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– No, no en absoluto. -Levantó la voz para darle un tono de pregunta.

Él no necesitó que insistiera.

– Hace años, en el siglo pasado, los Flaherty asesinaron a todos los Conneeley, excepto a Una Conneeley. Ella estaba embarazada y sobrevivió. El niño nació, y cuando creció decidió dejar de comer para obligarla a contarle la verdad acerca de su nacimiento. -Le echó un vistazo para asegurarse de que le estaba escuchando.

– Siga -le animó Emily. No tenía prisa por volver a meterse en casa. Observó los pájaros marinos surcando a toda velocidad los caminos del viento. El aire llevaba un intenso olor a sal, y la espuma blanca de las olas que rompían en la orilla casi le provocaba una sensación de alegría y de libertad.

– Bien, ella se lo contó, claro -continuó él, con los ojos brillantes-. Y cuando él se hizo mayor volvió aquí y descubrió que el tirano Flaherty del momento vivía en una isla de un lago cerca de Bunowen. -Su expresión era tan vivida como si lo recordara él personalmente-. Conneeley midió la distancia que había entre la orilla y la isla, y luego colocó dos piedras exactamente a la misma distancia sobre la ladera, y estuvo practicando hasta que consiguió hacer el salto.

– ¿Sí? -instó ella.

El continuó encantado.

– La hija de Flaherty estuvo a punto de ahogarse en el lago y el joven Conneeley la salvó. Se enamoraron. Él saltó por encima del agua, llegó a la isla y le sacó los ojos a Flaherty.

Emily se estremeció.

El sonrió.

– Y cuando el hombre ciego se ofreció a estrecharle la mano, la chica le dio a su amado el hueso de la pata de un caballo para que él se la tendiera en lugar de la mano, lo cual demuestra que conocía muy bien a su padre. Flaherty la apretó hasta pulverizarla. Conneeley le mató al momento, y él y la hija de Flaherty vivieron felices para siempre, inaugurando el nuevo clan que ahora puebla la vecindad.

– ¿De verdad? -Emily no tenía ni idea de si hablaba remotamente en serio; entonces vio que su rostro ardía de emoción y supo que, pese al tono despreocupado, estaba hablando de pasiones que estaban imbricadas en el sentido mismo de su vida-. Ya veo -añadió, para que él supiera que entendía lo que significaba.

– Padraic Yorke -dijo él, tendiéndole una mano delgada y firme.

– Emily Ridley -contestó ella, estrechándola con calidez.

– Oh, lo sé -asintió-. Indirectamente, usted es parte de nuestra historia, porque es sobrina de Susannah, que era la esposa de Hugo Ross. -Se le quebró la voz-. Nada ha sido igual desde que él murió.

Ella debió de haber pensado que aquello estaba un poco apartado, pero la verdad era que se alegró de ser, por una temporada, parte de aquella tierra inmensa y batida por los vientos, y de sus gentes, que se conocían entre sí con una intimidad tan profunda.

Padraic Yorke echó a andar otra vez, y ella se mantuvo a su ritmo. Él señaló diversas plantas y hierbas por sus nombres, diciéndole qué flor brotaría allí en primavera, y cuál en verano. Le dijo qué pájaros anidarían, cuándo nacerían los polluelos y cuándo volarían. Ella escuchaba, no tanto por la información, que sería incapaz de recordar, sino por el placer de oír su voz.

Aquel era un mundo totalmente distinto a Londres, pero Emily empezaba a ver que poseía una belleza única, y que quizá si una mujer quería de verdad a un hombre, y él la quería a ella, podía ser una buena tierra. Tal vez ella misma también habría ido allí si hubiera estado en el lugar de Susannah. Jack no le había pedido nada, ningún sacrificio en absoluto, salvo perder alguno de los privilegios de la posición social que había obtenido por su primer marido. Emily seguía disponiendo del dinero que había heredado de él, como un fideicomiso para el hijo de ambos.

Jack nunca le había pedido ningún cambio, ningún sacrificio, ni siquiera que acogiera a parientes molestos. Ella se dio cuenta con abatimiento de que ni siquiera conocía a sus padres, ni a ninguno de los amigos que había tenido antes de conocerla. Siempre se relacionaban con la familia de ella. Era la única con arraigo.

