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Miró por una de ellas: mesas con terminales de ordenador, armarios metálicos para archivo y dos hombres en mangas de camisa tecleando sin cesar ante las pantallas. Era un espectáculo bien curioso, para tratarse del piso de una cortesana de lujo.

Y de obras, nada. Aquel piso estaba transformado por el mobiliario, pero tan intacto como cuando lo conoció él.

Avanzó hacia el ángulo de la terraza, donde sabía que existía una puerta de postigos que daba al gran salón. Con un poco de suerte, estaría sólo entornada. Y acertó, porque pudo hacerla ceder después de un pequeño esfuerzo, sin causar el menor ruido.

Al entrar, distinguió efectivamente el gran salón, pero en él ya no estaba el sillón Emmanuelle, donde una mujer como Lina, por ejemplo, podía cruzar las piernas, enseñar el borde de sus medias y hacer que se corrompiesen en fila india un fabricante de Sabadell y cuatro monaguillos. Tampoco estaban los dos divanes, tan bien estudiados que en uno cabían dos mujeres haciéndose el amor, y en el otro un mirón bien estirado, esperando que cambiasen de sitio para hacerles a las dos la guerra. Era un mundo, pensaba Gomara, de mujeres expertas, calculadoras y sabias, educadas a la antigua. En el vacío que ellas dejaron estaba ahora el ordenador principal, conectado sin duda a las terminales, junto a un par de mesas donde había resúmenes de Bolsa y extractos bancarios, convirtiendo el viejo nido de amor, donde la patronal más dura se corría después de una caricia, en un centro de cálculo donde la misma patronal también se correría, pero después de una opa.

El silencio seguía siendo absoluto.

Gomara avanzó hacia una de las puertas. Ésta correspondía al antiguo despacho de la casa, donde Lina, mujer previsora, repasaba en sus buenos tiempos los números de sus inversiones, porque sabía que las inversiones tienen que encaramarse cuando los pechos empiezan a caerse. Gomara empujó la puerta y vio que, en efecto, aquello seguía siendo un despacho. No había cambiado en nada. Un hombre joven y fuerte, en mangas de camisa, consultaba, como el propio Gomara hacía con frecuencia, hojas de papel con anotaciones y largas columnas de números.

Alzó la cabeza al oír la puerta que se abría.

Gomara susurró:

– Hola, Leo Patricio.

33 UNA CUESTIÓN DE ORDEN

Leo Patricio no se sorprendió, o al menos no lo demostró en absoluto. Irguió su cuerpo trabajado en gimnasios de lujo, cuyos aparatos, por lo menos, han sido confeccionados con las piezas sobrantes de un Jaguar. Exhibió la línea de su estómago duro y liso, cultivado por las dietas de los médicos y las lenguas de las masajistas. Era todavía un atleta, pero empezaba a insinuar esos síntomas de decadencia que uno cultiva en las camas y en las vaginas, las buenas mesas y las vitolas del santoral habano. Gomara, que padecía los mismos males, lo abarcó todo con un solo golpe de vista.

Leo Patricio susurró:

– De modo que lo has adivinado.

La mano voló hacia uno de los cajones de la mesa, que estaba medio abierto. La culata del revólver brilló fugazmente.

Pero Leo Patricio no llegó a sacar el arma. En primer lugar, porque no le convenía disparar allí con un 38 que no llevaba silenciador. Y en segundo lugar, porque la actitud de Gomara le desconcertó completamente.

En efecto, Gomara no hizo el menor gesto de defensa. Al contrario, abrió su americana para demostrar que no llevaba ningún arma. Se sentó tranquilamente al otro lado de la mesa, como un cliente que espera un balance bancario.

– Tienes buen aspecto, Leo.

– Sssss… sí.

– En cambio, lo que no acaba de tener buen aspecto es este piso. Yo creo que has estropeado todo el entorno que creó Lina; ella fabricó un entorno decadente en el que un hombre podía sentirse feliz, y en cambio tú has fabricado un entorno moderno donde un hombre sólo puede sentirse rico.

– Es… un buen sitio para trabajar. Estas cosas no se pueden hacer en un café. Usted lo sabe.

