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Por primera vez Daniel percibió en la voz de Kate el leve titubeo de la desesperación.

– ¿Has encontrado algo interesante? -añadió ella.

– No, nada interesante. Lo dejo ya. Me voy a casa.

62

Volvió a meter la fotografía dentro del sobre y se guardó el sobre en el bolsillo. A continuación colocó todas las carpetas en su lugar correspondiente del estante superior, entre ellas la de cartulina marrón; apagó las luces, abrió la puerta por dentro y la cerró con llave por fuera. Claudia Etienne había dejado encendidas todas las luces de la escalera y él las fue apagando mientras bajaba. Las de la planta baja las encendió para ver por dónde iba. Todos sus actos eran deliberados, extraordinarios, como si cada uno de ellos tuviera un valor singular. Echó una última mirada al gran techo abovedado, sumió el salón en tinieblas, conectó las alarmas y por último apagó la luz de la recepción y abandonó Innocent House, cerrando la puerta tras de sí. Se preguntó si volvería a entrar en ella alguna vez y sonrió con ironía al pensar que, en un momento como aquél, resuelto ya a cometer la perfidia imperdonable, la gran iconoclasia, todavía era capaz de atender meticulosamente a las cosas que carecían de importancia.

No vio señales de vida en las pequeñas ventanas laterales del número 12. Llamó al timbre de Dauntsey y alzó la vista hacia las oscuras ventanas. No hubo respuesta. Tal vez estaba con Frances Peverell. Corrió hacia Innocent Walk y fue entonces cuando, al mirar hacia la izquierda, vio que el Rover color crema de Dauntsey abandonaba su estacionamiento delante del garaje. Dio instintivamente unos pasos hacia él, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil llamarlo; con el ruido del motor y el traqueteo de las ruedas sobre los adoquines, no le oiría.

Se precipitó hacia su Golf GTI, aparcado en Innocent Lane, y emprendió la persecución. Tenía que hablar con él aquella misma noche. Al día siguiente podía ser demasiado tarde. Dauntsey sólo le llevaba medio minuto de ventaja, pero aun esa pequeña diferencia podía resultar crucial si encontraba despejada la entrada a la autopista al final de Garnet Road. Pero tuvo suerte: llegó a tiempo de ver que el automóvil giraba a la derecha en dirección este, hacia los suburbios de Essex, no hacia el centro de Londres.

Durante los siete u ocho kilómetros siguientes consiguió no perder de vista el Rover. El tráfico de vehículos que regresaban a sus casas todavía era intenso -una reluciente masa de metal que avanzaba con lentitud- y Daniel, aun conduciendo con toda la habilidad de que era capaz, de una manera más egoísta que ortodoxa, apenas ganaba distancia. De vez en cuando perdía a Dauntsey, pero al cabo de unos instantes, cuando el tráfico mejoraba ligeramente, descubría que aún circulaba por la misma carretera. Y Daniel empezó a sospechar adónde se dirigía. Conforme avanzaba se sentía más seguro; y cuando al fin se acercaron a la A12 ya no le quedó ninguna duda. Sin embargo, en cada semáforo, en cada pausa, en cada tramo de carretera despejada, su mente se concentraba en los dos asesinatos que lo habían llevado a aquella persecución, a aquella resolución.

Ahora veía el plan entero en toda su brillantez, toda su sencillez inicial. El asesinato de Etienne se había proyectado de modo que pareciera un accidente, se había calculado en todos sus detalles durante semanas, probablemente meses, esperando con paciencia el momento adecuado. La policía siempre había sabido que Dauntsey era el principal sospechoso. Nadie tenía tantas facilidades como él para trabajar en el despachito de los archivos sin ser molestado. Probablemente había cerrado la puerta con llave mientras desmontaba la estufa de gas, desprendía los cascotes de la chimenea y volvía a instalar la estufa con el cañón convenientemente obstruido. El cordón de la ventana lo había desgastado deliberadamente a lo largo de semanas. Y había elegido la noche ideal para el asesinato, un jueves, el día en que, como todo el mundo sabía, Etienne se quedaba a trabajar a solas. Lo había preparado todo para las siete y media, justo antes de salir hacia el Connaught Arms. ¿Había sido fortuito aquel compromiso? ¿El acto se había celebrado por casualidad la misma noche que él había elegido para el asesinato? ¿O bien, por el contrario, había elegido aquella noche para que coincidiera con el recital de poesía? No le habría resultado difícil concertar alguna otra cita. Siempre había parecido extraño que se hubiera molestado en acudir a la lectura de poesía; no había participado ningún otro poeta de renombre y el acontecimiento apenas podía considerarse de importancia literaria.

