Méndez, para quien el sexo era un imposible (y por tanto ya podía seguir fácilmente el camino de la virtud), susurró:
– Eso es más frecuente de lo que parece; las casas de putas están llenas de soledades. Pero aun así, lo de don Paco Rivera me parece un recurso fácil.
– Por lo que me han contado las chicas, no iba allí a chingar, aunque de vez en cuando lo hiciera. Iba a hablar, a no sentirse solo, lo cual no tiene nada de extraño conociendo la locuacidad de doña Lorena, que es en Madrid una institución cultural tan importante como el Gasón del Buen Retiro. Además, don Paco se dio cuenta de que las mujeres de la casa no estaban allí por casualidad, de que cada una tenía una historia.
– Eso también lo sé yo -dijo Méndez-. ¿Por qué cree que he penetrado en la entraña de mis barrios? Pero don Paco Rivera no era un viejo policía, sino un empresario y un hombre muy trabajador. Dígame, si lo sabe, cómo empezó todo.
– Empezó -dijo don Alex- con las lágrimas de un hombre.
Bebió su último chupito de café y añadió:
– Don Paco Rivera observó, en aquel gran centro social que era la casa, que la mayor parte de las chicas iban allí por necesidad: estaban con doña Lorena porque la vida no les había ofrecido otra cosa, o al menos ellas no habían sabido verlo, que es una cuestión distinta. Don Paco se dio cuenta, y eso le dio mucho que pensar, de que entre aquellas paredes estaba la gran radiografía de la España pobre. Pero había otras mujeres que no estaban allí por necesidad; estaban allí por odio.
Méndez susurró:
– ¿Por odio?
– Sí. Por ejemplo, la mujer que se sentía engañada. Si el marido le había puesto los cuernos en silencio, ella se los podía poner con música. Iba a la casa de doña Lorena a chingar con cualquiera, con cuantos más tíos, mejor, y luego se lo contaba al marido, añadiendo que encima ella no pagaba, sino que cobraba. Hay más casas españolas de las que usted cree con un marido que se ha quedado con la boca abierta y mirando a la puerta.
Méndez susurró:
– En los barrios siempre me han enseñado que donde las dan las toman.
– Don Paco Rivera vio eso y otras cosas más. Por ejemplo, alguna hija de empresario ricachón que iba allí a descubrir la vida. O a hacer un acto de rebeldía y de afirmación personal. No crea que es tan raro, Méndez; las personas somos tan complicadas que a veces pienso que nadie puede escribir nuestra verdadera historia. Y descubrió también chicas que se habían planteado la cama como un oficio cualquiera, con el que pronto, se decían ellas, podrían retirarse con toda dignidad. Don Paco, que sólo había buscado un remedio para su soledad, descubrió allí un mundo mucho más rico de lo que habría imaginado nunca. Además, la puta hispana habla por los codos en cuanto tiene confianza. Pero ya le he dicho que lo que le impresionó de verdad fueron las lágrimas de un hombre.
– Cuénteme eso -pidió Méndez.
– Conoció allí a una mujer separada del marido que se había organizado la vida entre el salón de doña Lorena, los espejos y las camas. Don Paco siempre imaginó, y las chicas se lo confirmaron, que el marido era un pobre hombre. Supongo que por eso ella lo plantó: porque le pareció poca cosa. El caso es que la mujer trabajaba con la más absoluta naturalidad y haciendo honor a las artes más respetables y antiguas. Tenía, según parece, una vulva ancha y elástica, de una sola dirección, es decir, estaba hecha para recibir, pero no para parir cosa alguna. Insisto en este gran cambio social, señor Méndez, porque hasta casi nuestros días las mujeres han estado programadas para parir, lo cual no deja de ser actividad santa, y no para recibir capullo alguno. Aquella mujer tenía también una boca poderosa y succionante, con su bajamar y pleamar, llena de fuerzas ocultas. Y un ano multiuso, honesto y trabajador, que era como una de esas estrellas enanas que no despiden luz y apenas se ven, pero según los astrónomos acaparan todo el magnetismo del universo. O sea, señor Méndez, que poco más se le podía pedir a una mujer de buena conducta.
