– Las huellas de violencia en su ropa.
– Habrán sido destruidas por el impacto y por las manchas de sangre -le cortó Leo Patricio.
– Los impactos de los golpes que haya podido recibir antes de ser lanzado abajo.
– ¿Sí? ¿Y si no hubiese habido golpes? ¿Y si hubiese habido sólo un empujón? Pero no malgaste su tiempo, amigo: las huellas de un puñetazo en particular tampoco podrían aparecer en esa cara deshecha. Hala, invierta su tiempo en algo más úticlass="underline" en llevar su traje a la tintorería, por ejemplo. O quizá no puede. ¿Tiene uno de repuesto para ponérselo mientras tanto?
Y Leo Patricio rió secamente, burlonamente, mientras señalaba con el dedo a Méndez. Jamás un asesino -porque Méndez estaba convencido de que Leo era un asesino- se había reído de él con un aire tan triunfal. Pero no todo había terminado, por los infiernos que no. Méndez hizo una sola pregunta:
– ¿Cuándo reaparece Virgin?
– ¿Qué?
– He preguntado cuándo reaparece Virgin.
– Usted debería saber que está muerta -dijo Leo Patricio, cazado en falso por primera vez.
– ¿Muerta?… ¿Y usted cómo lo sabe?
– Bueno… Yo no sé nada. ¡Nada, eso es! Si está viva, ya aparecerá. No es asunto mío. Y además, no sé qué tiene que ver con esto.
– Gomara se acusó de todo -dijo Méndez, mirándole con fijeza.
– ¿Y qué?
– Nadie se acusa si no es para defender a alguien a quien ama. Alguien que está vivo, evidentemente. -Eso es pura imaginación suya.
– No es imaginación, es reflexión. Cierto que yo no empiezo a reflexionar hasta la segunda copa, pero los bares están abiertos. Puedo llegar a las cien copas. Y le atraparé, Leo Patricio, le atraparé antes de lo que piensa. Haré con usted un trabajo delicado: le meteré el Reglamento Penitenciario por el culo. Haré que se la lave con lejía un juez de Instrucción. Le afeitaré el capullo.
Pronunciadas estas frases rituales -símbolos de la justicia eterna, según Méndez-, el policía tuvo la repentina sensación de que iba a triunfar. Estaba en el buen camino, y atraparía a aquella rata. Si él no tenía pruebas, Leo Patricio no tenía coartadas. Un día más y lo acorralaría. Avanzó un paso hacia él.
Y se encontró con la sorpresa de que Leo Patricio le miraba burlonamente. Estaba apuntando el sobre con papeles que Méndez había sacado de uno de los bolsillos del muerto. Con la misma voz desdeñosa, Leo preguntó:
– ¿Me va a atrapar? ¿A mí?… ¿Y por qué? ¿Qué pruebas tiene? ¿He matado yo a alguien? ¡No! ¿Entonces, de qué va a acusarme? ¿De haberme tirado a una mujer? ¿A la hija de un banquero? ¿Y qué? ¿Las hijas de los banqueros no folian? Folian dentro de una cámara acorazada, naturalmente. Pero lo hacen. Lo hacen, policía del servicio de alcantarillado. Y cada vez que se corren, sube la Bolsa. ¿Va a acusarme de eso? Y si un día Virgin reaparece, ¿qué? Menos motivo todavía para acusarme. Pero no se desanime, hombre… A lo mejor, tiene las pruebas contra mí en ese sobre que llevaba el muerto.
– Pues es posible -dijo Méndez.
No se trataba de una frase vana. En efecto, era posible. Méndez no sabía lo que había en el sobre hallado en el bolsillo del muerto. ¿Y si se trataba de una acusación contra Leo Patricio? Bien pensado, era lo más lógico.
Leo Patricio había ido demasiado lejos al desafiarle.
– Esto debería abrirlo el juez -gruñó-, pero ya encontraré una excusa. Yo a los jueces me los paso por el escroto, y a las juezas no quiera usted saber.
Abrió el sobre.
Dentro había una breve carta manuscrita, evidentemente con la letra de Orestes Gomara. La firma también era suya.
