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– No estoy de humor para conocer a nadie. Ya sabes que la primera vez no disfruto con una chica nueva, porque me cuesta habituarme. Y si son dos, peor; ¿cómo sé yo si se aman o se odian?

– Se pueden amar, don Orestes, se pueden amar. Lo que yo les recomiende.

– Quizá prefiera alguna antigua, ya conocida. ¿Qué tal Lina? -dijo él.

Los ojos de la madame se empequeñecieron un poquito más. Habrían sido apenas dos puntitos sobre los culos exhibidos en los cuadros.

– Don Orestes, ésa no se la recomiendo.

– ¿Por qué no? Era una de mis preferidas.

– Es verdad. Y también una de las preferidas de Leo Patricio.

Orestes Gomara torció levemente los labios, pero eso apenas se notó en su rostro de jugador de póquer. -¿También? -susurró.

– Sí. No creo que le moleste.

– Pues… no.

– Es normal, don Orestes. Si uno hubiera de molestarse cada vez que una chica de la casa va con otro hombre, más valdría hacerse monje de la Trapa.

– ¿Y qué pasa con Lina?

– Está muy desmejorada. Mire, don Orestes, yo no quiero que aquí se maltrate a ninguna chica, usted lo sabe bien. Pero hay clientes raros, y además los tiempos cambian. No, no es que nadie le haya hecho a Lina una cara nueva… -se apresuró a decir-. Pero algún guantazo sí que puede haberlo recibido. Hay un cliente muy rico, un fabricante, que disfruta humillando a la mujer. Quiero decir… Vamos a ver… Por ejemplo, poniéndole un collar de perro, tirando de ella con una correa y haciéndola pasear por la habitación a cuatro patas.

Orestes Gomara no se inmutó en absoluto.

Ella continuó:

– Me pidió una chica para hacerle todo eso, y yo le llevé a su habitación a Lina. Leo Patricio me pidió que la llevase a ella. Fue un éxito.

– ¿Un éxito?

– El fabricante viene cada dos por tres, y sólo la pide a ella.

– Con lo cual, Lina gana más dinero. No veo que…

– Es que ella se siente mal, don Orestes. Le ha cambiado la cara. Y el carácter, créame. A veces tiene prontos muy raros. En la habitación soporta que el cliente le dé patadas en el trasero, pero aquí, en la sala de descanso, a veces se pone a llorar. Es falta de carácter, don Orestes, porque otra chica lo soportaría bien. Y hasta hay algunas que piden que les peguen un poco, usted lo sabe, porque les gusta. Pero está de Dios que cada una haya nacido para una cosa.

– Y si Lina no está contenta, ¿por qué no se va?

Los ojos de Eva chispearon, y su sonrisa razonablemente ingenua se convirtió en una mueca antigua, en la máscara griega del desprecio.

– ¡Sólo faltaría eso! De aquí no se va una mujer sólo porque le dé la real gana.

– ¿Leo Patricio la tiene amenazada?

– Bueno, pues ya que usted lo dice, yo creo que sí.

– Pero, sin embargo, Leo Patricio no ha vuelto…

– ¿Y qué? No hace tanto tiempo que está fuera. Puede volver cualquier día.

Y en rápida transición añadió:

– Ahora que lo pienso, quizá usted querrá que pasemos cuentas, don Orestes. A veces usted se olvida de que tiene puesto un capital en el negocio.

– Ya pasaremos cuentas en otro momento -susurró él-. Y en cuanto a Lina, mejor que yo no la vea ahora, si no se encuentra bien, pero puede que la visite más adelante para animarnos los dos un poco. No puedo olvidar que llegó a ser algo así como mi querida oficial un par de meses. De momento, será mejor que no reciba más a ese cliente que la humilla.

– Lo que usted disponga, don Orestes, faltaría más. Cuando el fabricante vuelva, le diré que Lina no está.

– ¿Ella vive aún en aquel piso tan bonito que tenía en el paseo de la Bonanova?

– No. Ahora come y duerme aquí.

– Pero eso es una esclavitud…

– Ja, ja… Por favor, don Orestes, no vaya usted a creer que he transformado esto en una cárcel… ¡Menudas se han puesto las chicas de hoy para venirles con eso! ¡Qué diferencia de la buena voluntad que tenían antes! Pero lo que sucede es que Lina está haciendo obras en el piso. Tenían que haber acabado, pero se le están alargando mucho.

