Выбрать главу

– ¿Por ejemplo, yo?… -preguntó Gomara.

– Sí.

– Por eso creasteis en mí un mundo de odio -susurró Gomara, volviendo de nuevo la cabeza hacia su hija.

– Era necesario -dijo Virgin- crear un mundo de odio del que no pudieras escapar si no era matando. Por eso utilizamos la casa de los altos de Serrano.

– Tú sabías, Virgin, que estaba infestada de micros. Y que yo podía recoger las conversaciones.

– Tú mismo me lo habías dicho.

– Por tanto, bastaba con crear un diálogo, unas amenazas, unos gritos, unos efectos sonoros. Reconozco que ni un director de cine lo habría montado mejor. Fue perfecto.

De pronto los labios de Gomara se curvaron en una mueca amarga.

– Perfecto excepto en un detalle -añadió.

– ¿Cuál?

– La sangre. La sangre que, una vez analizada, contenía restos de heces. Es decir, tenía que proceder de… de…

– Se marcó más la mueca amarga de sus labios, hasta deformárselos-. Bueno, no sé cómo lo conseguisteis.

Los que, en cambio, sonrieron ahora fueron los labios de Virgin. Pero era una sonrisa tan lejana, tan indiferente, tan despectiva, que Orestes Gomara sintió como si le hubiesen propinado en la cara un latigazo.

– Qué inocente puede llegar a ser un hombre de tu experiencia -dijo Virgin con voz donde palpitaba una especie de conmiseración-. Las cosas proceden de donde tienen que proceder. Leo sabía que, para que todo resultara convincente, tenía que hacerme daño en un determinado sitio. Bastante daño. De modo que lo que se oía en la parte final de la grabación era auténtico. El disparo, ahogado por una almohada, también lo era, pero la bala quedó empotrada en esa almohada que luego nos llevamos. No en mi… mi…

Virgin Gomara no terminó la frase. Orestes Gomara, con la cara roja como la sangre, se había lanzado sobre Leo Patricio, que continuaba imperturbable. La mesa lo frenó, pero aun así llegó al cuello de su antiguo guardaespaldas, que para escapar del asalto echó la silla hacia atrás. La simple voz de la mujer detuvo, sin embargo, a Gomara como una pared de cristal, como una cortina de mercurio detrás de la cual no hubiese nada, ni el vacío. Ni un recuerdo, ni un rubor, ni un sentimiento.

– No seas ridículo. Leo tampoco me hizo nada nuevo. En otras circunstancias, con suavidad y con música, a mí me parecía bien.

Orestes Gomara se desplomó en la butaca.

Su boca estaba muy abierta, como si le costara respirar.

– No se haga ahora el virtuoso, Gomara -dijo Leo con voz despectiva-, no me diga que no se ha doctorado ya en todas las ciencias del culo. Pero si pretende hacerse el macho, será peor. No comprendo cómo ha venido aquí sin una cochina arma.

Gomara volvió a sentarse del todo. Su boca se cerró, pero sus ojos no miraban ahora a ninguna parte.

– De modo que contábamos con su venganza, Gomara -siguió diciendo Leo Patricio-. Lo que no imaginábamos es que esa venganza fuera tan terrible.

– ¿Y qué importaba?

– Nos descubrió un salvajismo con el que ninguno de nosotros podía contar. Pero era verdad: ¿qué importaba? Muertos Alberto y David, usted, Gomara, quedaba solo, sin tiempo material para buscar a otros guardaespaldas de la máxima confianza. Era una presa fácil.

– O no -dijo Gomara.

– O sí. Sólo se trataba de buscar una buena ocasión, porque con usted no se podía hacer un trabajo chapucero. Usted iba a ser un muerto ilustre, de esos que llevan detrás a cuatro ministros oliendo el ataúd. Y no interesaba a nadie que detrás de los cuatro ministros hubiese diez policías. Tenía que ser un trabajo limpio, que no pusiera en peligro los negocios que llegarían después.

– Ya.

– De todos modos -siguió diciendo Leo Patricio-, era evidente que yo corría un grave peligro. El salvajismo de las otras muertes era superior a lo que yo esperaba, y la lógica me decía que el próximo sería yo. Ya contaba con eso, pero reconozco que llegué a sentir miedo. Tuve que ocultarme en muchos sitios mientras pasaba lo peor de la tormenta. Incluso llegué a hablar con una agencia de seguridad y protección.

