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Decidió investigar. No parecía que hubiera ninguna zona específicamente privada en la casa; no había ninguna puerta cerrada con llave. Se paseó del comedor a la biblioteca, donde encontró varios centenares de libros. Examinó los títulos y seleccionó algunos al azar de las estanterías. No tardó mucho en darse cuenta de que como mínimo la mitad había pertenecido a Hugo Ross. Su nombre estaba escrito en las guardas. Emily sospechó que quizá Susannah no habría leído nunca sobre los temas que trataban de no haber sido por él. Arqueología, investigación, animales marinos, mareas y corrientes, diversas historias de Irlanda. También había volúmenes de filosofía, y muchas grandes novelas, no solo inglesas, sino también rusas y francesas.

Empezó a lamentar no haber llegado a conocer al hombre que había recopilado todo aquello y disfrutado tanto con ello como era evidente.

Se quedó mirando la repisa de la chimenea y la mesita semicircular apoyada en la pared. Había unos candelabros de cristal tallado que debían de haber pertenecido a Susannah, y una pipa de espuma de mar que solo podía haber sido de Hugo. Estaba como si acabara de dejarla allí, y no llevara muerto varios años.

Había otras cosas, incluida una fotografía con un marco de plata de un grupo familiar delante de una casita, con las colinas de Connemara al fondo.

Emily entró después en el estudio de Hugo. Había evocadoras marinas colgadas en las paredes y quedaba tabaco de pipa en el humidificador, y un pedacito de papel con una lista incompleta de colores, como una especie de recordatorio para comprar pinturas. ¿Habría dejado Susannah todas esas cosas a propósito, para fingir que él iba a volver? Tal vez le había amado tanto que no era la muerte lo que le daba miedo, sino algo totalmente distinto, algo contra lo cual también era imposible protegerse.

Si Jack hubiera muerto, ¿Emily habría hecho lo mismo? ¿Habría dejado recuerdos suyos en la casa, como si su vida estuviera tejida a la de ella de tal modo que fuera imposible separarlas? No quería responder a eso. De ser así, ¿cómo se sobrepondría a su pérdida?, y de no ser así, ¿significaba eso que se había perdido algún aspecto de la plenitud del amor?

Volvió a la cocina, preparó un desayuno a base de huevos cocidos y tostaditas, y llevó el de Susannah arriba. Hacía un día precioso y parecía que el viento amainaba. Decidió llevar sus cartas al correo entonces.

– No tardaré ni una hora -prometió-. ¿Quieres que te traiga algo?

Susannah le dio las gracias, pero rehusó, y Emily emprendió el camino de la costa, que transcurría a lo largo de dos kilómetros y medio aproximadamente, hasta la tienda del pueblo. El cielo estaba prácticamente despejado y había un olor peculiar y estimulante que ella no había experimentado nunca, una mezcla de sal y plantas aromáticas de algún tipo. Era áspero y agradable a la vez. La tierra que quedaba a su izquierda parecía totalmente desierta hasta las colinas que se recortaban en el horizonte, pero por todas partes se veían los trazos del viento en la hierba y capas de color bajo la superficie.

A su derecha, el mar estaba muy picado, y las crestas relucientes de las olas poderosas y fuertes lanzaban lenguas de espuma blanca sobre la arena. Al otro lado estaban los cabos, pero lo único que alcanzaba a ver directamente desde la orilla era el agua turbulenta.

Las gaviotas surcaban el aire en círculos sobre su cabeza, sus gritos se mezclaban con el suspiro del viento sobre la hierba y el sonido constante de las olas. Emily anduvo un poco más deprisa y descubrió que sonreía sin motivo aparente. ¡Si esa era la idea que la gente del lugar tenía de una tormenta, no había para tanto!

Llegó a las casitas bajas y desperdigadas del pueblo; la mayoría eran de piedra y parecía que hubieran brotado de la tierra misma. Cruzó el áspero césped hasta llegar al camino y siguió adelante hasta la tienda. En el interior había dos personas más esperando a que las atendieran, y una mujer menuda y rolliza detrás del mostrador, que pesaba azúcar y lo metía en una bolsa azul. Las estanterías que tenía detrás estaban atiborradas de mercancías de todas clases, provisiones, ferretería y algo de ropa blanca.

