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– Estoy en ello -dijo Méndez-. Pero lo malo es que yo no llevo la investigación. Meto las narices donde puedo, pero no tengo autorización para mover una sola hoja de papel.

– Pues en eso estamos igual. Yo ya no llevo el caso de aquella chica violada, aunque la casa de Serrano sigue bajo vigilancia y con los micros instalados, a ver si se deciden los maricones de ETA.

– ¿No se deciden?

– Por ahora, no. Habrá que esperar. Ya le he dicho, Méndez, que la labor de la policía es paciencia.

– Jódase.

– Estoy en ello -gruñó Fortes, con cara de limón podrido.

– ¿Le han encargado que lleve ese asunto?

– Sí. Ahora estoy con los de la Brigada de Información, metido hasta las pelotas en la lucha antiterrorista. Por eso me han retirado absolutamente del caso de aquella chica violada, que fue algo del todo marginal y fuera de programa. Paz eterna para aquella pobre chica y para su culo lleno de virginidades.

– Es usted un hijo de puta, Fortes.

– Sí. Y usted también, Méndez.

– Sí.

– Por si me lo pregunta, le diré que el caso de la chica lo lleva ahora la Brigada de Homicidios, como es normal. Si quiere darles alguna información, póngase en contacto con ellos.

– En cierto modo pensaba hacerlo -dijo Méndez, apoyando pensativamente una mejilla en la palma de la mano-, pero me he dicho que, aunque sólo fuera por una simple cuestión de lealtad, primero tenía que hablar con usted. Además, ¿qué les digo a los de Homicidios? ¿Que ha sido salvajemente torturado y muerto uno de los que tendieron la trampa a la chica?

– Eso les corresponde averiguarlo a ellos -musitó Fortes-. Relacionar una cosa y otra, como ha hecho usted. Terminarán lográndolo, claro, pero para entonces es posible que alguno de los novatos de la Brigada ya cobre quinquenios.

La sabia cabeza de Méndez se ladeó con pesadumbre.

– Joder, Méndez, se me está usted durmiendo.

– Qué va, comisario. Sólo ligaba los cabos sueltos. ¿No hay ninguna pista de quién pudo ser la chica violada, muerta y desaparecida?

– No.

– Se habrán hecho análisis de sangre, supongo. Su pobre culo había sido un manantial.

– Claro que se han hecho. Sabemos el grupo sanguíneo de la víctima, su ADN y sus enfermedades. Tenía una hepatitis C no curada del todo. El análisis de sus restos de heces nos ha indicado hasta lo que comió. Pero nada.

Méndez había alzado la cabeza.

– ¿Una hepatitis C mal curada? -balbuceó-. Eso indica que habría ido al médico últimamente. Es una pista.

– ¿Y cree que los de Homicidios no la han tenido en cuenta? Los pobres han hecho un trabajo de cabrones, mientras esperan a que les suban el sueldo. Investigación en todos los centros de la Seguridad Social de toda España, caso por caso de hepatitis C. Y luego consulta telefónica a todas las mujeres afectadas, para convencerse de que seguían vivas, es decir, no eran la de la calle Serrano. Y luego comprobación de los certificados de defunción de todas las muertes. Eso son horas que no se cobran. Y luego vuelta a casa para encontrarte con la cara de piedra de tu mujer.

Méndez cabeceó lentamente.

– Seguro que la víctima era una chica rica, con un padre poderoso -musitó-. Debieron de atenderla en la medicina privada.

– Eso ya es casi imposible de comprobar.

– ¿Pero lo intentan?

– Un agente telefonea a todos los especialistas de Madrid, en un trabajo de cabrón veterano. Pero luego habría que seguir por Chinchón, por Móstoles… para llegar hasta Sevilla. Imposible. Lo único que hay que hacer es estar atentos al dato y confiar en la casualidad, que a la larga resuelve más de la mitad de los casos.

Dicho esto, Fortes volvió a consultar su reloj.

– Trabajo urgente -gruñó.

– ¿Carabanchel?

– Lo único que le digo, Méndez, es que, si tardo más, a la chica le va a venir la regla. Y ahora vayase a jeringar a su madre.

Méndez llegó a la amarga conclusión de que ya no tenía a nadie a quien jeringar.

