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– ¿Y qué se espera de mí?

– Sin duda hubo una encuesta judicial en los dos últimos casos y es de suponer que la policía realizó una investigación. Tu gente podría echarles un vistazo a los papeles, hablar con los oficiales que llevaron los casos y ese tipo de cosas. Luego, si se le pudiera asegurar a Dorothy que un alto cargo de la policía metropolitana ha examinado la evidencia y la da por buena, quizá dejara tranquilos a su marido y a la Peverell Press.

– Eso quizá serviría para convencerla de que la muerte de Sonia Clements fue un suicidio -objetó Dalgliesh-, pero si es supersticiosa no creo que se dé por satisfecha. La verdad, no sé qué haría falta para satisfacerla. La esencia de la superstición es que no atiende a razones. Probablemente adopte la postura de que un editor gafe es tan malo como un editor asesino. No pretenderá sugerir en serio que alguien de la Peverell Press echó un veneno no identificable en el vino de Sonia Clements, ¿verdad?

– No, no creo que llegue a ese extremo.

– Más vale que sea así; de lo contrario, los beneficios de su marido se los comerá un pleito por difamación. Me sorprende que lord Stilgoe no se haya dirigido al comisionado o a mí directamente.

– ¿Te sorprende? Yo creo entenderlo. Habría parecido, bueno, digamos que un poco timorato, excesivamente preocupado. Además, él no te conoce y yo en cambio sí. Es comprensible que haya querido hablar conmigo antes. Y naturalmente, no cabe imaginárselo en la comisaría local, haciendo cola entre dueños de perros perdidos, esposas maltratadas y conductores apesadumbrados para exponerle su problema al sargento de guardia. Francamente, me parece que no cree que le tomaran en serio. A su modo de ver, la inquietud de su esposa y el propio anónimo son razones suficientes para pedirle a la policía que eche una ojeada a lo que está ocurriendo en la Peverell Press.

Llegó el cordero, rosado, suculento y tan tierno que podía comerse con cuchara. En los minutos de silencio que Ackroyd consideraba tributo necesario a una comida perfectamente preparada, Dalgliesh rememoró su primera visión de Innocent House.

Su padre lo había llevado a Londres para celebrar que cumplía ocho años; iban a estar dos días enteros visitando la ciudad y se quedarían a pasar la noche con un amigo que era párroco en Kensington y su esposa. Recordaba la noche anterior, acostado en la cama sin poder dormir, casi enfermo de excitación, la inmensidad cavernosa y el clamor de la antigua estación de la calle Liverpool, el terror de perder a su padre, de verse engullido y arrastrado por el ejército de transeúntes de rostro ceniciento. Durante aquellos dos días en los que su padre pretendía combinar el placer con la educación, pues para su mentalidad académica ambas cosas eran indistinguibles, intentaron -era acaso inevitable- hacer demasiadas cosas. La visita había resultado abrumadora para un niño de ocho años y le había dejado un recuerdo confuso de iglesias y museos, de restaurantes y comidas raras, de torres iluminadas con focos y del cambiante reflejo de la luz sobre la superficie negra y arrugada del agua, de gráciles caballos cabrioleantes y de cascos dorados, de la fascinación y el terror provocados por la historia hecha patente en piedra y ladrillo. Pero Londres lo atrapó con un hechizo que ninguna experiencia adulta, ninguna exploración de otras grandes urbes había conseguido romper.

Fue el segundo día, en el que visitaron la catedral de San Pablo y después tomaron un vapor fluvial en el muelle de Charing Cross para ir a Greenwich, cuando vio por primera vez Innocent House, rutilante bajo el sol de la mañana, como un espejismo dorado que se alzara sobre el rielar del agua. Su padre le explicó que el nombre provenía de Innocent Walk, que quedaba al otro lado de la casa y en cuyo extremo había existido un tribunal de magistrados a comienzos del siglo xviii. Los acusados para quienes se decretaba ingreso en prisión tras la primera audiencia eran conducidos a la cárcel de Fleet; los más afortunados recorrían por su propio pie aquella senda adoquinada que conducía a la libertad. Luego empezó a contarle algo sobre los detalles arquitectónicos de la mansión, pero su voz quedó apagada por el resonante comentario del guía, lo bastante fuerte para ser oído desde todas las embarcaciones del río.

