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– ¿Qué David?

– El que he recordado ahora pensando hacerte un favor, Méndez. Te hablé de dos David, ¿no? Pues te hablo de un tercero; éste es un cabrón que vive de las mujeres y ha estado en Madrid, Valencia, Barcelona, Bilbao y en todas partes donde se mueva pasta, o sea, que cuadra con el tipo que tú buscas. Ese David conoce a Lola como cliente, o sea, que se la tira un par de veces. Se la tira y paga. Luego pasan tres cosas.

– Suéltalas.

– La primera es que se da cuenta de que Lola se gana mal la vida. Ella pretende ser lo que era, pero ya no lo es, de modo que le vendrán bien unos ingresos extra. La segunda que Lola, por sus relaciones, puede ser una magnífica vendedora de droga entre gente que puede pagarla. Porque David, mariconazo, está además en el negocio de la droga, sí, señor. Y la tercera cosa: ve un retrato de la hija.

– Carol.

– Sí.

– Explícate.

– A Carol no la he visto nunca, pero su retrato sí; es una chica preciosa. Lola tiene dos retratos: uno de cuando se separó, con la niña pequeñita y picarona, pero con uniforme de colegiala y mocos en la nariz. Otra, el actual o casi actual, con una mujercita que tira de espaldas, una señorita bien que puede dar millones en el circuito de la cama.

– A ver si lo entiendo -dijo Méndez-. Te lo explicaré antes de que me envíes a que me den. Ese tercer David le ofrece a Lola un trato de mucho dinero: tú vendes droga a gente de altura y además le cobras la cama. Pero al mismo tiempo sitúas a tu hija. Y si lo hacéis las dos juntas, será fabuloso. Hay gente podrida de millones que está deseando gastarlos para quedar podrida en un morbo.

La voz de Julia sonó opaca al otro lado del cable:

– Méndez, que te den.

– ¿Qué le contesta Lola?

– Que de tenderse ella en la cama, pues sí. Pero que de drogas nada, que ella será puta, pero honrada como la que más. Y de la nena, menos. La nena es superdecente, y además hija de un hombre rico, que le pasa una generosa pensión. No sabe nada de cómo se busca la vida la madre; para ella, la madre se pasa la vida en misa. Y encima ahora la nena está en París, estudiando en la Sorbona. ¿Pero qué se ha creído el puerco de David? Lola lo echa de casa.

– ¿Y qué pasa luego?

– David no se va.

– ¿Me dejas imaginar el resto, Julia?

– Puedes oler toda la basura que quieras.

– David la amenaza -susurró Méndez-. Le pega una paliza. La viola sólo para hacerle daño. Luego la coacciona: tú misma me has dado la dirección de la hija. Pues muy bien, la hija y tú os iréis a tomar pol saco. Mis amigos y yo la buscaremos. O me das el «sí» antes de una semana o más vale que te tires por este balcón. Este balcón está en el séptimo piso.

Hubo un brusco silencio al otro lado del teléfono.

Julia acabó diciendo:

– Sí.

– ¿Cuándo pasó eso?

– Hace tres días.

– O sea, que aún no se ha cumplido la semana.

– No, pero qué más da.

– ¿Quién te ha explicado eso?

– La propia Lola. Está desesperada.

– ¿Le has dicho que vaya a la policía?

– No, Méndez, no me vengas ahora con soluciones de confesonario. Tú sabes que la policía esas cosas no las arregla. Lo primero que le he aconsejado es que envíe a la chica a otra ciudad bien lejos de París y que contrate protección, o sea, un gorila. Pero dudo que tenga dinero para gorilas. Luego he pensado que ese David podría ser el David que tú buscas. He descolgado el teléfono y aquí estoy.

– Me has hecho un favor, Julia.

– Tú podrías hacerme otro.

– ¿Cuál?

