Выбрать главу

El padre Tyndale parecía atribulado, buscando palabras que sabía que no encontraría.

Ella quería comunicarle su sospecha de que Brendan podía haber tenido algún tipo de relación con Connor Riordan que la señora Flaherty había desaprobado con violencia, pero no sabía cómo plantearlo sin ofenderle.

– Estaba muy alterada -volvió a decir-, como si le tuviera miedo. -Inspiró profundamente-. ¿Era Connor a quien tenía en mente? ¿Por qué si no estaba tan furiosa con Daniel? Solo lleva aquí un par de días.

– Ella tiene miedo de muchas cosas -repuso él-. A veces la historia se repite, sobre todo si uno teme que así sea.

– ¿Brendan era muy amigo de Connor? -Estaba siendo ambigua; no decía mucho, porque no olvidaba ni un momento que estaba hablando con un sacerdote.

– Usted no conoció a Connor -murmuró él-. Aunque era un forastero, parecía que lo supiera todo sobre nosotros. Tal vez estaba intentando averiguar algo sobre sí mismo, pero era inquietante en cualquier caso. -Le sonrió y cambió de tema. Habló de la enfermedad de Susannah, y de todo lo que podían hacer ellos para facilitarle las cosas.

Cuando él se hubo marchado, Emily se disgustó consigo misma por haber sido tan poco eficaz. Se quedó de pie en la cocina, mirando por la ventana. El viento había arreciado y el cielo estaba gris y deprimente. Tenía miedo de que Susannah muriera pronto, antes de que las cosas se resolvieran. Sintió un frío interior y se envolvió con el chal, sorprendida de que le afectara tanto. Daniel tenía razón: Susannah le importaba, no por ser la tía de su infancia, con quien su padre se había disgustado tanto, sino por tratarse de la mujer de ahora, que amaba el pueblo que la había acogido, y que era la gente del hombre con quien había compartido tanta felicidad.

¿Quién podía ayudar a curar la herida que sufrían? Emily necesitaba a un observador, alguien que no estuviera implicado personalmente en los amores y los odios del pueblo. Y en cuanto se hubo planteado la pregunta, supo la respuesta: Padraic Yorke.

Después de asegurarse de que Susannah estaba suficientemente bien para dejarla un rato, Emily se puso un grueso chal y se encaminó a casa de Padraic Yorke desafiando el viento. Llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Estaba impaciente y tenía frío. Necesitaba que él la ayudara, pero no le gustaba ausentarse de casa más de lo estrictamente necesario. Tembló y se abrigó más con el chal. Volvió a llamar, de nuevo sin respuesta.

Contempló la casa, muy pulcra y tradicional. Había un jardín con plantas bien cuidadas. A la mayoría las habían podado o bien se habían refugiado en la tierra durante el invierno, como en todas partes. No ganaría nada con aquello. Cada vez tenía más frío y estaba claro que el señor Yorke no estaba allí.

Se dio la vuelta y bajó hacia la costa. No quería estar al lado del agua a merced del viento, pero la turbulencia del mar era como un organismo vivo, y esa vitalidad la atrajo, como si sintiera que podía haber atraído también a Padraic Yorke.

Paseó por el linde de la playa. Las olas rompían con un rugido sostenido, en un tono casi uniforme. Más allá del último montón de algas negras, vio la silueta solitaria y esbelta de Padraic Yorke.

Él no se volvió hasta que la tuvo prácticamente al lado; entonces se dio la vuelta. No dijo nada, como si los pedazos de madera en las algas y el agua hablaran por sí mismos.

– Brendan Flaherty se ha ido del pueblo -dijo Emily al cabo de un par de minutos-. Susannah está muy grave. No creo que le quede mucho tiempo de vida.

– Lo siento -se limitó a responder él.

– ¿Adonde habrá ido él, y por qué ahora? -preguntó ella.

El señor Yorke tenía una expresión sombría.

– ¿Se refiere tan cerca de Navidad?

– No, me refiero con Daniel aquí. -Le contó la escena que la señora Flaherty y ella habían visto a través de la ventana de la cocina.

