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Y después me di cuenta de algo más turbador que todo lo demás.

Quería hacerlo de nuevo.

Francesco me leyó el pensamiento.

– ¿Te interesa otra partida dentro de unos días? Al cincuenta por ciento.

– Perdona, pero ¿por qué? ¿Para qué me necesitas?

Me lo explicó. No se puede hacer trampas solo, y menos en el póquer. En una mesa seria, si ganas siempre -y ganas mucho- cuando eres el que da cartas, los demás no tardan en darse cuenta y sospechar. El compinche es tan importante como el prestidigitador. Uno prepara las cartas, el otro cobra y todos contentos. Es decir, en realidad no todos están contentos, pero piensan que es sólo una maldita y absurda mala suerte. Como Roberto y Massaro.

Brevemente, Francesco me explicó cómo funcionaba. En la mesa el compinche debe actuar de tonto o de fanfarrón, que en el póquer es lo mismo. Es posible ganar una buena mano o ganar muchos pozos pequeños, según como sea la noche. Es importante que el prestidigitador pierda algo y que la ganancia del compinche parezca la clásica y descarada fortuna del aficionado. Etcétera, etcétera.

Cuando terminó, hice la pregunta que me quemaba:

– ¿Por qué justamente yo?

Me miró en silencio. Luego desvió la mirada, tomó un cigarrillo, lo golpeteó en la mesa sin encenderlo. Luego volvió a mirarme, todavía en silencio. Al fin habló y parecía ligeramente incómodo.

– Por regla general no me fío de las intuiciones y trato de reprimirlas. En este caso tuve la intuición de que tú eras la persona adecuada, que podrías entender. ¿Leíste Demian?

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Lo había leído y, si quería convencerme, había tocado la tecla justa. Continuó sin que yo dijera nada.

– En resumen, hice algo que por costumbre no hago. O sea una apuesta basada en una intuición. ¿Entiendes?

Estaba diciendo que confiaba en mí. Por algo especial que yo tenía.

Bastaba.

Sin duda era obvio que antes de mí algún otro había interpretado el papel de compinche. Estaba sustituyendo a alguien. Pero Francesco no habló de eso y yo, aquella noche, no pregunté nada.

Salimos del Dirty Moon cuando el barman y el único camarero estaban comenzando a colocar las sillas sobre las mesas.

Fuera ya había un alba violácea de enero.

7

Iba a casa de Giulia casi todas las noches. Cuando terminaba de estudiar o cuando el día había transcurrido sin que hubiera hecho algo útil. Sucedía así. En aquellas ocasiones me acometía una especie de frenesí ligero y desagradable. Una sensación física, un hormigueo en los brazos y los hombros. Una molestia consciente de la ropa sobre la piel, de la respiración, de los latidos del corazón apenas acelerados.

Salía, y caminar por la ciudad con un fin calmaba un poco aquella especie de ansia.

Giulia estaba siempre en casa, estudiando con su amiga Alessia. Giulia y Alessia eran iguales. Las dos buenas y estudiosas. Iguales familias acomodadas de profesionales, igual existencia cómoda y sólida. Casas en el centro de Bari, amuebladas con piezas costosas estilo años setenta, casas de veraneo en Rosa Marina, club de tenis y todo lo demás. Yo entraba en aquel mundo como un viajero extranjero, ajeno al ambiente y curioso. Mi familia pertenecía a otro mundo. El Partido, la vida política, el desprecio por aquella burguesía opulenta y contumaz. El sentimiento orgulloso y un poco esnob de ser una minoría y de querer permanecer como tal. Mi hermana también era así.

Yo, sin embargo, siempre había sentido curiosidad por aquel mundo diferente. Y a la curiosidad se mezclaba una especie de envidia. Por una vida que parecía más fácil, menos problemática; no marcada por un ejercicio, a veces obsesivo, del sentido crítico.

Así fue como, cuando empecé a salir con Giulia, empezó al mismo tiempo una exploración con todas las de la ley.

Me gustaba entrar en aquellas casas y contemplar las vidas de aquellas personas, participar en sus rituales; circular entre ellas sin mezclarme nunca verdaderamente. Era un juego de actuación, de mimetismo. Fue un juego divertido durante algunos meses, justo el tiempo de darme cuenta.

