Sólo Gomara rompió aquel silencio para decir:
– Pequeña puta.
– No hay que darle tanta importancia -dijo entonces Leo, queriendo resumir la situación-. Al fin y al cabo, David iba a morir muy pronto. Usted lo mataría. Y él era un pequeño maricón por aceptar ese trabajo, si su hija era una pequeña puta.
– ¿Pero él no sabía que mi hija estaba «muerta»? ¿No tuvo ninguna sorpresa al recibir aquella orden?
– ¿Cómo iba a hacerlo? -preguntó Leo con un encogimiento de hombros-. Ni él ni Alberto habían intervenido en nada. No tenían la menor idea de que sus nombres estaban grabados en las cintas de la calle de Serrano. Ni la policía ni nadie habían hablado de la muerte de Virgin. Para ellos, todo seguía igual, es decir, Virgin estaba viva y yo seguía siendo el hombre de confianza de Orestes Gomara. Hizo el encargo por los mismos motivos que mueven a miles de millones de hombres a arrastrarse por el suelo un poco más: el dinero y el sexo. Como todos los macarras salidos de la nada, se moría por follarse a una mujer rica.
– ¿Y no se corría el peligro… de que me mencionase algo a mí? -preguntó Gomara después de una vacilación-. ¿De que al decir que había hablado con Virgin se fuese todo al diablo?
– No -sentenció Leo-, no se corría ese peligro. Reflexione, Gomara: ¿cómo iba a decirle David que se quería tirar a su hija? ¿Que iba a cometer un crimen sin que usted lo hubiese autorizado? Lo lógico era que intentase no verle a usted de ninguna forma, pero además intervine yo: les dije que usted había ordenado que, por necesidades del negocio, estuvieran fuera de la circulación un par de semanas. Daba por descontado que usted, Gomara, en ese tiempo, los localizaría en secreto… y acabaría con ellos. No me equivoqué.
Orestes Gomara alzó un poco la cabeza para decir:
– Sí que te equivocas, hijo de puta.
– ¿Yo?… ¿Acaso no están muertos esos dos tipos? ¿Acaso no salió bien mi plan? ¿Acaso no está usted, gran hombre, justo en el sitio donde yo he empezado ya mi negocio paralelo? ¿Y encima como un imbécil, sin llevar una maldita arma?
– Todo eso es cierto, pero te equivocas en algo fundamental. Te lo he dicho antes.
– ¿Sí? ¿Y qué es?
– Que yo no hice matar a nadie.
Leo Patricio rió con una sonrisa lenta y destilada, con una risa burlona, disuelta en ácido úrico.
– ¡Vamos, Gomara! No se haga el inofensivo y el inocente para que ahora, en la última recta del negocio, no le pase nada. Para que ahora, después de todo, no rematemos el trabajo bien.
– No tengo el menor deseo de parecer inocente. Nunca lo he sido, y menos ahora, cuando visito cloacas que no había visitado nunca. Pero aunque esos tipejos merecían morir, yo no los hice matar.
– ¿No? ¿Por qué no?
– Porque no tuve tiempo.
Si antes había hecho Leo Patricio un gesto de incredulidad, la que ahora lo hizo fue Virgin. Abandonó la jamba de la puerta, anduvo unos pasos y rodeó por detrás la butaca de Gomara, como si éste fuera un preso al que someten a interrogatorio.
Gomara musitó sin mirarla:
– Alguien encontró antes que yo a esos dos tipos, esa basura. Cuando di con ellos, no eran más que unos despojos. El que lo hizo me enseñó unas fotos.
– Eso es muy fácil decirlo ahora -susurró burlonamente Leo-. ¿Pero por qué miente, Gomara? Al fin y al cabo, nosotros no somos la policía.
– Digo la verdad, y puedo demostrarla por simple sentido común: yo todavía soy un hombre fuerte, pero no un atleta total. No uncatcher. Yo no podía dominar, aunque fuera por separado, a aquellos dos tipos y cometer con ellos dos crímenes de artista, dos crímenes de diseño.
– Se hizo ayudar por alguien, Gomara.
– O puede que se hiciera ayudar por alguien el hombre que los mató. O puede que no. Puede que ese hombre fuese capaz de hacerlo solo.
– ¿Quién?
– Yo lo sé. Lo sé.
Virgin, que era la que había hecho la pregunta, le miró con curiosidad. Estuvo a punto de preguntárselo de nuevo. Pero era otra cuestión la que obsesionaba a Leo Patricio.