– Claro que lo sé; yo he sido tu maestro, al fin y al cabo. ¿Pero cómo has conseguido echar a Lina?

– Este piso está en obras.

– Lo que está en obras es tu capullo -dijo Gomara, a quien algo se le había pegado del lenguaje de Méndez-. Esa es la excusa que da Lina para no vivir aquí. ¿Pero cómo has conseguido que no venga y que encima diga eso?

– Sabe que le conviene.

– ¿Está asustada?

– Sí.

Leo Patricio se iba recuperando de su sorpresa inicial, pero no apartaba la mano del cajón de la mesa. En contraste, Gomara había cruzado las piernas, poniéndose todavía más cómodo.

– Tú siempre has sabido asustar a las mujeres, Leo -musitó-, o seducirlas, aunque no sé cómo lo consigues porque no te veo en forma como antes. ¿Lina tiene miedo de que llegues a matarla?

– ¿Y qué, si lo tiene?

– De todos modos, supongo que has seguido mi consejo: hay que asustar, pero garantizando que si la víctima se porta bien, su suplicio acabará algún día.

– Lo he seguido. Lina piensa que un día podrá volver aquí.

– Y marchar de la casa, supongo. Eva, que siempre la había mimado, no se porta bien con ella.

Leo Patricio le observó con mirada expectante.

Gomara continuó:

– La entrega a clientes muy especiales, que la humillan y la maltratan. Y he sabido que ese nuevo modo de mover el culo por el mundo lo tiene que soportar Lina porque lo aconsejaste tú.

– ¿Y a quién le importa eso? Es una puta.

– No me importa, pero me extraña. A Lina la querías, o al menos te gustaba. Era una de tus favoritas.

– También era una de las suyas.

– Cierto, pero yo no la maltrato. ¿Tú por qué lo haces? ¿Por qué la odias?

– Yo no la odio.

– ¿Entonces quién?

– ¡No importa eso! ¡Y no estoy dispuesto a contestar más preguntas sin sentido!

– Todo tiene sentido, Leo Patricio. Todo. Incluso saber quién odia a Lina. Quién ha querido convertir su vida de cortesana de lujo, que sólo bebía licores destilados para el papa, en una cortesana de bidet, que a lo peor tiene que beber la orina de los clientes.

– ¡Eso no importa! ¡Cualquiera puede odiar a una puta!

– De todos modos, supongo que hace tiempo que no vas por el burdel. Por lo menos desde… desde lo de mi hija. Allí te dan por desaparecido. Y es normal, porque no ibas a hacerte visible después de haberte escondido en tantos sitios. Incluso en un sitio tan fétido como la pensión Internet, del barrio Chino.

– ¿Cómo… cómo ha averiguado que yo trabajo aquí?

Gomara abrió los brazos, abarcando con admiración toda la amplitud del despacho.

– No era tan difícil. Una mujer asustada y acorralada en el burdel, a la que no dejan volver a su piso de lujo porque está en obras. Un sitio perfecto para tener aquí el centro de cálculo y recibir a algunos clientes. No es el sitio definitivo, claro; algún día piensas ocupar el que ocupo yo. ¿Te extraña tanto que haya querido saber si eso de las obras era verdad?

– Muy… muy inteligente.

– Tampoco hacía falta ser un Einstein.

Gomara añadió con una sonrisa:

– Hasta ahora lo has hecho muy bien, Leo Patricio. Te has sabido ocultar como una rata de alcantarilla, la rata más lista de todas las alcantarillas de la ciudad. ¿Pero por qué tanto miedo?

– ¿Y lo pregunta, Gomara?

– Bueno, reconozco que después de lo de Virgin, resultaba muy previsible lo que yo iba a hacer.

– Previsible hasta cierto punto… Las muertes de David y Alberto resultaron sencillamente espantosas. Luego me tocaría a mí.

– ¿No te dio por pensar que yo te encontraría en este piso, si me daba por venir a visitar a Lina?

– Las cerraduras están cambiadas, y encima de las puertas hay cámaras de televisión. Cualquier sorpresa estaba prevista. Y además suponía que usted no tendría ganas de coños frescos, Gomara.