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La llevaron a ver a la enfermera jefe, una mujer cansada, pálida, con muchas arrugas y unas preciosas trenzas castañas enrolladas en la cabeza.

Emily se sentó en su despacho y oyó pasos que recorrían el pasillo arriba y abajo y gritos de voces alegres, metiendo prisa, pidiéndole a un niño que se portara bien, que fuera rápido, que se atara los cordones, que se metiera la camisa dentro del pantalón, que dejara de charlar.

– Yo fui a Connemara para estar con mi tía, Susannah Ross, que está muy enferma y no vivirá mucho -explicó con franqueza-. Hace siete años Hugo Ross, su marido, vino aquí buscando a la señora Riordan, porque su hijo,

Connor, era el único superviviente de un naufragio frente a la costa donde vivía el señor Ross.

– Me acuerdo de él -dijo la enfermera, asintiendo-. No volvió nunca, ni tampoco el joven de quien hablaba. Me temo que la señora Riordan ya murió, Dios se apiade de su alma.

– Sí, lo sé. El señor Ross también, y me temo que Connor fue asesinado, también -contestó Emily.

– Qué horror. -La cara de la enfermera expresó una sincera pena-. Lo siento muchísimo. Quizá es mejor que su pobre madre no llegara a saberlo. La hizo tan feliz que el señor Ross le contara que Connor se salvó del naufragio. Se ahogan tantos hombres… El mar es un amante difícil, pero uno se gana la vida donde puede. La tierra también puede ser muy dura. ¿Y yo qué puedo hacer ahora para ayudar a la señora Ross, pobre criatura?

Emily había dado vueltas y vueltas a la cabeza pensando qué iba a preguntar, y seguía sin tenerlo claro, pero ahora ya no quedaba tiempo para debatir. Miró los ojos cansados de aquella mujer que tenía delante y sus manos rugosas apoyadas sobre el regazo. Debía de haber visto cosas mucho más tristes que aquella. ¿Qué clase de mujer abandona a su hijo en un orfanato para que lo críen? Emily pensó en sus propios hijos, en casa, y de pronto los echó intensamente de menos, como si se los hubieran arrebatado. Notó el olor de su piel, oyó sus voces, vio brillar la confianza en sus ojos. Solo había una respuesta: una mujer desesperada, al límite de sus fuerzas, una mujer perseguida o moribunda.

– Connor Riordan fue asesinado -dijo bruscamente y vio que la enfermera pestañeaba como si ese dolor también le fuera familiar-. Nunca averiguamos quién le mató, pero yo creo saber por qué. Tengo mucho miedo de que ahora vuelva a pasar lo mismo con Daniel, si no lo impedimos. Yo creo que Hugo Ross pudo haberse enterado de algo aquí que más tarde le aclaró quién era el responsable, y como amaba a su gente decidió no repetirlo. Él no sabía que el veneno de esa culpa y el miedo iban a provocar la muerte lenta de la propia aldea. Pero su viuda sí lo sabe, y por encima de todo quiere corregir eso antes de morir; quizá por el pueblo, pero yo pienso que sobre todo es por el propio Hugo.

– Una mujer buena. -La enfermera asintió y se persignó con gran solemnidad-. Yo tampoco puedo decirle mucho, pero recuerdo que estuvo un buen rato hablando con la señora Riordan y que hizo un par de preguntas sobre la señora Yorke. Eso pareció afectarle. Yo le pregunté si podía hacer algo para ayudarle, y él me dijo que no. La señora Riordan también parecía disgustada, pero cuando hablé con ella no me contó por qué y me pareció que no sabía mucho.

– ¿La señora Yorke? -dijo Emily, confusa.

– Bueno, nosotros la llamamos señora. -La enfermera hizo un leve gesto con la mano, como si se refiriera a algo trivial-. Pero de hecho no estaba casada. Trabajó muchos años aquí y después también murió. Había llegado su hora. Era una anciana y estaba preparada para seguir su viaje hasta Dios.

– ¿Anciana? -Emily estaba sorprendida. ¿Era hermana de Padraic Yorke? Entonces debía de ser bastante más vieja que él. O quizá no eran parientes. El apellido no era muy corriente, pero tampoco único-. ¿Puede que fuera pariente del señor Padraic Yorke, que vive en el mismo pueblo que la señora Ross?

