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De nuevo el resplandor de un relámpago ardió en el cielo y ella vio la inmensidad del mar, mucho más cerca de lo que había imaginado. El poder y la ferocidad que poseía eran aterradores, pero también era precioso. Emily sintió algo parecido al duelo cuando la llamarada se extinguió y de nuevo no pudo ver nada más que el bamboleo amarillo de los faroles, el bajo de una falda, la pernera de un pantalón, y debajo, el movimiento oscilante de la arena y la hierba. Varios hombres llevaban cuerdas muy largas y ella se preguntó para qué.

Se colocaron en línea a lo largo de la playa, algunos tan cerca de la furia blanca del agua que no se atrevía a mirar. ¿Qué podían hacer? Ni el barco más potente del mundo resistiría en un mar como aquel. Antes de que se adentraran apenas cincuenta metros, los haría pedazos, los volcaría y los arrastraría hasta el fondo. Eso no ayudaría a nadie.

Miró a Maggie.

Ella tenía la cara orientada hacia el mar, pero incluso bajo el reflejo oscilante del farol, Emily vio el miedo en sus ojos muy abiertos, en los músculos prietos de su mandíbula, en su respiración agitada.

Dirigió la mirada hacia la orilla y bajo el siguiente relámpago vio la esbelta figura del padre Tyndale, el último hombre de la fila.

– Le llevaré un poco de pan y whisky al padre -propuso Emily-. ¿O él no…?

Maggie se esforzó en sonreír.

– Oh, no le importará lo más mínimo -le aseguró-. Debe de tener el frío metido en los huesos como los demás.

Con una fugaz sonrisa, Emily echó a andar arrastrando los pies sobre la arena fina, contra el viento que la empujaba hacia atrás y hacia delante, hasta el punto de dejarla dolorida en medio de aquel ruido ensordecedor. Calculó dónde estaba por la pendiente de la costa, y cada vez que el viento la rociaba y la dejaba empapada, trepaba un poco. El ruido de las olas silenciaba los truenos, pero cuando caía un relámpago iluminaba toda la costa con una espantosa claridad espectral.

Alcanzó al padre Tyndale, y le gritó justo cuando otra ola enorme rugió y la silenció por completo. Ella le tendió el whisky y el paquete de pan. Él le sonrió y lo aceptó, se lo bebió, y cuando el fuego del alcohol le golpeó la garganta se estremeció. Deshizo el paquete de pan y se lo comió con ganas, haciendo caso omiso de las salpicaduras del mar y de las ráfagas de viento que debieron de dejarlo empapado. Ni siquiera bajo la asfixiante oscuridad que reinaba entre los relámpagos parecía haber apartado los ojos del mar.

Emily volvió a mirar hacia el lugar de donde había llegado y vio la hilera de faroles, firmes, como si los sujetaran con fuerza. Todos parecían inmóviles. Ella no tenía ni idea de qué hora era, ni del tiempo que había pasado desde que se había despertado y había visto el barco.

¿Todos los inviernos pasaba lo mismo? ¿Por eso habían hablado de la tormenta con tanto temor, por esas noches esperando que el mar vomitara a sus muertos? ¿Quizá gente de los pueblos de alrededor, que ellos conocían?

El viento no había amainado en absoluto, pero ahora había treguas entre el relámpago y el siguiente trueno. La tormenta estaba pasando muy lentamente.

Entonces, después de los destellos de tres relámpagos, unos hombres levantaron muy alto en el aire dos de los faroles y los agitaron como una especie de señal. El padre Tyndale cogió a Emily del brazo y tiró de ella mientras echaba a correr por la arena, intentando mantener el equilibrio. Ella le siguió con dificultad, sujetando el farol.

Cuando llegaron al lugar donde se había dado la señal, ya había cuatro hombres encordados, y el que iba primero luchaba para avanzar entre las olas y adentrarse en el mar, maltrecho, zarandeado, pero con cada resplandor de luz se le veía más adentro.

