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– ¡Oh, no! -susurró-. Gabriel, tú no. Oh, no.

No gritó. Era tan incapaz de gritar como de moverse. Cuando él le habló, lo hizo con la voz apacible que ella tan bien conocía.

– Lo siento, Frances. ¿Te das cuenta, verdad, de que no me es posible dejarte ir?

Y entonces ella se tambaleó y sintió que se sumía en una piadosa oscuridad.

61

En el cuartito de los archivos Daniel consultó su reloj. Las seis en punto. Llevaba dos horas allí, pero no había perdido el tiempo. Por lo menos había encontrado algo; las dos horas de búsqueda se habían visto recompensadas. Quizá no resultara útil para la investigación, pero tenía cierto interés. Cuando presentara la confesión al equipo, tal vez el jefe considerase que su intuición había quedado vindicada, aunque de un modo menos fructífero de lo que se esperaba, y ordenase la suspensión de la búsqueda. Nada le impedía darla ya por terminada.

Sin embargo, el éxito había reavivado su interés: casi había llegado al final de una hilera. Ya que estaba en ello, podía bajar y examinar la treintena de carpetas que le quedaba por revisar en el estante superior. Le gustaba que cada tarea tuviese un final limpio y definido. Además, todavía era temprano; si se marchaba, se sentiría en la obligación de volver a Wapping, y en aquellos momentos no le apetecía afrontar de nuevo la comprensión o la piedad de Kate. Así pues, desplazó la escalera de mano a lo largo de la estantería.

La carpeta, voluminosa pero no fuera de lo normal, se hallaba encajada entre otras dos y, al tirar de ellas, se deslizó del estante. Unos cuantos papeles sueltos le cayeron sobre la cabeza como hojas secas. Daniel bajó de la escalera con cuidado y los recogió. Los restantes documentos estaban unidos por medio de grapas, seguramente ordenados según la fecha. Dos cosas le llamaron la atención: la carpeta en sí era de cartulina marrón y muy antigua, en tanto que algunos papeles parecían recientes y estaban lo bastante limpios para haber sido archivados hacía menos de cinco años; por otra parte, aunque la carpeta no llevaba ningún rótulo, entre los papeles que recogía del suelo le saltó una y otra vez a la vista la palabra «judío». Daniel se lo llevó todo a la mesa del despachito.

Los papeles no estaban numerados y sólo podía suponer que se hallaban en el orden correcto, pero uno de ellos suscitó su curiosidad. Era una propuesta de novela, mecanografiada con poca habilidad y carente de firma. El encabezamiento rezaba: Propuesta a los socios de la Peverell Press. Leyó:

El marco y el tema universal y unificador de esta novela, provisionalmente titulada Pecado original, es la participación del Gobierno de Vichy en la deportación de judíos franceses entre 1940 y 1944. En el transcurso de esos cuatro años fueron deportados casi 76.000 judíos, la gran mayoría de los cuales murió en los campos de concentración de Polonia y Alemania. El libro narrará la historia de una familia dividida por la guerra, en la que una joven madre judía y sus gemelos de cuatro años de edad quedan atrapados en la Francia ocupada, son escondidos por sus amigos y obtienen documentos falsos, para ser luego traicionados, deportados y asesinados en Auschwitz. La novela explorará el efecto de esta traición -una pequeña familia entre millares de víctimas- en el esposo de la mujer, en los traicionados y en los traidores.

Daniel examinó los papeles sin hallar ninguna contestación a la propuesta ni ninguna comunicación de la Peverell Press. La carpeta contenía lo que evidentemente eran documentos de investigación y de trabajo. La novela estaba bien documentada, extraordinariamente bien documentada para tratarse de una obra de ficción; a lo largo de los años, el autor se había puesto en contacto, mediante una visita personal o por escrito, con una considerable variedad de organismos nacionales e internacionales: los Archivos Nacionales de París y Toulouse, el Centro de Documentación Judía Contemporánea de París, la Universidad de Harvard, la Oficina de Registros Públicos y el Real Instituto de Asuntos Internacionales, en Londres, y los Archivos de la República Federal Alemana, en Coblenza. Había también fragmentos extraídos de los periódicos del movimiento de la Resistencia -L’Humanité, Témoignage Chrétien y Le Franc-Tireur-, así como minutas de algunos prefectos de la zona no ocupada. Daniel los miró por encima: cartas, informes, documentos oficiales, copias de minutas, declaraciones de testigos oculares… La investigación era muy amplia y en algunos aspectos peculiarmente precisa: el número de deportados, los horarios de los trenes, el papel desempeñado por la policía de Pierre Laval e incluso los cambios efectuados en la jerarquía alemana en Francia durante la primavera y el verano de 1942. Pronto se hizo evidente que el investigador había procurado que su nombre no apareciese en ninguna parte. Las cartas escritas por él tenían su nombre y dirección tachados o recortados; las dirigidas a él conservaban el nombre y dirección del remitente, pero se había eliminado cualquier otro dato que hubiera permitido identificar al destinatario. No se veía ningún indicio de que todo ese material se hubiera utilizado, de que se hubiese empezado siquiera el libro, y mucho menos terminado.

Resultaba cada vez más claro que al investigador le interesaba una región en especial y un año determinado. La novela, si eso era, se iba centrando cada vez más. Al principio era como si una batería de focos se paseara por un extenso territorio haciendo resaltar un incidente, una configuración interesante, una figura solitaria, un tren en marcha; pero, poco a poco, sus haces se iban coordinando para iluminar un solo año: 1942. Fue un año en el que los alemanes exigieron un gran aumento en las deportaciones desde la zona no ocupada. Los judíos, una vez reunidos en grupos, eran conducidos al Vel d’Hiv o a Drancy, un enorme complejo de apartamentos situado en un arrabal del noreste de París. Este último campo servía como estación de paso hacia Auschwitz. En la carpeta había tres informes de testigos presenciales: uno era de una enfermera francesa que había trabajado con un pediatra en Drancy durante catorce meses, hasta que no pudo seguir soportando la acumulación de desgracias, y los otros dos de supervivientes del campo, que al parecer los habían redactado en respuesta a una solicitud específica del investigador. Una mujer había escrito:

El 16 de agosto de 1942 me detuvieron los Gardes Mobiles. No me asusté porque eran franceses y porque se mostraron muy correctos en el momento de la detención. No sabía qué se proponían hacerme, pero recuerdo que tenía la sensación de que no sería demasiado malo. Me dijeron qué pertenencias podía llevarme y me hicieron pasar un examen médico antes de trasladarme. Me enviaron a Drancy y fue allí donde conocí a la joven madre de los gemelos. Ella se llamaba Sophie, pero no recuerdo el nombre de los niños. Al principio había estado en Vel d’Hiv, pero luego la trasladaron a Drancy. Me acuerdo bien de la mujer y los niños aunque no hablábamos con frecuencia. Me contó muy poco de su vida, excepto que había vivido cerca de Aubière con un nombre falso. Lo único que le preocupaba eran sus hijos. Por entonces estábamos en el mismo barracón con otros cincuenta internos. Vivíamos en una gran miseria. Había escasez de camas y de paja para los colchones, el único alimento que recibíamos era sopa de col y estábamos enfermos de disentería. En Drancy murió mucha gente; creo que más de cuatrocientas personas en los diez primeros meses. Recuerdo el llanto de los niños y los gemidos de los moribundos. Para mí, Drancy fue tan malo como Auschwitz; pasé sencillamente de una sala del infierno a otra.

El segundo superviviente del campo describía los mismos horrores, aunque de un modo más gráfico, pero no recordaba a ninguna madre joven con gemelos.