Don Alex, que en horas de oficina debía de haber explicado toda la historia del país, continuó:
– El marido le pidió muchas veces que volviera, a pesar de saber lo que estaba haciendo con su vida. Y a pesar de saber que algunos de sus amigos conocían ya la vagina de una dirección, la boca en pleamar y el ano milagroso. Es decir, la dama no se detenía en consideraciones sociales ni hacía distingos: solamente atendía, como recomiendan nuestros banqueros, al trabajo bien hecho. Hasta que un día el marido tiene un acto de valor, que en el fondo es un acto de cobardía, y se presenta en la casa de doña Lorena provisto de sus ahorros de un año, una mirada vacía y unas manos temblorosas. El salón está lleno de silencios y de tardes que se deslizan sin que Madrid lo sepa. De entre las chicas elige a su mujer, que ni siquiera se inmuta; ella también tiene los ojos vacíos, pero, a diferencia de su marido, las manos no le tiemblan. La mujer le dice con voz opaca: «Pago por adelantado, y una vez en la habitación el señor cliente me dirá lo que quiere que le haga.» El señor cliente, que se ha hartado de golpear la cabeza contra las paredes de su casa solitaria, rompe todos los principios de aquel lejano honor que le enseñaron de niño. Y dice ante el espejo: «Ahora me la vas a chupar, puta, ahora me la vas a chupar con tu boca de mamona. Y si me lo haces bien, te daré una propina.» Ella tampoco se inmuta: «No se preocupe, usted ha pagado. Por cierto, ¿cómo se llama? ¿Alberto? Bonito nombre. ¿Le gusta que se lo haga así, delante del espejo? Pues bueno, empecemos cuando quiera.» Y el hombre vio la cabeza que iba arriba y abajo, vio la larga cabellera negra que había acariciado tantas veces, notó la profundidad de la lengua, sintió que se le ponía tiesa, y entonces la sacó de repente, estrelló su propia cabeza contra una de las paredes, y en silencio se puso a llorar.
»Ésa fue una de las cosas que más impresionaron a don Paco, señor Méndez, porque ya le he dicho que don Paco era un hombre observador, reflexivo, y sin duda pasado de moda. Imagino que en la casa de doña Lorena y otras parecidas, lo mejor, tanto para el hombre como para la mujer, es no pensar, pero resulta que don Paco Rivera pensaba. Y todo eso le hizo darse cuenta de que en las camas está la verdadera historia del país, su historia más profunda o, si usted quiere, la destilación secreta de todas las historias del mundo. Durante años, creo yo, y también lo creen las chicas en las profundidades del café, vio en el aire la cara de piedra de la mamadora y las lágrimas del mamado. Como vio al rico empresario de rodillas en el salón, cuando un día fue a la casa de doña Lorena y encontró allí a su hija. Don Paco fue captando todo el dolor humano y todo el misterio que se deslizaba por delante de los espejos: yo creo que fue el único que pensaba, en un sitio donde jamás se piensa. Y fue entonces, creo yo, cuando empezó a ayudar a algunas de las chicas, entre ellas una llamada Lola, que es nombre de guerra y catre. Pero resulta que esa Lola usaba un nombre auténtico, y durante una breve estancia en la casa de doña Lorena, entre visitas de diputados y consejeros de banco, de los que no se sabe que ninguno llorara alguna vez, hizo amistad con Paco Rivera y le contó sus cosas. Parece que don Paco le dio dinero para una hija que Lola tenía en París, educándose en la inocencia.
Méndez echó la cabeza para atrás y de nuevo apareció en sus ojos, aunque fugazmente, la mirada de la serpiente vieja.
– ¿Esa hija de París se llama casualmente Carol? -preguntó en voz baja.
– No lo sé. Yo sólo sé lo que las chicas me han contado en el café, entre cortados, pipermints y encargos para la legación pontificia.
– ¿Doña Lorena puede recordarlo?
– Pues supongo que sí.
– Es que puede que yo conozca a la tal Lola -explicó Méndez-. El mundo de las camas parece muy grande, pero en el fondo no lo es tanto, y además una cama está siempre relacionada con otra. Lola también es depositaría de una historia de la España profunda. Me contaron que es hija de una emigrante, la señora Tomasa, que en los años del hambre caminó casi veinte kilómetros hasta la población de Gavá, desde la estación de Francia, llevando una maleta en cada mano y las hijas colgando de la falda. Una de las hijas era la tal Lola, que con los años llegó a hacer fortuna por la vía del altar y se casó con Pedro Mayor, un hombre rico, del que se divorció más tarde, y entonces, me han dicho, trató de hacer fortuna por la vía de la cama. Supongo que fue en esa época cuando Paco Rivera la conoció. Lola, si es la misma, tiene una hija estudiando en París, de modo que coinciden bastantes cosas.