– Es verdad. Dicen que hoy día no hay trabajo, pero no busques un albañil ni un buen carpintero.

– Ni una buena mujer de cama.

Orestes Gomara se puso en pie, mientras la madame le miraba con un lejano desencanto.

– Me sabe mal que se vaya sin ocuparse, don Orestes. No sé cómo decirlo, pero es igual que si usted me dijese que no llevo bien el negocio. Una se siente un poco decepcionada.

– ¿Pero por qué?…

– Digamos que es orgullo profesional. Hay quien pone a punto coches, hay quien pone a punto chicas.

Por primera vez, Orestes Gomara sonrió. Su sonrisa era satisfecha pero un poco cansada, como de balance de fin de año. Fue hacia la puerta.

– Ésta ha sido solamente una visita de cortesía, Eva. Dentro de poco volveré y me presentarás a todas las chicas. ¡Ah! Ten preparadas las cuentas, porque las repasaremos. Hasta dentro de unos días.

Gomara salió. Corría un viento frío por la calle tranquila, solitaria, hecha de casas de principios del XX, chalets donde habían nacido niños con vocación de poeta de derechas, ventanas cerradas y jardines exclusivos donde un perro sólo se podía oler a sí mismo. Allí, en aquel ambiente distinguido, en uno de los rincones más discretos, estaba la casa.

Era extraño, pensó Gomara, aquel aire fresco, porque el clima de Barcelona estaba cambiando y ya no hacía frío casi nunca. Como había querido ir sin el coche, apresuró el paso, hasta encontrarse con el río de luces y el río de coches de la parte alta de Vía Augusta. Tomó en ella un taxi hasta el paseo de la Bonanova, avanzando entre otras torres que tenían también un siglo, bloques de pisos lujosos que sólo tenían un año y clínicas de alta reproducción donde se guardaba semen de la mejor calidad, de la cosecha del 94. El paseo de la Bonanova había cambiado: ya no era la tierra prometida de los indianos que volvían al país, se hacían construir una torre de dieciséis habitaciones para poder distraer a la mujer y ante ella plantaban una palmera para poder recordar la cintura de una mulata. Las torres habían sido vendidas por ansiosos herederos que sólo habían visto mulatas en elPlayboy, y en su lugar se alzaban pequeños bloques de lujo con un piso, una terraza y un adulterio por planta. Gomara se detuvo ante uno de ellos, ni el más lujoso ni el más grande, y vio las rectas de luz que se filtraban por entre las persianas. Para ser un piso en obras, la verdad era que trabajaban hasta muy tarde.

Conservaba la llave. Cuando Lina vivía en aquel ambiente refinado, entre la mejor sociedad de Barcelona, gustaba de sentarse en un sillón tipo Emmanuelle, escuchar música clásica y dar órdenes a una criada a la que acababa de sacar directamente de un colegio de monjas. Entonces Gomara, en sus viajes desde Madrid, la visitaba por las noches para evitar que alguien le viese en el burdel, a pesar de que éste era el más discreto de Barcelona. Dio por supuesto que estarían cambiadas las dos cerraduras -la de la puerta principal y la de servicio- pero quizá no la del terrado particular donde estaban los tendederos y el cuartito de la lavadora. Nadie habría pensado -tal vez- que desde ese terrado se podía saltar a la terraza inferior sin necesidad de ser un consumado atleta. De modo que probó suerte tras saludar al conserje, quien no le opuso ningún reparo porque le conocía a la perfección.

Y la suerte le acompañó. La primitiva llave -que había sido común para las tres puertas- servía. Y se encontró en un terrado desde donde se divisaban las luces de Vallvidrera, como en una montañita de púrpura, y las luces del rompeolas, con sus clubes de natación donde los veteranos practicaban el duro deporte de la sauna. Un silencio absoluto, de casa bien, lo rodeaba todo. Orestes Gomara, que no era ningún viejo, se sujetó de la barandilla y se dejó caer suavemente a la terraza inferior. Allí, aunque las persianas estaban bajadas, tenía al alcance de sus dedos las rendijas de luz.