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– No tengo ni idea. ¿Qué puedes decir en un telegrama para responder a esto?

Ella inspiró profundamente.

– A qué hora llega mi tren a Galway. Y qué día, supongo.

Jack se inclinó hacia delante y la besó con mucha ternura, y ella se dio cuenta de que estaba llorando por todo lo que iba a echar de menos durante las próximas semanas, y por lo todo que en su opinión debían ser las Navidades.

* * *

Pero dos días después, cuando el tren se detuvo por fin en Galway poco antes del mediodía, y Emily salió a la plataforma bajo una llovizna, su estado de ánimo había cambiado por completo. Estaba entumecida y agotada, después de cruzar el embravecido mar de Irlanda y pasar una noche en un hotel de Dublín. Si Jack hubiera tenido la más remota idea de lo que le estaba pidiendo, no se lo habría tomado tan a la ligera, ni mucho menos. Nadie debía pedir un sacrificio como aquel. Era Susannah quien había elegido darle la espalda a su familia, fue ella quien se casó con un católico que nadie conocía y tomó la decisión de vivir allí entre la ciénaga y la lluvia. ¡No había vuelto a casa cuando el padre de Emily se estaba muriendo! Claro que nadie se lo había pedido. La verdad, se dijo Emily de mala gana, era que probablemente nadie le había dicho siquiera que estaba enfermo.

El maletero descargó su equipaje y lo depositó sobre la plataforma, sin que ella se lo hubiera pedido. Era bastante innecesario. Ese era el final de la línea, en todos los sentidos posibles.

Ella le pagó para que lo sacara a la calle y le siguió a lo largo del andén, cada vez más empapada. Estaba en la calzada cuando vio un poni y una carreta, y un sacerdote de pie con gesto conspicuo, que hablaba con el animal. Se dio la vuelta al oír el carrito del maletero sobre el empedrado. Vio a Emily, y una amplia sonrisa iluminó su cara. Era un hombre sencillo, de facciones comunes y un poco toscas, pero en aquel momento resultaba encantador.

– Ah -se acercó con la mano tendida-, señora Radley. Es muy amable por su parte haber hecho este viaje y en esta época del año, sin duda. ¿Ha sido muy mala la travesía? Dios interpone un mar bravío entre nosotros para que agradezcamos aún más haber llegado sanos y salvos a la otra orilla. Es un poco como la vida. -Encogió los hombros con pesar, y por un momento sus ojos se llenaron de tristeza-. ¿Cómo está usted, pues? ¿Cansada y aterida? Y todavía nos queda un largo viaje, pero eso no hay forma de evitarlo. -La miró de arriba abajo con lástima-. A menos que no se sienta capaz de soportarlo hoy.

– Gracias, padre Tyndale, pero estoy bastante bien -repuso Emily. Estaba a punto de preguntar cuánto tardarían, pero cambió de opinión. Puede que él lo tomara por una cobardía.

– Ah, me alegro mucho -dijo él enseguida-. Ahora subiremos su equipaje aquí detrás, y luego nos iremos. Así haremos la mayor parte del trayecto de día.

Se dio la vuelta y cogió una de las maletas, tiró de ella con energía y la colocó en la parte de atrás de la carreta. El maletero apenas tuvo tiempo de subir la más ligera.

Emily estaba a punto de decir algo, pero cambió de idea.

¿Qué podía decir? ¡Era mediodía y él creía que no llegarían a casa de Susannah hasta la noche! ¿A qué tenebroso confín del mundo se dirigían?

El padre Tyndale la ayudó a subir al asiento contiguo al suyo en la carreta, la envolvió con una manta, después con una tela impermeable, y luego dio un rodeo y trepó al otro lado con gran dinamismo. Tras recibir una palabra de aliento, el poni se puso al paso. Emily tuvo la espantosa sensación de que el animal sabía mucho más sobre todo aquello que ella, y que se preparaba para un largo viaje.

Cuando salieron de la ciudad la lluvia amainó un poco y Emily se dispuso a contemplar la tierra ondulada que los rodeaba. Cuando se despejaron las nubes y aparecieron algunos retazos de cielo azul, surgió un repentino panorama de las colinas a lo lejos, hacia el oeste. Los rayos de luz se reflejaban en los prados húmedos que parecían tener varias capas de color; el viento descoloría la parte superior, pero debajo había franjas de rojos plomizos y ocres. En las colinas que estaban a sotavento había mucha sombra, torrentes de color carbón, y la ocasional ruina de un antiguo refugio de piedra casi negra ahora, salvo en las superficies húmedas donde brillaba el sol.