– Los Flaherty forman parte de la historia del pueblo desde hace mucho tiempo -dijo él, pensativo-. Seamus protagonizó alguno de los episodios más pintorescos. De joven era muy inconsciente, no se casó hasta pasados los cuarenta, e incluso entonces le partió el corazón a Coleen más de una vez. Pero ella le adoraba y se le ocurrían más excusas para perdonarle que a él mismo.

– ¿Y a Brendan también? -preguntó ella.

Él le lanzó una mirada.

– Sí, y le hizo un flaco favor.

– ¿Sabe usted adonde habrá ido, o por qué?

– No. -Se quedó callado unos minutos. Las olas seguían rompiendo contra la orilla y las golondrinas volaban en círculo en lo alto, y el viento silenciaba sus gritos-. Pero puedo suponerlo -añadió de pronto-. Coleen Flaherty amaba a su marido y quiere que su hijo sea como él, y sin embargo también quiere controlarlo mejor, para que no le haga el daño que le hizo Seamus.

Emily tuvo la repentina visión de una mujer sola y asustada que se engañaba, creyendo que tenía una segunda oportunidad para atrapar algo que había perdido desde el principio. No era de extrañar que Brendan estuviera enfadado y no obstante fuera reacio a vengarse. ¿Por qué se había distanciado finalmente?

– Gracias por contármelo -dijo con una profunda gratitud y una sensación de humildad-. Me ha ayudado usted a darme cuenta de por qué Susannah quiere a la gente de aquí. Es notable que la hayan aceptado tan bien. Ninguno de ustedes tiene muchos motivos para recibir bien a los ingleses. -Sintió vergüenza al decirlo, y fue un experiencia totalmente nueva para ella. Toda su vida había considerado que ser inglés era una bendición, como ser inteligente o guapo, un don que debía ser motivo de orgullo y no cuestionarse nunca.

El señor Yorke sonrió, pero en su mirada había cierta incomodidad.

– Sí -dijo en voz baja-. Son buena gente, peleones, rencorosos, pero valientes en extremo, capaces de sobreponerse a cualquier fatalidad, y generosos. Tienen fe en la vida.

Emily volvió a darle las gracias y echó a andar para volver al sendero que llevaba a casa de Susannah. Al llegar al camino vio al padre Tyndale a lo lejos, andando en dirección contraria, agachando la cabeza para protegerse del viento, luchando contra él. Emily dudó que él pensara, como el señor Yorke, que la gente del pueblo tenía fe en la vida. El asesinato de Connor Riordan les había inoculado un veneno lento, y se estaban muriendo. Ella tenía que descubrir la verdad, aunque destruyera a alguien o a más de uno, porque no saberlo los estaba matando a todos.

* * *

Susannah pasó otra mala noche y Emily estuvo sentada a su lado casi todo el rato. Consiguió dormir apenas una hora, erguida en la butaca al lado de la cama. Deseaba ayudar, pero poco podía hacer aparte de sentarse con ella, abrazarla de vez en cuando, lavarla y secarla cuando estaba empapada en sudor, ayudarla a ponerse un camisón limpio. Le subió un té templado varias veces, para intentar que no se deshidratara.

Daniel entró sin hacer ruido y avivó el fuego. Recogió las sábanas arrugadas y sucias, sin decir nada, pero tenía la cara pálida y transida de compasión.

Susannah se durmió por fin poco antes del amanecer, y Daniel dijo que él la vigilaría. Emily estaba demasiado agradecida para discutir. Trepó a la cama y cuando por fin entró en calor, se durmió.

Era pleno día cuando se despertó, y tras un momento de desconcierto, recordó que Susannah había empeorado mucho y que había dejado a Daniel solo cuidándola. Apartó el cobertor, se levantó de la cama con dificultad y se vistió a toda prisa. Primero recorrió el pasillo hacia el dormitorio de Susannah. La encontró durmiendo en silencio, casi plácidamente, y a Daniel en la butaca, pálido, con muchas ojeras y la sombra de una barba oscura en la mandíbula.

Él levantó la mirada hacia ella, se llevó un dedo a los labios indicando silencio, y después sonrió.

– Iré a preparar el desayuno -susurró ella-. Después haremos la colada. Eso no puedo hacerlo sola. No tengo ni idea de cómo hacer que funcione esa caldera espantosa.