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Solo tardó media hora en deshacer la cama y poner otra muda, pero al hacerlo se dio cuenta de que no le quedaba más que un juego de sábanas limpio. Al día siguiente tendría que hacer la colada, sin Maggie.

Cuando tuvo la cama lista, llevó una jofaina de agua caliente y ayudó a Susannah a quitarse el camisón sucio. La horrorizó lo escuálido que tenía el cuerpo, y la carne hundida, como si la piel que le colgaba de los brazos y del estómago estuviera vacía. Antes había quedado disimulado por la ropa, y Susannah no estaba tan enferma para no darse cuenta de hasta qué punto había cambiado.

Emily se esforzó por ocultar el miedo ante el deterioro de la enfermedad, de cómo una mujer hermosa se había convertido en el fantasma de lo que había sido antes. La lavó con cuidado, dándole golpecitos con la toalla para secarla, porque tenía miedo de hacerle daño si la frotaba, o incluso de rasgar aquella piel tan frágil.

Luego la ayudó a ponerse un camisón limpio, y prácticamente la llevó hasta la cama.

– Gracias -dijo Susannah con una sonrisa imperceptible-. Ahora estaré bien. -Se recostó en las almohadas, demasiado agotada para disimularlo.

– Claro que sí -afirmó Emily, y se sentó en la butaca cerca de la cama-. Pero no tengo intención de dejarte sola.

Susannah cerró los ojos y se sumió en un duermevela.

Emily se quedó allí toda la noche. Susannah se movió varias veces, y hacia las cuatro de la madrugada, cuando el viento arreció, creyó durante un momento que vomitaría de nuevo, pero finalmente la náusea remitió y volvió a tumbarse. Emily bajó a la cocina, le hizo una taza de té ligero y se lo ofreció después de esperar a que se enfriara.

Al amanecer Emily estaba rígida y tenía los ojos cansados y doloridos, pero no había habido más problemas, y parecía que Susannah estaba dormida y respiraba sin dificultad.

Emily bajó a la cocina para hacerse un té con tostadas y ver si conseguía hacer acopio de fuerzas para empezar la colada.

Estaba en plena tarea cuando entró Daniel.

– Tiene mala cara -dijo con tanta consideración que no resultó ofensivo-. ¿El viento no la ha dejado dormir?

– No. Susannah se encontró mal. Me temo que va a tener que prepararse el desayuno usted mismo, y quizá la comida, también. Maggie no va a venir y yo tengo demasiado trabajo para cocinar para usted.

– Yo la ayudaré -dijo él enseguida-. Bastará con unas tostadas. A lo mejor frío un par de huevos. ¿Le hago uno a usted también?

– No, yo prepararé los huevos. Usted traiga la turba y cargue las chimeneas -respondió Emily-. Yo tengo que lavar unas sábanas y con este tiempo no será fácil que se sequen.

Él levantó la vista.

– Hay un tendedero -señaló-. Es mejor que mantengamos la cocina caldeada y usemos eso. Las airearemos para que se sequen, si no hay tiempo para más.

– Gracias -aceptó ella.

– ¿Está grave? -preguntó él.

– Sí. -No tenía ni ganas ni fuerzas para ocultárselo.

– Maggie no debería haberse ido. -Él meneó la cabeza-. Es culpa mía.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué? -Se lo preguntó no porque dudara de él, sino porque necesitaba que se lo explicara.

Parecía un poco incómodo.

– Porque yo la puse nerviosa. Estuve haciendo preguntas.

– ¿Sobre qué?

– Gente -repuso él-. El pueblo. Me contó lo que pasó con Connor Riordan, hace años. Lo tenía muy presente en la memoria.

– ¿Ah, sí? -Emily prescindió del hervidor, se limitó a empujarlo para apartarlo del hornillo-. ¿Por qué? ¿Le conocía bien?

Los ojos negros de Daniel la miraron desconcertados.

– ¿Qué intenta usted hacer, señora Radley? ¿Averiguar quién le mató? ¿Por qué quiere saberlo después de tanto tiempo?

– Porque su muerte está corroyendo el corazón del pueblo -repuso ella-. Alguien le mató y todo el mundo lo sabe.

– ¿Susannah le pidió que lo hiciera? ¿Por eso vino usted? Antes, durante todos estos años que ella lleva aquí, no había venido nunca, ¿verdad? Y sin embargo yo creo que usted la aprecia.

