La viudita le miró.
– Qué sorpresa, señor Méndez.
Ni una turbación: probablemente ni un recuerdo de que Méndez la había visto con el pubis al aire.
– Sólo he venido a saludarla, señora. Y a asegurarme de que no la molestan demasiado.
– Ahora nada en absoluto. Por cierto, no sé si se conocían usted y mi hijo.
– ¿Su hijo?
– Bueno, hijastro. Él es hijo de Paco y su primera mujer. Con su juventud, todo un señor obispo.
– Admirable, señora. En mis tiempos había muchos más curas y la competencia era mayor, pero de no ser por eso yo podría haber seguido mi verdadera vocación y haber llegado a ser papa, el papa Méndez. Me maravillan los obispos de hoy, tan sufridos y hechos a todo. En fin, señora, creo que he llegado en un mal momento.
– No, no… Mi hijo ya se iba. Me viene a visitar muy poco, pero él sabe que agradezco su compañía. ¿Tiene que preguntarme algo?
– No, señora. Sólo asegurarme de que no la molestan y de que no ha recibido amenazas ni ha pasado nada desde la última vez que nos vimos. Es pura rutina.
– No, no ha pasado nada, aunque supongo que sigue la investigación. ¿Usted sabe algo nuevo?
– En Barcelona ha muerto un hombre que podría estar relacionado con el caso, pero no estoy seguro… Bien, no quiero molestarla. Cada vez que venga a Madrid le haré una visita, si usted me lo permite.
Tal vez la conversación hubiese durado más, aunque fuera con fórmulas de cortesía, pero el obispo la cortó secamente:
– Celebraría mucho poder hablar con usted, señor Méndez.
– Cuando usted quiera, señor…
– Jorge Rivera.
– Estoy a su disposición para lo que necesite.
– ¿Por qué no me acompaña? Me han dejado estacionar el coche a muy poca distancia de aquí. No seré pesado, se lo aseguro. Y prometo que no voy a pedirle ninguna limosna para los chinitos.
Salieron los dos, tras despedirse Méndez de la viuda. La plaza Mayor empezaba a estar llena de bebedores, de japoneses que tomaban fotografías y de vendedores ambulantes que se ciscaban en la estatua del rey. Los japoneses empezaron a orientar sus máquinas hacia el obispo, lo cual indicaba lo mucho que ya llamaba la atención una sotana en la España católica. Qué diferencia de aquellos buenos tiempos, tan ejemplares, en que por no llevar sotana te quemaban vivo.
El obispo conducía un coche modesto, pero que quizá concordase con el que se había llevado el cadáver de don Paco Rivera en la plaza de Santa Ana. Aunque estaba en lugar prohibido, no tenía en el parabrisas ni una multa ni una bendición. Mientras rodaban por la calle Mayor, que iba perdiendo rápidamente toda su grandeza de vieja vía de los autos de fe, el obispo dijo:
– De modo que usted es el policía que descubrió aquel hecho terrible en casa de mi madrastra.
– Sí. ¿La visita usted con frecuencia?
– No mucho.
– ¿Por qué?
– Perdone, pero es asunto mío.
– ¿Le molesta como viste?
El obispo no contestó, pero apretó los puños sobre el volante. Méndez comprendió que había acertado. A Jorge Rivera, que quizá era un obispo de buena fe, le gustaban las mujeres de Dios, pero no las mujeres de los hombres. Le turbaba saber -de una forma casi palpable y bendecida por el sol- que su madrastra usaba ligueros y medias clásicas, es decir, medias pecadoras y ligadas al muslo estallante, al triángulo del mal, a la autopista de la lengua. A los recuerdos, quién sabe, de su primer pecado de cura, a su primera paja desbordante, ah, ah, ah, mientras todo el santoral temblaba. Seguro que en la relación con su madrastra había un hilo de deseo, otro de admiración y otro de odio. Y quién sabe -seguía pensando Méndez con su perversidad habitual- si la madrastra había notado esto (es decir, seguro que había notado esto) y por tanto cruzaba las piernas, dejaba deslizarse la falda y nacer una línea de carne blanca bajo los ojos del aspirante a papa. Mira, tu padre tuvo una mujer de la que naciste tú y nacieron todos los bostezos y todas las tardes muertas de su vida: pero yo he sido algo más, yo he sido su puta.
