta. Digamos…

– ¿Qué coño digamos? ¿Qué coño dices? Hiciste trampa y me hiciste ganar todo ese dinero.

– Te ayudé. Tuviste un par de cojones para seguir jugando aunque era peligroso. Era como una especie de experimento.

– ¿Me estás diciendo que hiciste un experimento y ahora tengo en el bolsillo cuatro millones por una estafa? ¿Me estás diciendo eso? Debes de estar loco. Me metiste en medio de una estafa. Maldito seas, me metiste en medio de una jodida estafa. Y sin decirme nada. Joder, yo tendría que haber decidido si quería convertirme en un fullero de un día para otro.

Hablaba con rabia, aunque siempre en voz baja. Él no reaccionó y no se inmutó. Sólo borró la sonrisa irónica que asomaba en sus labios y asumió una expresión muy seria. Y honesta. Ya sé que parece absurdo, pero es lo que pensé entonces.

– Lo siento. Creo que debías saber de dónde venía ese dinero. Quiero decir: cómo lo conseguiste. Si piensas que es inmoral puedes devolver el cheque o simplemente no cobrarlo. Ese cheque proviene de una trampa, es verdad, así que si no quieres tener nada que ver con eso, sácalo de la billetera y rómpelo. La decisión debe ser sólo tuya.