– Te daré el domicilio de Lola. Tú averiguas dónde vive el tal David; no será tan difícil. Lo trincas por lo que a ti te parezca. Por ejemplo, por haber hundido el Titanio. Cosas peores se han visto. Pero como se resistirá, le cortas los huevos, los trituras, les añades sal y los registras en Patentes y Marcas como producto dietético.

Méndez protestó:

– Julia, yo soy un policía demócrata.

– Y una leche.

– No sé por qué la gente me da una fama que no merezco. Pero, de todos modos, reconozco que en las tiendas hacen falta nuevos productos dietéticos. Empieza por darme la dirección de Lola.

Julia se la dio: parte alta de Sarria, ático a los cuatro vientos, dos grandes habitaciones y salón, baño con espejos a tutiplén, aire acondicionado, parking.

– ¿Me dejará hablar con ella?

– No le he dicho nada de ti, pero te dejará hablar con ella.

Méndez dijo:

– Te invitaré a una comida de régimen.

Y colgó.

Fuera estaba el sol, estaba la muerte horizontal del Paralelo. Estaban las tres chimeneas, la acera inmemorial, las fachadas donde antes hubo teatros, luces de neón, carteles con gloriosos nombres de vedettes y vicetiples llegadas para triunfar, es decir, mujercitas con los ojos llenos de ilusión y el culo lleno de esperanzas. Méndez, tú no tienes más que una mirada decadente e impía, que antes sólo veía la mentira de las vidas y ahora sólo ve la verdad de los fantasmas. Estás hecho de ellos, Méndez, de los fantasmas de la calle, de los fantasmas con nombre de mujer, y les dices adiós todos los días. Miras a la gente, calculas sus años y te preguntas de cuántos pedazos está ya hecha. Tú, como los poetas de barrio, acabarás recogiendo los pedazos de los otros en esta tierra sagrada.

Miró la notita con la dirección de Lola y se encaminó hacia allí, aunque temía que el aire puro y la luz le acabarían dejando manchas en la piel. Menos mal que el trayecto procuraría hacerlo, como de costumbre, en la protección amorosa de los túneles del metro.

Iba a descender la escalera cuando la voz de Amores dijo:

– A la paz de Dios, señor Méndez.

Méndez supo entonces que, como siempre pasaba con Amores, la paz de Dios les iba a traer algún muerto.

– Ahora, después de tantas desventuras e incomprensiones, llevo una vida tranquila y digna -dijo Amores-, dedicada a poner en orden las pruebas de imprenta y a engañar a la mujer del director. No crea que resulta tan sencillo, Méndez, porque eso de engañar a las mujeres, sobre todo si están resabiadas, es un arte difícil y antiguo. Bueno, ya que nos hemos encontrado, supongo que me dirá adonde va y me permitirá acompañarle.

– Vamos a Pedralbes.

– Hostia, Méndez.

– ¿Qué pasa?

– No sobrevivirá.

– Supongo que lo dices por el exceso de aire puro. Pero es verdad que no sobreviviré si tú tratas de ayudarme, Amores. Dime qué te traes entre manos.

– Sólo trato de ayudarle, Méndez: usted me ha pedido un favor y yo se lo hago con toda premura. He averiguado que el tal David Bujarra ya murió, eso sí, después de regenerarse. Le atropello un camión cuando estafaba a la gente pidiendo dinero contra el sida.

– Gracias, Amores, pero ya tengo la pista de otro David. Parece que hay bastantes.

– Pues menos mal que busca usted a un David y no a un Manolo, porque iba a ser la hostia.

– No hace falta que me acompañes. Me has hecho un gran favor y te aprecio mucho, pero cada uno en su sitio.

– Estoy en mi sitio, señor Méndez: al pie del cañón. Usted afronta un trabajo difícil, por lo que veo… incluso el nombre de David me sugiere un problema bíblico, o quién sabe si esto acabará con un kibbutz en el viejo campo del Espanyol o una intifada en Pedralbes, de modo que va a necesitar mis dotes de observador periodístico. Vamos, confíe en mí y que sea lo que Dios quiera.