Méndez susurró:
– En fin, que le molesta como viste.
– Digamos que para Marga no es importante la modestia cristiana.
– Usted debe de haber sufrido mucho, señor obispo.
– ¿Por qué?
– Ante todo, por el divorcio de su padre, don Paco Rivera, y su nueva boda con una mujer para la que no es importante la modestia cristiana.
Las manos volvieron a crisparse sobre el volante, mientras enfilaban la Carrera de San Jerónimo.
– Insisto en que es asunto mío, señor Méndez, pero en todo caso tampoco me parece tan grave. Y no sé si alguien le ha hablado de eso, pero sepa que el sufrimiento enriquece y que la hierba crece bajo la nieve.
– Opus.
– No.
– Lo siento, señor obispo: o uno ha leído poco o todos los libros de Iglesia dicen lo mismo. ¿Pero por qué quería hablar conmigo? Deje que lo adivine: usted piensa que yo investigué algo sobre la muerte de su padre. Y en sus ojos que ya ven la ciudad de Dios, es decir, la ciudad que nacerá aquí cuando el Madrid de las putas y de los alcaldes haya sido destruido, queda pendiente una lágrima: ¿sé yo algo más de lo que se ha dicho?
– No se ha dicho nada.
– Porque yo me ocupé de que no se dijera nada -murmuró Méndez-. Era mejor así. No se dijo nada de la muerte en la casa de doña Lorena Dosantos, quizá porque fue una muerte natural, ni del rescate del cadáver que ustedes hicieron en la plaza de Santa Ana, ni del traslado clandestino al chalet de la sierra, donde tuvo lugar la defunción oficial, o sea, la defunción santa. No, no tema, nadie va a intentar culparle de un delito por haber hecho eso. O sea, si quería hablar conmigo para tranquilizarse, puede estar tranquilo desde ahora. Pero, llegados a este punto, déjeme hacerle una pregunta para la que ya tengo la respuesta: usted ha sufrido mucho.
– Supongamos que sí.
– ¿Seguía a su padre más o menos regularmente?
– Sí.
– No le gustaba su vida, ¿verdad? -Supongamos que no.
– Lo cual indica -susurró Méndez- que en los sentimientos hacia su padre se confundían la compasión y el odio.
– ¿Y a usted qué le importa?
Méndez no hizo caso. Continuó:
– Me importa porque tuve que intervenir en esa muerte, aunque fuese de un modo marginal. Y déjeme suponer que usted lo ordenó todo, le dio una apariencia, digamos, respetable por pura compasión.
– Sí.
– Pero ahora, solucionados los problemas de la compasión, lo único que queda es el odio.
Habían llegado al final del paseo del Prado, es decir, a la estación de Atocha; seguro que el obispo conducía sin rumbo y no sabía muy bien ni dónde estaba. La estación de Atocha conservaba su vieja estructura decimonónica, pero, dentro, el imperio del tren de madera, la maleta de cartón, el bocata, la parienta, el pedo y el callo habían sido sustituidos por la pulcritud de unos jardines bancarios. El paseo ya no era lo que había sido, pensaba Méndez, pero conservaba sus bares de aluvión, sus cascaras de gamba, sus albóndigas de arcipreste, sus calamares de entreguerras y sus costillitas de cordero pascual. Méndez respiró hondamente, porque al fin y al cabo aquello se parecía mucho a sus calles barcelonesas: estaba en una de las esquinas de la tierra prometida.
El obispo se detuvo junto a un paso cebra y le miró con fijeza.
– Agradezco todo lo que ustedes han hecho -dijo-. Al menos no se ha hablado de mi padre.