Todas dejaron de hablar y se volvieron para mirar a Emily.

– Buenos días -dijo ella, alegremente-. Soy Emily Radley, la sobrina de la señora Ross. He venido a pasar las Navidades con ella.

– Ah, ¿es la sobrina? -dijo una mujer alta y delgada, que se apartó un mechón rubiáceo con la mano para sujetarlo con las horquillas, mientras sonreía-. La nieta de mi vecina dijo que vendría.

Emily estaba confusa.

– Bridie Molloy -aclaró la mujer-. Yo soy Katheleen.

– ¿Cómo está usted? -repuso Emily, sin saber cómo dirigirse a ella.

– Yo soy Mary O'Donnell -dijo la mujer que estaba detrás del mostrador-. ¿Qué puedo hacer por usted?

Emily vaciló. Sabía que era inaceptable pasar antes que las demás. Entonces se dio cuenta de que ellas sentían curiosidad por ver qué pediría. Sonrió.

– Solo he de enviar unas cartas. Para informar a mi familia de que llegué bien, y que me han recibido con mucha amabilidad. Incluso el tiempo es muy apacible. Me parece que en casa debe de hacer mucho más frío.

Las mujeres se miraron entre sí y después de nuevo a Emily.

– Por ahora es bastante agradable, pero ya cambiará -dijo Katheleen taciturna.

Mary O'Donnell le dio la razón, y la tercera mujer, más joven y con una cabellera rojiza, se mordió el labio y asintió con la cabeza.

– Esta vez será fuerte -dijo con un escalofrío-, lo oigo en el viento.

– La misma época del año -murmuró Katheleen-. Exacta.

– El viento ya ha amainado -les dijo Emily.

Ellas volvieron a intercambiar una mirada.

– Eso es la calma antes de la tempestad -dijo Mary O'Donnell en voz baja-. Ya lo verá. La de verdad está ahí fuera, esperando. -Señaló hacia el oeste, a la inexplorada inmensidad del océano-. Me quedo con sus cartas, entonces. Mejor enviarlas enseguida, mientras se pueda.

Emily se quedó algo perpleja, pero le dio las gracias, pagó el envío y les deseó buenos días a todas. En cuanto salió al aire libre retomó el camino de vuelta, y casi de inmediato vio más adelante la figura esbelta de un hombre con la cabeza vuelta hacia el mar, que caminaba despacio y se paraba de vez en cuando. Le dio alcance, sin apresurarse.

A distancia, y debido a la agilidad con la que se movía, le había parecido que era joven, pero ahora que podía verle la cara se dio cuenta de que debía de tener unos sesenta años. Su cabello pajizo revoloteaba por el viento y tenía la cara angulosa y muy arrugada. Cuando él la miró, ella vio que sus ojos eran de un verde intenso.

– Usted debe de ser la sobrina de Susannah. No se sorprenda -observó con regocijo-. Este es un pueblo pequeño. Un recién llegado es toda una noticia. Y todos apreciamos a Susannah. Sus amigos habrían estado a su lado por Navidad, pero no es lo mismo que la familia.

Emily se puso a la defensiva, como si les hubieran echado la culpa a Charlotte y a ella de la situación de Susannah.

– Fue ella quien se marchó -replicó, y al instante pensó en lo infantil que sonaba eso-. Desgraciadamente, tras la muerte de mi padre no mantuvimos el contacto como debíamos.

Él volvió a sonreírle.

– Eso suele pasar. Las mujeres siguen al hombre que aman, y a veces es difícil superar la distancia.

Estaban de pie en la orilla, y el viento les revolvía el pelo y la ropa. Soplaba con fuerza, pero templado, sin ensañarse. Ella pensó que las olas eran un poco más altas que cuando había salido, pero puede que fuera simplemente porque allí en la arena las tenían más cerca.

– Me alegro de que ella fuera feliz aquí-dijo impulsivamente-. ¿Conoció usted a su marido?

– Claro -contestó el hombre-. Aquí nos conocemos todos, y ha sido así durante generaciones: los Martin, los Ross, los Conneeley, los Flaherty. Los Ross y los Martin son una misma rama, claro. Los Conneeley y los Flaherty también, pero de una forma radicalmente distinta. Pero quizá esto usted ya lo sabe.