– Dentro de unos minutos verá el lago -dijo de pronto el padre Tyndale-. Es muy bonito y hay muchos peces y pájaros. Le gustará. Es bastante distinto del mar, por supuesto.

– Sí, por supuesto -asintió Emily, abrigándose más con la manta. Tenía la sensación de que debía añadir algo.

El miraba al frente con decisión, concentrado en la conducción, y ella se preguntó por qué. No podían ir a ninguna parte que no fuera seguir el sinuoso sendero que tenían delante, y el poni parecía conocer el trayecto perfectamente bien. Si el padre Tyndale hubiera optado por atar las riendas a la anilla de hierro y se hubiera dormido, sin duda habría llegado a casa sin el menor contratiempo. Aun así, aquel silencio exigía algo.

– Dijo usted que mi tía está muy enferma -empezó ella, a modo de tanteo-. Yo nunca he cuidado a un enfermo. ¿Qué podré hacer por ella?

– Por eso no debe preocuparse, señora Radley -respondió el padre Tyndale con dulzura-. Seguro que la señora O'Bannion estará allí para ayudarla. La muerte llegará cuando tenga que llegar. Eso no puede remediarlo nadie, solo se le pueden proporcionar ciertos cuidados entretanto.

– ¿Sufre… muchos dolores?

– No, no muchos, físicos al menos. Y el doctor la visita siempre que puede. Es más bien una carga espiritual, el recuerdo de cosas pasadas… -Dio un gran suspiro y se le ensombreció un poco la cara; no debido al efecto cambiante de la luz, sino más bien por algo interior-. Remordimientos, cosas que hay que hacer antes de que sea demasiado tarde -añadió-. A todos nos pasa lo mismo, pero cuando sabes que te queda poco tiempo, resulta más apremiante, ¿comprende?

– Sí -dijo Emily abatida, al recordar aquella desagradable despedida, cuando Susannah había informado a la familia de que iba a volver a casarse, no con alguien que ellos aprobaban, sino con un irlandés que vivía en Connemara. Eso en sí mismo no era grave. El agravio era que Hugo Ross era católico.

Emily había preguntado en aquel momento por qué demonios tenía tanta importancia aquello, pero su padre se había disgustado y le había dolido mucho porque consideraba que su hermana había traicionado los dictados de la historia y era desleal con el pasado.

Entonces Emily contempló el inhóspito paisaje. El viento mecía y doblegaba los pastos crecidos, que parecían agua bajo la sombras. Pájaros silvestres volaban en lo alto; ella contó por lo menos doce tipos de aves distintas. Apenas había árboles, solo tierra húmeda que brillaba con los ocasionales rayos de sol, y de vez en cuando una imagen del lago del que había hablado el padre Tyndale, en cuyas orillas crecían juncos altos como puñales negros. No se oía apenas ningún ruido, aparte de los cascos del caballo sobre el camino y el silbido del viento.

¿De qué se arrepentía Susannah? ¿De su matrimonio? ¿De la pérdida de contacto con su propia familia? ¿De llegar allí como una forastera, a aquel lugar en los confines del mundo? Fuera lo que fuese, ya era demasiado tarde para remediarlo. Tanto el marido de Susannah como el padre de Emily habían muerto; ya nada de lo que le dijera a nadie tenía importancia. ¿Deseaba la presencia de alguien del pasado, para tener la sensación de que a alguno de ellos le importaba? ¿O diría que les quería y que lo sentía mucho?

Debían de llevar como mínimo una hora de viaje. A Emily le parecía más. Estaba entumecida, tenía frío, y gran parte del cuerpo empapado, además.

Pasaron junto al primer cruce de caminos que había visto y le desilusionó comprobar que no cogían ningún desvío. Le preguntó al padre Tyndale por ello.

– Moycullen -contestó él con un amago de sonrisa-. Por la izquierda se llega a Spiddal, y al mar, pero ese camino es más largo. Este es mucho más rápido. Dentro de una hora más o menos estaremos en Oughterad y pararemos a comer algo. Le apetecerá, no lo dude.