Debió de esperar el momento oportuno para introducirse a hurtadillas en Innocent House, cuando ya se habían marchado todos excepto Etienne, y subir sigilosamente al cuartito de los archivos. Pero aun en el caso de que Etienne hubiera salido inesperadamente de su despacho y lo hubiera visto, no le habría dicho nada. ¿Por qué iba a hacerlo? Dauntsey tenía una llave del edificio, era uno de los socios, podía ir y venir a su antojo. Etienne habría supuesto que subía a su despacho del tercer piso para buscar algún papel que necesitaba antes de dirigirse al Connaught Arms.

Y luego, ¿qué? Debió de hacer los últimos preparativos una hora antes. Daniel veía claramente cada uno de sus actos y su consecuencia. Dauntsey había cogido la mesa y la silla y las había sacado; era importante que Etienne no tuviera ningún medio de alcanzar la ventana. Luego limpió la habitación. No debía haber polvo o suciedad donde Etienne pudiera escribir el nombre de su asesino. La agenda con el lápiz ya la había robado antes, para evitar que Etienne la llevara en un bolsillo de la chaqueta o del pantalón. A continuación Dauntsey encendió la estufa de gas, abrió la llave al máximo a fin de que empezaran a acumularse los gases antes de que llegara su víctima y la retiró. Por último, colocó el magnetófono en el suelo y lo enchufó. Quería que Etienne supiera que iba a morir, que no tenía ninguna posibilidad de salvación, que en aquel edificio desierto y aislado nadie oiría sus gritos ni sus golpes en la puerta -un esfuerzo que sólo contribuiría a acelerar su fin-, que su muerte era tan inevitable como si lo hubieran arrojado a la cámara de gas de Auschwitz. Pero, sobre todo, quería que Etienne supiera por qué debía morir.

Así había quedado dispuesta la escena para el asesinato. Luego, justo antes de las siete y media, Dauntsey llamó al despacho de Etienne desde el teléfono situado junto a la puerta del cuartito de los archivos. ¿Qué debió de decirle? «Sube enseguida, he encontrado algo importante.» Etienne, naturalmente, le habría hecho caso. ¿Por qué no? Mientras subía la escalera, quizá se preguntara si Dauntsey había descubierto una pista de la identidad del bromista pesado. En todo caso, carecía de importancia lo que pensara: la llamada procedía de un hombre en el que confiaba y al que no tenía motivos para temer. La voz debió de ser imperiosa, el mensaje intrigante. Por supuesto que había subido.

La escena del crimen estaba preparada, limpia y vacía. ¿Qué sucedió después? Dauntsey estaría esperando junto a la puerta. No debió de producirse más que un breve intercambio de palabras.

– ¿Qué ocurre, Dauntsey?

Habría hablado en tono impaciente, un poco arrogante:

– Es ahí dentro, en el despachito de los archivos. Ya lo verás tú mismo. Hay un mensaje grabado en esa casete. Escúchalo y comprenderás.

Y Etienne, perplejo pero sin sospechar nada extraño, había entrado en la habitación donde debía morir.

La puerta se cerró rápidamente, la llave giró en la cerradura. Sid la Siseante ya estaba escondida entre las carpetas del archivo, y Dauntsey la extendió al pie de la puerta para obstruir incluso aquella mínima entrada de aire. Por el momento, no había que hacer nada más. Podía marcharse al recital de poesía.