Llegaba a casa de Giulia en el momento preciso en que terminaban de estudiar. Nos quedábamos charlando en la gran cocina. La madre se asomaba de regreso de sus incursiones vespertinas por los negocios, boutiques, peluquerías y esteticistas y a menudo se quedaba con nosotros hasta que se daba cuenta de que se le hacía tarde para algo. Una partida de buraco, una cena, el teatro y así sucesivamente. Salía casi todas las noches mientras el padre permanecía hasta tarde en el piso vecino donde tenía el consultorio y pasaba todo el tiempo. Casi nunca lo veíamos.

Nosotros nos quedábamos a menudo en la casa. A veces Giulia y yo solos, a veces venía algún amigo -sus amigos- y preparábamos espaguetis o una ensalada. En general, los fines de semana salíamos todos juntos, al cine y después a alguna pizzería.

No recuerdo de qué hablábamos todas aquellas noches transcurridas en la cocina de la casa De Cesare, entre hileras de sartenes costosas colgadas en exhibición, inmersos en aquella luz nítida y en aquel olor limpio y confortable de la casa y comida fresca y jabones caros y piel.

Lo que más me gustaba al llegar a aquella casa era el olor agradable, bueno y tranquilizador. Y a veces me preguntaba qué olor se sentía al entrar en mi casa y qué comunicaba a los demás aquel olor que yo no podía percibir.

La noche siguiente a la partida de póquer con Roberto y Massaro, llegué a casa de Giulia antes del horario acostumbrado. Por la mañana, después de cobrar mi parte de las ganancias, le había comprado una cartera para hacerme perdonar la discusión de la noche anterior y para acallar mi vago sentimiento de culpa.

Le di mi regalo y ella lo abrió, un poco sorprendida. Cuando vio lo que era me miró muy asombrada porque era una cartera cara y no había ningún motivo para un regalo tan importante.

– Me gustaría tener un novio así -suspiró Alessia, yéndose.

Cuando nos quedamos solos le conté a Giulia lo que había pasado. La parte que se podía contar, por supuesto. Había jugado al póquer, había tenido una suerte increíble y había ganado un montón de dinero. Más o menos eso.

– ¿Cuánto ganaste? -me preguntó abriendo mucho los ojos y estirando la cabeza hacia mí como para estar segura de haberlo entendido bien.

– Algunos millones, ya te lo dije. -Me daba cuenta instintivamente de que era mejor no ser muy exacto.

– ¿Algunos millones? ¿Pero estás loco? ¿Dónde fuiste a jugar?

No estaba enfadada sino incrédula y estupefacta.

– Fui a casa de uno… un amigo de Francesco Carducci.

– Ah, te hiciste amigo justamente de Francesco Carducci. Primero peleáis juntos, después hacéis de tahúres. ¿Ahora irás a trabajarte las señoras con él? ¿Debo decirle a mi madre que tenga cuidado cuando andas por ahí?

– Me invitó a jugar, le faltaba el cuarto. Ya te lo dije ayer, cuando te enfadaste.

– No me dijiste quién te había invitado a jugar.

– Bueno, como ves, no había nada que esconder. Hasta cierto punto era una partida del todo normal. Luego sucedió esa mano increíble con dos póqueres servidos. Yo no forcé el juego pero fue así.

Mientras contaba aquello de aquel modo, tenía la neta percepción de que mi vida se estaba partiendo por la mitad. Una parte normal y otra zona de sombra de la que no habría podido hablar con nadie. En aquel momento supe que tenía una doble vida.

Y pensé que me gustaba.

– ¿Puedes explicarme cómo os hicisteis amigos?

– No nos hemos hecho amigos, y, de todos modos, no veo en ello nada de malo ni de extraño. -Sentía una tensión inusual en mi voz mientras pronunciaba aquella frase para defender a Francesco del prejuicio implícito en las palabras de Giulia. Y me di cuenta de que tampoco en ese momento era sincero con ella. Me había vuelto en verdad amigo de Francesco y quería que él se convirtiese en mi amigo, pensé mientras continuaba hablando.