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– Sí, lo hará -dijo Maggie antes de que Fergal pudiera contestar.

– Maggie… -protestó él.

– Sí, lo harás -repitió ella, echándole una mirada-. Es nuestro deber y todos lo sabemos.

Él suspiró, y Emily vio que miraba a Maggie con una ternura que le transformó la cara, y con una tristeza que a ella le habría roto el corazón si lo hubiera visto.

– Más vale que se marche mañana -le dijo a Emily-. El tiempo empeorará otra vez dentro de un par de días. La tormenta no será tan mala como esa otra, pero sí para que no deba usted cruzar las ciénagas a lomos de un poni, aunque el padre Tyndale le preste a Jenny. Nosotros llegaremos temprano. Así podrá salir hacia las nueve.

– Gracias -dijo ella de corazón-. Se lo agradezco.

Entonces volvió a casa del padre Tyndale, le contó su plan, le pidió que le prestara a Jenny y una carreta, y le preguntó si Daniel podía instalarse en su casa hasta que ella volviera. El estuvo de acuerdo, le dijo que fuera con cuidado con el tiempo, y que él no podía moverse del pueblo ahora que Susannah estaba tan grave.

– Lo sé -contestó ella de inmediato-. Pero ¿qué alternativa hay? ¿Decirle a ella que me he rendido?

Él suspiró.

– Le pediré a algún hombre del pueblo que la acompañe. Rob Molloy, quizá, o Michel Flanagan.

– No… gracias -repuso ella enseguida-. Alguien de este pueblo asesinó a Connor. Es más seguro que vaya sola y que nadie sepa que me he ido. ¿Por favor?

El padre Tyndale apretó los labios y tenía una mirada sombría y dolida, pero no discutió. Le prometió que el carro y el caballo estarían preparados a las nueve de la mañana. Ella dijo que preferiría ir andando hasta su casa y que no hacía falta que fuera a recogerla.

Emprendió el camino de vuelta a casa de Susannah. Ya había oscurecido por completo y se alegró de haber llevado un farol. Se había levantado un viento muy fuerte y más frío.

* * *

Salió por la mañana después de haber pasado un momento a despedirse de Susannah. Se lo había explicado todo la tarde anterior, ambas sabían adonde iba y por qué, y que Daniel se quedaría con el padre Tyndale hasta que ella volviera. No necesitó aclararle el motivo.

– Volveré en cuanto pueda -dijo, buscando en el rostro de Susannah una esperanza o un temor que quizá no había verbalizado-. ¿Estás segura de que quieres que vaya? -añadió impulsivamente-. Puedo cambiar de planes, si quieres.

Susannah estaba pálida, tenía la cara incluso más demacrada, pero parecía decidida. Sonrió.

– Ve, por favor. No tengo miedo de morir, solo de no dejar esto resuelto. Este pueblo ha sido bueno conmigo, dejaron que me integrara como si realmente fuera uno de ellos. Son la gente de Hugo, y yo le quería más de lo que soy capaz de expresar. Creo que estoy preparada para morir, y para ir allá donde esté. Ese es el único lugar en el que deseo estar. Pero quiero dejarles a ellos algo, a cambio de todo el amor que me han dado, pero sobre todo porque él les quería mucho. Deseo ver que empiezan a recuperarse. Ve, Emily, y vuelve con lo que descubras. Ocúpate de que se sepa, aunque yo ya no esté aquí. Y no te sientas culpable. Me has dado el mejor regalo que tenías, y te lo agradezco.

Emily se inclinó y le besó la mejilla blanquecina. Después salió del dormitorio con las mejillas bañadas en lágrimas.

Era un trayecto largo y desapacible, pero Jenny parecía conocerlo sin que Emily la guiara, y sin las instrucciones del padre Tyndale. El paisaje era de una belleza desoladora, con la que ahora ella se sentía extrañamente confortada. Incluso la llovizna ocasional poseía una profundidad que cambiaba en función de la luz, como si la hierba tuviera muchas capas. Las piedras brillaban intensamente cuando recibían un rayo de sol, y las montañas y la lejanía estaban llenas de sombras cambiantes y siempre distintas.

