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No se habló más de la Peverell Press hasta que empezaron a tomar el café en la biblioteca. Ackroyd se inclinó hacia delante y preguntó con cierto anhelo:

– ¿Puedo decirle a lord Stilgoe que intentarás tranquilizar a su esposa?

– Lo siento, Conrad, pero no. Le enviaré una nota diciendo que la policía no tiene motivos para sospechar que hubiera maniobras ocultas en ninguno de los casos que le interesan. Dudo que le resulte muy útil si su esposa es supersticiosa, pero eso es asunto de él y una desgracia para ella.

– ¿Y los otros problemas de Innocent House?

– Si Gerard Etienne considera que se ha violado la ley y quiere que la policía investigue, debe dirigirse a la comisaría local que le corresponda.

– ¿Como todo el mundo?

– Exacto.

– ¿No estarías dispuesto a visitar Innocent House y tener una charla informal con él?

– No, Conrad. Ni siquiera para ver el techo de Wyatt.

5

La tarde en que Sonia Clements fue incinerada, Gabriel Dauntsey y Frances Peverell compartieron un taxi para volver del crematorio al número 12 de Innocent Walk. Frances permaneció muy callada durante todo el trayecto, sentada un poco aparte de Dauntsey y mirando distraídamente por la ventanilla. Iba sin sombrero y el cabello castaño claro se curvaba, como un casco reluciente, hasta tocar el cuello del abrigo gris. Los zapatos, las medias y el bolso eran negros, y llevaba un pañuelo de gasa negra anudado al cuello. Era, recordó Dauntsey, la misma ropa que se había puesto para la incineración de su padre, un luto apropiado a la época y discreto, que mantenía a la perfección el equilibrio entre la ostentación y el debido respeto. La combinación de gris y negro, en su sombría sencillez, le daba un aire muy joven y realzaba lo que a Dauntsey más le gustaba de ella: una formalidad delicada y pasada de moda que le recordaba a las mujeres de su juventud. Permanecía distanciada e inmóvil, pero sus manos se agitaban inquietas. Dauntsey sabía que en el dedo medio de la mano derecha llevaba el anillo de compromiso de su madre, y observó cómo lo hacía girar obsesivamente bajo la gamuza negra del guante. Por unos instantes pensó en extender el brazo y cogerle la mano en silencio, pero se resistió a hacer un gesto que, se dijo a sí mismo, sólo conseguiría violentarlos a los dos. Durante todo el camino de vuelta a Innocent Walk, apenas pudo contenerse para no cogerle la mano.

Se tenían afecto. Él era, lo sabía, la única persona de Innocent House a quien ella sentía que podía confiarse ocasionalmente; sin embargo, ninguno de los dos era dado a demostraciones. Vivían separados por un corto tramo de escalera, pero sólo se visitaban si mediaba una invitación expresa, pues ambos se cuidaban mucho de entrometerse, de imponer su presencia o de iniciar una intimidad que el otro pudiera no desear o llegara a lamentar. En consecuencia, pese a que se gustaban el uno al otro, pese a que disfrutaban el uno con la compañía del otro, se veían menos a menudo que si vivieran a kilómetros de distancia. Cuando estaban juntos hablaban sobre todo de libros, de poesía, de las obras de teatro que habían visto o de programas de televisión; rara vez de la gente. Frances era demasiado escrupulosa para chismorrear y él sentía idéntica renuencia a dejarse arrastrar a una controversia sobre las novedades de la casa. Tenía su empleo, tenía su apartamento en los bajos del número 12 de Innocent Walk. Quizá ninguna de las dos cosas siguiera siendo suya por mucho tiempo, pero ya había cumplido setenta y seis años y era demasiado viejo para luchar. Sabía que el apartamento situado encima del suyo ejercía sobre él una atracción a la que era prudente resistirse. Sentado en la butaca, con las cortinas corridas sobre el suave suspirar medio imaginado del río y las piernas extendidas ante la chimenea, cuando ella lo dejaba solo para ir a hacer el café tras una de sus escasas cenas compartidas, la oía moverse calladamente por la cocina y se sentía embargado por una seductora sensación de paz y satisfacción que sería demasiado fácil convertir en parte regular de su vida.