Méndez la leyó:
– «Yo maté a dos miserables llamados David Mellado y Alberto Parra. Lo declaro voluntariamente para que no se carguen responsabilidades a nadie más. También declaro que voy a poner fin a mi vida inmediatamente. Mi muerte será un acto voluntario sin otro culpable que yo mismo. Ruego a la policía y al juez que no busquen otros responsables. Gracias, Miguel Don.» Sólo eso.
Méndez quedó boquiabierto.
Aquello lo hundía todo.
Todo.
Leo Patricio se dio cuenta de su expresión. Deslizándose a espaldas de Méndez, leyó por encima de su hombro. Al acabar, lanzó una carcajada.
– Lo tiene perfecto, policía de bidés -dijo-. Atrévase a decir una palabra más.
– No puedo decir una palabra más -barbotó Méndez.
– Me han contado que usted lo averigua todo, pero que por una cosa u otra nunca logra detener a un culpable.
– Cada uno tiene lo suyo -gruñó Méndez-. Pero es verdad: nunca detengo a un culpable.
– A mí menos.
– Sí, Leo Patricio: a usted menos.
– Lo único que no entiendo es eso de «Gracias, Miguel Don».
A Méndez se le crisparon las mandíbulas mientras decía:
– Yo tampoco.
36 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA
Méndez sólo entendía una cosa: no iba a poder hacer nada contra Leo Patricio ni contra Virgin Gomara, cuando ésta apareciese. El muerto que ahora yacía en la calle se había atribuido toda la responsabilidad, y la carta era una decisiva prueba legal. Sus dedos sin fuerzas estuvieron a punto de dejar caer el papel al suelo.
Leo Patricio entendía lo mismo, pero para él era completamente distinto. Lanzó de nuevo una seca carcajada.
– Vuelvo a mi despacho, Méndez -dijo-. Le felicito por su éxito. Si piensa detenerme, envíeme una carta con un mensajero de esos que reparten pizzas.
Y volvió la espalda. Nadie le siguió. El centro de atención se había trasladado por completo a la calle, donde el tráfico estaba embotellado y donde crecía y crecía el círculo de curiosos alrededor del muerto.
Méndez gruñó desde la puerta:
– Aprovechando el mensajero, le enviaré una pizza con huevos, Leo.
– ¿Sí? ¿Qué huevos?
– Los suyos.
Y desapareció de la vista de Leo Patricio. Este sonrió burlonamente y se encogió de hombros, con un gesto de indiferencia total. Entró en el despacho.
De pronto, éste era su reino. Una sensación confortable, de poderío absoluto, le invadió. Ya no debía temer a Orestes Gomara, su dinero y su sed de mal. Ya no debía temer a la policía, sus pesquisas y sus ruindades. Virgin y él habían triunfado de lleno. Unos cuantos trámites y el imperio Gomara -un imperio poblado de sombras, pero sombras de oro- pasaría a ser suyo.
Entró del todo en el despacho, entornando la puerta a su espalda. Su primera mirada fue hacia la ventana por la que había saltado Gomara: estaba perfectamente cerrada y sin huella alguna de violencia. Él había tenido la precaución lógica de cerrarla después de la caída del banquero. Estáte tranquilo, Leo.
La segunda mirada fue para la butaca en que había estado sentado Gomara.
Gomara ya no estaba, claro.
Pero en su lugar había alguien.
Leo Patricio balbuceó asombrado:
– … ¿Qué diablos?…
La mole enorme se levantó del asiento. Todos los muelles de la butaca crujieron cuando los dejó libres aquella masa de músculos. El aire del despacho se hizo más espeso, como si lo absorbiese por ley de gravitación aquella especie de estatua de acero.
Miguel Don avanzó dos pasos.
Su boca apenas se movió al preguntar:
– ¿Sorprendido, Leo Patricio?
– ¿Cómo has entrado aquí?…
– No era tan difícil colarse, con el tumulto que se ha armado abajo.
– ¿Y cómo has dado con esta casa?
– Tampoco ha sido tan difícil. Orestes Gomara me tenía al corriente de todas las visitas que pensaba hacer, o al menos de parte de ellas. Y me dijo que iba a visitar aquel centro del placer privado en el que él y tú teníais una parte del capitaclass="underline" la Real Academia de las Putas. De modo que yo también fui y hablé con la dueña. Ella me dijo que habían estado conversando acerca de Lina y su domicilio, o sea, éste. Pensé que era razonable darme una vuelta por aquí y visitarlo.