Cuando por fin llegó a Galway, no le costó demasiado encontrar un hotel con un establo para el poni, y después de una buena cena y con una muda de ropa seca y unas botas, se dispuso a rehacer los pasos que había dado Hugo siete años antes.

Durante el largo viaje había pensado mucho sobre dónde habría empezado Hugo a buscar a los parientes de Connor. El padre Tyndale había dicho que Hugo poseía una fe discreta pero profunda, y que asistía a la iglesia casi todos los domingos. Probablemente habría empezado preguntando en las iglesias de Galway, si conocían a la familia de Connor. Aunque no acudieran a la parroquia, el sacerdote local al menos los conocería.

Encontrar una iglesia era fácil; cualquier transeúnte podía indicarle. Tardó un poco más en dar con una donde conocieran a la familia Riordan, y ya había oscurecido cuando finalmente se sentó en la salita de la rectoría frente al padre Malahide, observando su rostro delgado y amable a la luz de un candil. La estancia estaba llena del aroma penetrante de la turba y cargada de humo de tabaco.

– ¿En qué puedo ayudarla, señora Radley? -dijo con interés. No preguntó qué hacía en Galway una mujer inglesa, que había recorrido sola todo el trayecto desde la costa, en pleno invierno.

Emily le habló brevemente de la tormenta y de que Daniel había sido el único superviviente del naufragio. A medida que iba explicando la historia, vio por su expresión de dolor y compasión que él sabía lo de Connor.

– Ahora la señora Ross está muy grave -prosiguió ella-. No creo que le quede mucho tiempo de vida, y hay cosas que yo debo resolver antes. La llegada de Daniel ha revivido fantasmas del pasado que hay que enterrar, sea cual sea la verdad.

– Yo no puedo contarle lo que Hugo Ross me dijo, señora Radley -le contestó amablemente el padre Malahide-. Él vino a ver si podía encontrar a la familia de Connor. El joven estaba demasiado débil para venir personalmente y todos sus compañeros del barco estaban muertos. Por lo visto no recordaba casi nada y parecía que estaba solo en el mundo, como este muchacho de ahora. Por desgracia, desaparecen muchos hombres en las costas de Irlanda, sobre todo en Connemara. El clima que barre el Atlántico en invierno es muy duro, implacable.

– ¿Hugo encontró a alguno de sus familiares?

– Sí. Su madre vivía aquí en Galway. Trabajaba en un orfanato dirigido por la iglesia. No era una monja, naturalmente, pero llevaba casi toda la vida allí. Me temo que no puedo decirle nada más, señora Radley. Todo el resto me fue confiado en secreto. Estoy seguro de que lo entiende. Siento decirle que la madre de Connor ha muerto. Aunque no creo que ella hubiera podido ayudarla.

– No -reconoció Emily con pesar-. No sé si averiguaré qué le pasó a ese chico en realidad, y a ella no le habría servido de mucho consuelo. Pero tal vez alguien del orfanato puede decirme qué preguntas hizo Hugo Ross y quizá lo que le contaron.

– Por supuesto. -El padre Malahide le dio la dirección, le indicó cómo encontrar el lugar y le aconsejó que fuera a media mañana, cuando tal vez dispondrían de tiempo para hablar con ella.

Ella le dio las gracias y recorrió las calles oscuras que llevaban a la posada donde estaba alojada, tan aprisa como pudo.

Por la mañana siguió las indicaciones del padre Malahide y no tuvo problemas para encontrar el orfanato. Era un edificio amplio de piedra gris con varias edificaciones anexas, que parecían haberse añadido para aumentar la capacidad.

Emily se acercó a la puerta principal y llamó con el picaporte. Pasaron unos minutos hasta que acudió una niñita delgada con la cara llena de pecas. Emily le dijo lo que deseaba y la hicieron esperar en una pequeña antesala bastante fría, con unos carteles cuidadosamente pegados a la pared advirtiendo al pecador potencial que Dios lo veía todo. Enfrente había un gran crucifijo con una imagen de Cristo agonizando que cohibió e incomodó a Emily. De pronto se sintió forastera, y se preguntó si era prudente haber ido allí.