– Y aquí, a nuestra izquierda, señoras y caballeros, van a ver ustedes uno de los edificios más interesantes del Támesis: Innocent House, construida en 1830 para sir Francis Peverell, un destacado editor de la época. Sir Francis hizo un viaje a Venecia del que regresó muy impresionado por la Ca’ d’Oro, la Casa de Oro del Gran Canal. Quienes hayan ido de vacaciones a Venecia seguramente la habrán visto. Así que tuvo la idea de encargar la construcción de una casa de oro en el Támesis. Lástima que no pudiera importar el clima veneciano. -Hizo una breve pausa para dejar paso a las risas de rigor-. En la actualidad es sede de una empresa editorial, la Peverell Press, de modo que aún sigue en poder de la familia. Se cuenta una historia interesante sobre Innocent House. Por lo visto, sir Francis estaba tan absorto con la casa que tenía descuidada a su joven esposa, cuyo dinero le había ayudado a construirla, así que ella se tiró desde el balcón más alto y murió en el acto. Según la leyenda, todavía puede verse en el mármol una mancha de sangre que no se quita con nada. Se dice que, en la vejez, sir Francis se volvió loco de remordimiento y salía solo de noche para limpiar la mancha delatora. Es su fantasma el que algunos aseguran haber visto frotando la mancha sin descanso. Hay barqueros que prefieren no navegar demasiado cerca de Innocent House después de que haya oscurecido.

Todos los ojos de la cubierta se habían vuelto dócilmente hacia la casa, pero ahora los pasajeros, interesados por aquella historia de sangre, se acercaron a la barandilla, y hubo murmullo de voces y estirar de cuello, como si la mancha legendaria aún resultara visible. La imaginación en exceso vivida del pequeño Adam representó a una mujer vestida de blanco, la cabellera rubia al viento, arrojándose desde el balcón como la heroína enloquecida de alguna novela; a continuación oyó el golpe sordo y definitivo y vio el hilillo de sangre que se extendía sobre el mármol para derramarse gota a gota en el Támesis. Durante muchos años la casa, con su potente amalgama de belleza y terror, continuó ejerciendo una gran fascinación sobre él.

El guía se había equivocado en un detalle; tal vez la historia del suicidio también fuera inventada o estuviese debidamente adornada, pero ahora Dalgliesh sabía que sir Francis había quedado cautivado, no por la Ca’ d’Oro, que pese a la minuciosidad de sus magníficas tallas y tracerías le había parecido, o así lo había expresado en una carta a su arquitecto, demasiado asimétrica para su gusto, sino por el palacio del Dux Francesco Foscari. De modo que el edificio que su arquitecto había recibido instrucciones de construir a orillas de aquella corriente fría y de poderosas mareas era Ca’ Foscari. Hubiera debido resultar incongruente, una locura, inconfundiblemente veneciana y, por si fuera poco, veneciana de mediados del siglo xv. No obstante, daba la impresión de que ninguna otra ciudad, ninguna otra ubicación habría podido convenirle. A Dalgliesh aún le costaba comprender cómo había logrado tener tanto éxito aquel préstamo descarado de otra era, de otro país, de un clima más suave y más cálido. Se habían cambiado las proporciones y, sin duda, ese solo hecho habría debido convertir el sueño de sir Francis en una presunción irreal; sin embargo, la reducción de la escala se había ejecutado de un modo brillante que lograba mantener la dignidad del original. Tras los balcones exquisitamente tallados de los dos primeros pisos había seis grandes ventanas centrales en arco en lugar de ocho, pero las columnas de mármol con volutas decoradas eran copia casi exacta del palacio veneciano y los arcos centrales, aquí como allí, tenían el contrapeso de altas y sencillas ventanas que conferían a la fachada unidad y elegancia. Ante la gran puerta curva se abría un patio de mármol que conducía a un embarcadero, con unos escalones que bajaban hasta el río. A ambos lados del edificio, sendas casas urbanas de estilo Regencia en obra vista y con pequeños balcones, seguramente construidas para alojamiento de cocheros u otros miembros del servicio, se alzaban como humildes centinelas de la magnificencia central. Desde aquella celebración de su octavo aniversario había vuelto a verla muchas veces desde el río, pero nunca había entrado en ella. Recordó haber leído que había un espléndido techo de Wyatt en el vestíbulo principal y pensó que no le disgustaría verlo. Sería una lástima que Innocent House cayera en manos de filisteos.