Orestes Gomara cerró un momento los ojos.

Por detrás de ellos pareció pasar toda su vida, todo su dinero, todas las miradas limpias de su hija cuando en el mundo aún había miradas limpias.

Siempre con los ojos cerrados, preguntó:

– ¿Por qué sigue habiendo cosas que no entiendo?

– ¿Por ejemplo?…

– Por ejemplo, la muerte de Mónica. Sonia, o Mónica, o como demonios se hiciese llamar en la cama, había sido una cortesana de las que se dejan atar para que el cliente piense que es el rey del mundo. Pero cuando murió asesinada, no era más que una doncella en una casa bien de Madrid, un pisazo en la plaza Mayor, donde vivía la segunda esposa de un tal Paco Rivera. Mónica, Sonia, o como coño queráis, era en aquel momento la novia de David Mellado.

– Sí -dijo secamente Virgin.

– He sabido, por mis contactos en la policía, que a la fuerza tuvo que matarla un hombre. Pero, sin embargo, ella había dicho que tenía miedo de una mujer.

– Sí.

La voz de Virgin había vuelto a sonar como un latigazo.

– Sí, pero ¿qué mujer?

– Yo.

La cabeza de Orestes Gomara sufrió una sacudida. Todo su cuerpo se tensó, como si de pronto le quemara la butaca. Sus ojos se clavaron en los de Virgin, unos ojos helados y muertos, trabajados en acero, en plomo viejo, en metales de tubería, subsuelo y ataúd: unos ojos donde estaba toda la indiferencia de un número.

– ¿Tú?…

– De nada sirve negar eso ahora.

– ¿Por qué tenía miedo de ti?

– Me conocía de un modo superficial, pero era suficiente. Y se produjo uno de esos hechos con los que ni el plan mejor trazado puede contar. Después de mi desaparición, es decir, después de mi muerte, yo me mantuve escondida, porque era esencial que no me viese nadie. Incluso me alejé de Madrid; no en tren ni en avión, claro, porque ahí se puede identificar a un pasajero. Me fui en coche. Pero los coches necesitan gasolina, y en una gasolinera fue donde Mónica me vio.

– ¿Muy de cerca?

– Muy de cerca, pero yo fingí ser otra, fingí que no la conocía. Hay personas que se parecen. Confié en eso.

Con la misma voz llena de indiferencia, añadió:

– ¿Te das cuenta?… Yo estaba muerta. Si Mónica mencionaba su encuentro conmigo, todo el plan se podía ir al diablo. Por supuesto que ella no sabía aún nada de mi presunto asesinato, pero por eso mismo mencionaría que me había visto y que yo había fingido no conocerla.

– Ya.

– La amenacé por teléfono: si mencionaba ante alguien nuestro encuentro se atendría a las consecuencias. Tuve la sensación de que, mientras hablábamos, alguien descolgaba un teléfono auxiliar y oía parte de nuestra conversación…

– La segunda esposa de Paco Rivera, supongo. A lo mejor, quiso saber con quién hablaba su doncella.

– … Pero no la parte más comprometida de esa conversación. No pudo sacar nada en claro -siguió diciendo Virgin-. No… La dueña de la casa no pudo sacar nada en claro. Pero Sonia-Mónica tuvo más miedo que nunca. Miedo de una mujer, es verdad. Aunque la mató un hombre.

– David Mellado…

– Sí. -La voz de Virgin seguía siendo tan tranquila y pausada como un gota a gota-. Él, como novio de aquella imbécil, tenía todas las facilidades para hacerlo. Pero yo se lo ordené.

– ¿Por qué había de arriesgarse a hacerlo?

– Porque le prometí un gran premio -dijo cínicamente Virgin.

– ¿Dinero?

– Dinero y algo más.

– ¿Qué más?

– Mi cuerpo.

La cabeza de Gomara cayó como si le hubieran asestado un golpe en la nuca, y así se mantuvo durante unos minutos de angustioso silencio. Podía oírse el compás de las respiraciones, el crujido misterioso de los muebles, el susurrar del aire que se deslizaba por las puertas.