Por primera vez en los años que llevaban juntos, reconoció que tenía una carencia y no sabía hasta qué punto era profunda. Al tomar consciencia de eso, experimentó un temor que no había sentido hasta entonces. Había cosas que tenía que saber, ya fueran dulces o amargas. La ignorancia ya no era aceptable.

* * *

Cuando Emily llegó de nuevo a casa y entró en el salón, descubrió con sorpresa que Susannah tenía visitas. Una mujer mayor bastante corpulenta, con una cara agradable y un pelo tan reluciente como la caoba pulida, estaba sentada en una de las butacas. De pie a su lado había un hombre como mínimo veinte años más joven, pero con unas facciones muy parecidas, solo que en su caso eran más favorecedoras si cabía, y sus ojos tenían un tono avellana más bonito.

Susannah se hallaba sentada frente a ellos, vestida de azul y peinada con un elegante recogido. Estaba muy pálida, pero cortés y animada. Emily imaginó el esfuerzo que debía de costarle. Ella presentó a las visitas como la señora Flaherty y su hijo Brendan, y a ella como su sobrina.

– ¿Ha sido agradable el paseo? -le preguntó.

– Sí, gracias -contestó Emily y se sentó en otra de las butacas-. No esperaba que la costa me pareciera tan hermosa. Es muy distinta de todo lo que conozco, más… -Buscó la palabra adecuada.

– Salvaje -le sugirió Brendan Flaherty-. Como un precioso animal que no es salvaje a propósito, simplemente desconoce la fuerza que tiene, y si alguien le molesta, le destruirá porque está en su naturaleza.

– Debe disculpar a Brendan -se excusó la señora Flaherty-. Tiene demasiada imaginación. No pretende asustarla.

Las mejillas de Brendan se tiñeron de rubor, pero Emily estaba segura de que no se avergonzaba de sus palabras, sino de la intervención de su madre.

– A mí me parece una descripción perfecta. -Emily sonrió para que el comentario no sonara a rectificación-. Me parece que es la fuerza que tiene lo que me ha parecido precioso, y la delicadeza en cierto sentido. Aún había alguna florecilla silvestre, incluso en esta época del año.

– Ha tenido suerte de verlas hoy -dijo la señora Flaherty-. La tormenta las destruirá. No se imagina la cantidad de arena que acabará cubriéndolo todo. Y de algas, naturalmente.

A Emily no se le ocurrió una réplica apropiada. La mirada de desconsuelo de la señora Flaherty hacía imposible tomarse su cometario a la ligera.

– He conocido a la señora O'Donnell en la tienda -dijo en su lugar-, y he enviado las cartas. Y luego en el camino de vuelta he estado un rato paseando con un hombre muy interesante, un tal señor Yorke, que me ha contado historias del pueblo, y de la zona en general.

Brendan sonrió.

– Me lo imagino. Es nuestro historiador local, una especie de conservador del espíritu colectivo del lugar. Y una especie de poeta.

La señora Flaherty también forzó una sonrisa.

– Se toma algunas libertades -añadió-. Mezcla sus historias con un poco de mitología.

– El fondo es verdad, aunque no todos los detalles -le dijo Brendan a Emily.

– Eres demasiado generoso -dijo su madre con dureza-. Algunas cosas que se consideran historia solo son infundios. Lenguas de holgazanes sin nada mejor que hacer.

– No me ha contado nada desagradable -afirmó Emily de inmediato, aunque fuera verdad en un sentido amplio-. Solo viejos relatos.

– Eso me sorprende -repuso la señora Flaherty con desconfianza. Miró a Brendan y luego otra vez a Emily-. Me temo que somos un pueblo pequeño. Nos conocemos todos demasiado bien. -Se puso en pie con fría formalidad-. Pero espero que disfrute usted de su estancia aquí. Sea bienvenida. Todos estamos encantados de que Susannah pase la Navidad en compañía de un familiar. -Se obligó a sonreír, y eso le iluminó la cara, y así apareció el reflejo de la joven que fue una vez, lozana, llena de esperanza, y casi hermosa.