La espera se hacía interminable, pero de hecho probablemente apenas habían pasado diez minutos cuando los demás empezaron a tirar de la cuerda y a subirle otra vez a la playa sobre la orilla cubierta de manojos de algas. Las mujeres se apiñaron, los faroles crearon una franja de luz sobre los hombres empapados, que fueron arrastrados a la playa uno por uno, exhaustos, y cayeron de rodillas antes de intentar recuperar el aliento y volver de nuevo a ayudar a los que se habían quedado atrás.

El último hombre, Brendan Flaherty, llevaba a un hombre en los brazos. Otros se acercaron a ayudarle, y él avanzó trastabillando por la arena para depositarlo con cuidado fuera del alcance del mar. El padre Tyndale le dio una palmada el hombro, gritó algo que se perdió en el viento y el rugido del agua, y luego se arrodilló junto al cuerpo.

Emily observó las caras de los aldeanos que se pusieron en círculo; el destello amarillo de los faroles mostraba un claroscuro de sus facciones, pelo húmedo y agitado por el viento, y de los ojos oscuros. Vio la piedad que surgía de la consciencia de la muerte y la pérdida pero, por encima de todo, volvió a conmoverla la sensación de miedo que lo impregnaba todo.

Bajó la mirada hacia el cuerpo. Era un hombre joven, de unos treinta años. Tenía la piel de color ceniza, algo azulada alrededor de los labios y las cuencas de los ojos. A la luz del farol, su cabello parecía oscuro, pegado a la cabeza y caído sobre la frente. Era bastante alto, parecía esbelto y llevaba una chaqueta de marinero y unos pantalones burdos. Y por encima de todo era guapo. Tenía cara de soñador, de ser un hombre con todo un mundo en la cabeza.

Emily quería preguntar si había muerto, imaginando a su pesar cómo había sucedido, pero temía la respuesta. Observó el círculo de caras que la rodeaban; una por una. Estaban inmóviles, agarrotadas por la compasión y, sobre todo, por el horror.

– ¿Le conocen? -preguntó Emily, y una repentina tregua del viento hizo que pareciera que les estaba gritando.

– No -contestaron ellos-. No…

Y sin embargo estaba convencida de que ellos estaban mirando algo que en parte esperaban ver. No expresaban sorpresa, ni desconcierto, solo una certeza terrible.

– ¿Está muerto? -le preguntó al padre Tyndale.

– No -contestó este-. Ven, Fergal, ayúdame a cargármelo al hombro, y le llevaré a casa de Susannah. Tenemos que conseguir que se seque y entre en calor. Maggie, ¿tú te quedarás con él? ¿Y la señora Radley, sin duda?

– Sí, por supuesto -confirmó Emily-. Nosotras somos las que vivimos más cerca y tenemos mucho espacio.

* * *

Llegaron a la casa, y Susannah debía de haberse quedado levantada y mirando por la ventana, porque abrió la puerta antes de que llamaran. Llevaron al joven arriba con dificultad, arrastrando sus botas y golpeándole las manos entumecidas contra los barrotes. Lo tumbaron en el suelo y las mujeres les pidieron que salieran. Susannah ya había sacado una camisa de dormir, presumiblemente una de Hugo que había conservado. Emily se preguntó si habría guardado toda su ropa.

En la cama no había sábanas, solo mantas.

– Hago… -empezó a decir Emily.

– Las mantas abrigan más -la interrumpió Susannah-. Las sábanas más adelante, cuando la sangre vuelva a circular. -Bajó la vista hacia la cara del hombre, y en la suya había tristeza y miedo, como si finalmente hubiera sucedido algo que temía desde hacía mucho tiempo.

Entonces ellas también salieron a buscar platos de sopa caliente para los hombres, y todas las prendas de lana y calcetines secos que pudieran encontrar. Todos los hombres tenían que volver. Tal vez el mar había arrojado a alguien más, vivo o muerto.

Emily pasó resto de la noche haciendo turnos con Maggie O'Bannion para vigilar al joven, darle masajes en las manos y los pies, cambiar las piedras de la cama, que habían calentado en el horno y habían envuelto en tela, y controlar cualquier indicio de que había recuperado la consciencia. Nadie sabía cuánta agua había tragado, y tenía el pecho, las piernas y los hombros cubiertos de moratones y magulladuras, como si se hubiera golpeado contra los restos del barco una y otra vez.