– Yo… -empezó Emily, intentando decir que ella siempre había apreciado a Susannah, pero eso no era verdad y la mentira murió en sus labios. Volvió a pensar: ¿Connor Riordan era así, veía demasiado, decía demasiado?, y con esa idea, se intensificó la garra helada que le atenazaba el estómago. ¿Iba a suceder todo otra vez? ¿Daniel también sería asesinado y el pueblo moriría un poco más? Emily se dio cuenta de que Daniel no solo tenía razón en que apreciaba a Susannah, también le apreciaba a él.

– Perdone -se disculpó él apesadumbrado-. Lleva usted toda la noche intentando ayudar a Susannah, viéndola sufrir y sabiendo que no puede hacer nada salvo estar ahí y esperar, y yo no la estoy ayudando. Traeré la turba y me ocuparé del fuego, y empezaré la colada. No puede ser muy difícil. Pero primero comeremos.

Ella le respondió con una sonrisa de calidez que brotó de sus entrañas, despacio, como una flor. Averiguaría qué le había sucedido a Connor Riordan, y se aseguraría con total certeza de que no volviera a ocurrir, por muy difícil que fuera, y le costara lo que le costase.

Daniel y ella habían terminado la colada justo en el momento en que llegó el padre Tyndale. Habían pasado las sábanas por el rodillo para escurrirlas y secarlas lo más posible, después las colgaron en el tendedero de la cocina, colocándolas en alto para que les llegara el aire caliente del hogar. El padre Tyndale tenía la cara sonrosada debido a las ráfagas del viento, pero parecía cansado. Estaba como amoratado y empezaron a llorarle los ojos por el calor de la habitación.

– Le acompañaré a ver a Susannah -dijo Emily, inmensamente aliviada al verle. Su mera presencia la liberaba de la responsabilidad. Mientras él se encontrara allí, no estaría sola.

– Ha pasado una mala noche, así que no se sorprenda si tiene mal aspecto. Les subiré un té a los dos en cuanto lo prepare.

– Gracias. -Él la miró de cerca, y ella supo que había notado que también estaba cansada y en parte quizá el miedo que tenía, pero no hizo ningún comentario y se limitó a seguirla al piso de arriba.

– ¿Padre Tyndale? -dijo Susannah, y enseguida se incorporó en la cama y levantó una mano para arreglarse el pelo intentando que recuperara algo de la belleza que había tenido una vez. Emily llevó el peine y se ocupó de ello. Incluso dudó si ir a buscar un poco de su colorete para avivar algo las mejillas pálidas de Susannah, pero decidió que le daría un aspecto artificial que no engañaría a nadie. En lugar de eso, terminó de peinarla y le dedicó una sonrisa antes de darse la vuelta para invitar al padre Tyndale a entrar.

Ella fue al piso de abajo. Ese tipo de conversación tenía que ser absolutamente privada. Volvió con el té y unas rodajitas de pan con mantequilla, confiando en que la compañía animara a Susannah a comer.

Había pasado más de una hora cuando el padre Tyndale entró en la cocina cargado con la bandeja. Daniel estaba haciendo unas tareas fuera, y Emily estaba ocupada preparando la verdura para la comida, y la cena. Antes de ir allí, había pasado años sin ocuparse personalmente de ese tipo de tareas.

El padre Tyndale se sentó en una de las sillas con respaldo rígido; parecía demasiado cansado y demasiado grande para sentarse ahí.

– Brendan Flaherty se ha marchado del pueblo -dijo en voz baja-. Nadie sabe adonde ha ido, salvo quizá su madre, y ella no nos lo dirá.

Emily se quedó atónita. Lo primero que pensó fue que la discusión entre Brendan y su madre había sido mucho peor de lo que ella había supuesto en aquel momento. Luego se preguntó si sería por algo que Daniel le había dicho a él. ¿De qué huía Brendan? ¿Del pasado, del futuro, o de ambos?

– Yo estuve ayer en casa de la señora Flaherty -dijo, indecisa-. Daniel se encontraba allí, pero fuera, en el jardín, hablando con Brendan. La señora Flaherty los vio y se enfadó mucho. Salió y le dijo a Daniel que se marchara con bastante brusquedad.