Pero no se resignaba a olvidar aquello: no era un crimen, eran tres. Y dos de ellos particularmente repulsivos. Sólo uno, el que acabó con la joven criadita de la viuda de Paco Rivera, había sido relativamente humano, si un asesinato lo es alguna vez.

De modo que Méndez, ya que estaba en Madrid y tenía tiempo libre, resolvió ir a ver a la viuda. Con un poco de suerte la encontraría desnuda, como la otra vez. Si las enfermedades venéreas se pillasen por mirar, Méndez ya estaría con el rigor mortis.

Antes telefoneó a Barcelona. Un amigo suyo, a punto de jubilarse, le prometió enterarse de todo lo que se averiguara sobre la muerte de David Mellado. «Pero no te hagas ilusiones, oye -le contestaron-. Por lo que sé, todo lo que se investiga hasta ahora es rutina.» Luego Méndez buscó algún viejo bar de Madrid, un superviviente de la República, lugar de cabildeos políticos y tertulias extinguidas, donde aún quedase un poeta muerto sobre un velador, en espera de que alguien pagase la cuenta.

Por lo que pudo ver, sólo quedaba el Gijón, pero a aquella hora sólo había unos cuantos actores de televisión que buscaban trabajo y unas cuantas señoras casadas que hablaban de lo caros que estaban los pisos.

Méndez, a falta de algo mejor, se bebió allí con unción una cerveza helada, tras dominar su deseo de pedirle al camarero que la consagrase.

Luego fue a ver a la viudita Rivera, confiando en que aún estuviese viviendo en la plaza Mayor.

Le abrió una criada nueva, ésta severa y austera, vestida como para ir a la procesión en Tordesillas, y de una edad como para pensar en ir cobrando el SOVI. Sin embargo, la viudita Rivera (aunque también iba vestida como para ir a una procesión, y eso sugería mil pensamientos obscenos a Méndez) no era severa ni austera ni tenía edad para cobrar el seguro de vejez. Méndez, sentado en el recibidor, la vio cuando se abría la puerta de la sala que quedaba a la derecha: por un momento la distinguió sentada, con el borde de su falda negra muy arriba, los zapatos de alto tacón, las medias color humo, el límite de lo prohibido, el botón insinuado del liguero, una línea de carne dura, tensa, blanca, desbordante, estallante, viva, que recibía en secreto el acoso sexual del sol.

Méndez pensó: ¡Coño!

Él sabía que esta palabra no era vana. Si vamos a fijarnos, resume toda la intelectualidad popular.

Pero inmediatamente hubo de prestar atención a otras cosas. Porque de la habitación de la viuda acababa de salir un hombre con sotana, con anillo, con tonsura, con todas las bendiciones del Señor. Era un hombre joven y por tanto con capacidad para fertilizar una procesión entera. El ensotanado dijo:

– Ave María Purísima.

Méndez repasó en lo más profundo de su memoria para saber lo que se tenía que responder en estos casos. Tremendo problema el del viejo polizonte que ha de regresar a los tiempos del Laus Deo y del Christus Vincit. Pero al fin Méndez triunfó:

– Sin pecado concebida -dijo.

Y se puso en pie, en señal de respeto, o al menos de cortesía. Los escasos conocimientos eclesiásticos de Méndez le habían llevado a la conclusión de que el hombre que acababa de salir era un obispo. Pero era un obispo joven, lo cual no tenía nada de extrañar, pensó Méndez, ahora que la juventud triunfaba en todas partes. El hombre le miró de soslayo.

– Ha dicho la fámula que usted quiere ver a la señora Rivera.

– Eso es, si no hay inconveniente… y si usted ha terminado.

Lo dijo con retintín, pero el obispo no lo notó.

– Claro que sí. Pase, por favor.

No hizo falta, porque la viudita Rivera salía en aquel momento. La falda había bajado, las medias ya no recibían el acoso del sol, el botón del liguero había desaparecido. Pero el vestido aún daba a la viudita un aire procesional, de perversión eucarística, de mujer que sabía hacerlo a escondidas y sin lanzar grititos. Méndez, como se sabe atento a todas las corrupciones del país, había deseado antaño a las mujeres de las procesiones, sus vestidos negros, sus medias tensas, sobre las que palpitaba la carne prieta. Le gustaban las caras un poco pálidas, los labios rojos, las mantillas negras. Seguro que lo hacían sin quitarse la peineta y entonando elKirieleison, pero hay que decir que Méndez siempre había sido un hombre profundamente impuro.