Fue éste el que preguntó:
– Si usted no lo hizo, Gomara, ¿por qué se culpó?
– Poco importaba. No había pruebas contra mí.
– Pero podía haberlas. Podían aparecer. Y, en todo caso, esa confesión espontánea no le favorecía en nada, Orestes Gomara. ¿Por qué la hizo?
– Yo sabía que mi hija estaba viva. Y si ella estaba viva, tú, cabrón de mierda, tenías que estarlo también.
El insulto no hizo mella en Leo Patricio, que había oído cosas peores en su vida. Se decía que Leo Patricio había sido siempre un tipo tan rastrero que, en el acto del bautismo, el cura ya le llamó hijo de puta. En cambio, sus ojos chispearon de curiosidad al preguntar:
– ¿Sabía que su hija estaba viva? ¿Cómo lo sabía? ¿Por qué?…
– Por los movimientos bancarios.
– ¿Qué?…
– Los movimientos bancarios.
Y Orestes Gomara, con expresión imperturbable, continuó:
– Antes, los viejos policías de chistera y reloj con cadena decían«cherchez la femme» cuando querían seguir algún rastro. Es decir, y hablando con todas las precauciones del caso, sigan el olor del coño. Pero ahora el olor del coño ya no lo despiden las mujeres, sino los honestísimos cajeros de los bancos. El dinero tiene una fragancia que atraviesa los países y los continentes. Cuando me enteré, por la grabación, de lo sucedido en la casa de Serrano, pensé que, en verdad, Virgin había muerto. Y lo primero que hice fue bloquear su dinero personal. Fue fácil.
– Claro que fue fácil -dijo Leo Patricio-. Y, además, ya contábamos con eso.
– Claro que contabais con eso. Y no cometisteis ningún error: nadie había tocado aquel dinero, que estaba intacto. Pero Virgin, además, contaba, para casos de emergencia o para movilizar fondos en mi nombre, con algunas sociedades en paraísos fiscales. Esas sociedades se movían por medio de otras sociedades radicadas aquí, que a su vez no se movían por nombres, sino por cuentas numeradas. Todo muy difícil para un policía e incluso para un intendente mercantil, pero muy fácil para mí, que había creado la red. Y muy fácil para Virgin, que la conocía. Fue ahí donde me llevé la primera sorpresa, al intentar bloquear también esas sociedades.
– ¿Qué sorpresa?
– Habían sido movidos algunos fondos, y eso sólo podía haberlo hecho Virgin. Mi desconcierto fue total, pero al mismo tiempo se abrió en mí un rayo de luz: si Virgin necesitaba dinero, era porque Virgin estaba viva. Y además confiaba en que yo no iba a enterarme hasta pasado algún tiempo. Es decir, no iba a enterarme nunca, porque entonces ya sería demasiado tarde para mí. Esas cuentas, las que se movían en mi esfera familiar más íntima, yo las revisaba muy de tarde en tarde.
Virgin sólo dio dos pasos. Su taconeo elegante y pausado pareció resbalar sobre el parquet. La expresión de Leo Patricio seguía siendo imperturbable, de estuco y de piedra.
– Muy bien. Pero si usted sospechaba que Virgin estaba viva y usted no había tenido que ver con la muerte de aquellos dos cerdos, ¿por qué se acusó?
– Porque era natural, entonces, que Virgin reapareciese alguna vez -dijo Gomara, con una sonrisa glacial.
– ¿Y qué?
– Se la investigaría a ella como se me estaba investigando a mí. Y yo no quería que la destrozasen. Era mejor que la policía, a ser posible, tuviese ya un culpable.
Aquellas palabras de Gomara sonaron en la habitación lentas y pausadas, como el movimiento de un péndulo.
Y produjeron dos reacciones bien distintas.
Leo Patricio hizo una pregunta superficiaclass="underline"
– ¿Qué gana con eso?
Y Virgin hizo una pregunta cargada de profundidades:
– ¿Tanto querías a tu hija?
Gomara contestó la primera.
– Claro que ganaba algo -susurró.
– ¿Qué?
– Yo pude adivinar algo del plan. No era tan difícil comprender que podía morir. Y a falta de guardaespaldas, ¿qué mejor protección que la propia policía? Si yo era sospechoso, me vigilarían. Y hombre vigilado es hombre protegido.