– Sí, sí -dijo la matrona con un suspiro-, lo era. Pero de eso hace mucho tiempo, pobrecilla.

– ¿Mucho tiempo? ¡Pero usted dijo que era vieja!

– Y lo era, cuando murió debía de tener unos ochenta años, o quizá más.

De repente Emily sintió más frío del que hacía en la habitación. Su mente se llenó de ideas lúgubres, sin definir.

– Entonces ¿no era su hermana?

– No, querida, era su madre -dijo la enfermera, sorprendida-. Vino aquí antes de que él naciera. Al principio dijo que era una viuda embarazada, pero después se sinceró con nosotros. No estaba casada, y en un principio era una chica respetable que servía en casa de una familia de Holyhead, en Inglaterra. Cuando el señor de la casa la dejó en estado, cogió el barco y vino a Irlanda. Empezó en Dublín, pero cuando se le empezó a notar el embarazo la echaron, se dirigió al oeste y llegó a Galway, donde nosotras la acogimos. Aquí era feliz, y se quedó con nosotros el resto de su vida. Era una buena mujer, y nosotras tuvimos la delicadeza de darle tratamiento de mujer casada.

– ¿Así que Padraic nació aquí? -dijo Emily, sin dar crédito.

No le horrorizó la vergüenza de esos primeros años, aunque eso ya debió de haber sido bastante duro, sino que a los ojos de los irlandeses era inglés, de sangre y de educación, aunque nunca lo fuera de corazón.

La enfermera asintió.

– Naturalmente cuando cumplió catorce años tuvo que irse, porque nosotros ya no podíamos mantenerle. No hay fondos para los niños que ya tienen edad para trabajar, y aquí no había nada para él. Era buen estudiante. Se marchó una temporada a Dublín, luego a Sligo, y finalmente a la costa, y allí se quedó.

– Y la señora Riordan sabía todo eso -dijo Emily despacio, mientras la malevolencia empezaba a tomar forma en su cabeza. Connor debió de haberlo deducido y comprendió exactamente quién era Padraic Yorke: no un irlandés patriota y poeta como decía él, sino el hijo ilegítimo de algún inglés rico y una doncella a quien despidió. ¿Connor se lo habría contado a alguien? ¿Quién se atrevió a aprovechar la oportunidad que él desechó?

– Gracias -le dijo Emily a matrona, y al ponerse en pie sintió una tensión repentina, como si le dolieran todos los huesos-. Debo volver mañana para contarle a Susannah lo que he averiguado. Así lo sabrá por fin. Lo que decida hacer es asunto suyo.

Pasó el resto del día en Galway, porque no se atrevía a emprender el largo viaje de vuelta si tenía que hacer el tramo final de noche. Pagó la cuenta después de desayunar, y a las nueve estaba ya en marcha, pero tenía un peso en las entrañas. Entendió enseguida por qué Hugo Ross había decidido no decir nada.

Padraic Yorke había matado a Connor y probablemente fue un asesinato. Como mínimo hubo una pelea que había terminado de forma desastrosa. Pero nadie salvo el propio Yorke sabía lo que había pasado, las burlas, las risas, la humillación que debía de haber sufrido. Pudo haber sido una agresión verbal de un sarcasmo insoportable, incluso un insulto obsceno contra su madre, que sin duda ya había padecido bastante. Puede que hubiera sido accidental en parte, sin intención de matar.

O pudo haberse tratado de un asesinato bastante claro, incluso un golpe por la espalda propinado con cobardía, contra un hombre que había descubierto una información por casualidad, y que nunca tuvo intención de utilizarla.

¿Hugo se habría enterado? ¿Habría hablado con Padraic Yorke? ¿O habría guardado silencio, también? ¿Supo alguna vez lo que estaba ocultando? Por lo que Susannah le había contado sobre él, Emily pensó que probablemente lo sabía.

Lo que no había sabido era cómo el temor y la culpa envenenarían poco a poco el tejido mismo de la aldea hasta consumirla; día tras día, una nueva sospecha hoy, un miedo reavivado mañana, otra mentira para cubrir una anterior; la falta de confianza en sí mismo del padre Tyndale, y en último término sus dudas sobre Dios, incluso.