La sala de estar de Frances ocupaba toda la longitud de la casa. Todo en ella era atractivo: las elegantes proporciones de la chimenea original de mármol, el óleo de un Peverell del siglo xviii con su esposa e hijos colgado encima de la repisa, el pequeño buró estilo reina Ana, las estanterías de caoba a ambos lados del hogar, coronadas por un frontón y por dos excelentes cabezas femeninas tocadas con velo de novia en mármol de Paros, la mesa y las seis sillas de comedor estilo Regencia, los colores sutiles de las alfombras que resplandecían sobre el dorado suelo pulido. Cuán sencillo resultaría establecer una intimidad que le abriera las puertas de ese suave bienestar femenino, tan distinto de sus tristes y mal amueblados aposentos del piso inferior. A veces, si ella telefoneaba para invitarlo a cenar, él se inventaba un compromiso anterior y salía a algún pub de las cercanías donde llenaba las largas horas entre el humo y el ruido de fondo, atento a no volver demasiado temprano, puesto que la puerta de su vivienda, en Innocent Lane, quedaba justo debajo de las ventanas de la cocina de ella.

Aquel anochecer tenía la impresión de que Frances quizás acogería con agrado su compañía, pero no estaba dispuesta a solicitarla. El no lo lamentaba. La incineración ya había sido bastante deprimente sin necesidad de tener que comentar sus banalidades; ya había tenido bastante muerte para un día. Cuando el taxi se detuvo en Innocent Walk y ella se despidió con un adiós casi precipitado y abrió la puerta de la calle sin volver la cabeza ni una sola vez, Dauntsey experimentó una sensación de alivio. Pero dos horas más tarde, después de haber terminado la sopa y los huevos revueltos con salmón ahumado que constituían su cena favorita y que preparó, como siempre, con cuidado, manteniendo el fuego bajo, apartando amorosamente la mezcla de los costados de la sartén, añadiendo una cucharada final de crema de leche, se la imaginó consumiendo su cena solitaria y se arrepintió de su egoísmo. No era la noche más indicada para que ella la pasara a solas. La llamó por teléfono y le dijo:

– Estaba pensando, Frances, si te apetecería jugar una partida de ajedrez.

Advirtió por el tono gozoso de la respuesta que su sugerencia era recibida con alivio.

– Sí que me apetecería, Gabriel. Sube, por favor. Sí, me encantaría una partida.

La mesa del comedor seguía puesta cuando llegó. Frances siempre comía con cierta formalidad, aun cuando estaba sola, pero él se dio cuenta de que la cena había sido tan sencilla como la suya. La tabla de quesos y el frutero estaban sobre la mesa y era evidente que había tomado sopa, pero nada más. También se dio cuenta de que había llorado.

– Me alegro de que hayas subido -le dijo ella, sonriente, esforzándose por hablar en tono jovial-. Así tengo una excusa para abrir una botella de vino. Resulta curioso lo reacios que somos a beber a solas. Supongo que se debe a todas aquellas tempranas advertencias de que beber en solitario es el comienzo de la caída hacia el alcoholismo.

Sacó una botella de Château Margaux y él se adelantó para descorcharla. No volvieron a hablar hasta que se hubieron acomodado ante el fuego, vaso en mano, y ella, contemplando las llamas, señaló:

– Hubiera debido estar presente. Gerard hubiera debido estar presente.

– No le gustan los funerales.

– ¡Oh, Gabriel! ¿A quién le gustan? Y ha sido horrible, ¿no crees? La incineración de papá ya fue bastante mala, pero ésta ha sido peor. Aquel clérigo patético, que ni la conocía a ella ni conocía a ninguno de nosotros, intentando parecer sincero, rezando a un Dios en el que ella no creía, hablando de la vida eterna cuando ella ni siquiera tuyo una vida que valiera la pena vivir aquí en la tierra.