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Tenía previsto regresar del Connaught Arms hacia las diez para concluir su obra. Y podría tomárselo con calma. La puerta tendría que permanecer varios minutos abierta para que se dispersaran los humos. A continuación, volvería a colocar la llave en la estafa y dejaría la habitación como estaba antes. Tendría que poner la mesa y la silla en su sitio, disponer las bandejas sobre la mesa como solían estar. ¿Y no habría pensado en nada más? Habría sido juicioso añadir otra carpeta al montón existente, documentos que Etienne hubiera podido buscar o descubrir, que hubieran despertado su interés, un expediente que le hubiera incitado a subir al despachito de los archivos; un contrato antiguo, por ejemplo, tal vez algo relacionado con Esmé Carling. Dauntsey habría podido cogerlo antes y guardarlo oculto entre otros papeles, listo para ser utilizado. Y luego, tras asegurarse de que la llave quedaba en la parte interior de la puerta, se habría marchado llevándose la serpiente consigo.

Habría podido trabajar sin prisas, seguramente moviéndose por Innocent House con ayuda de una linterna, pero sabiendo que una vez estuviera en el cuartito de los archivos podría encender la luz sin peligro. Habría bajado al despacho de Etienne para recoger la chaqueta y las llaves, colgado la chaqueta en el respaldo de la silla, depositado las llaves sobre la mesa. Por supuesto, no habría podido devolver el polvo a la repisa de la chimenea y al suelo, pero ¿realmente se habría fijado alguien en la limpieza excepcional de la habitación si desde un principio la muerte hubiese parecido accidental?

Y la escena habría hablado por sí misma. Ahí estaba Etienne, estudiando un expediente que obviamente le interesaba. Debía de tener pensado trabajar allí algún tiempo, puesto que había subido con la chaqueta y las llaves y había encendido la estufa. Había cerrado la ventana, rompiendo el cordón al hacerlo. Seguramente se habría encontrado el cuerpo desplomado sobre la mesa o en el suelo boca abajo, como si se arrastrara hacia la estufa. El único enigma habría sido por qué no se había dado cuenta de lo que estaba ocurriéndole y no había abierto la puerta de inmediato, pero uno de los primeros síntomas de la intoxicación por monóxido de carbono era la confusión mental. No se habría establecido la rigidez de la mandíbula, no habría sido necesario meterle la cabeza de la serpiente en la boca; habría resultado un ejemplo casi perfecto de muerte accidental.

Pero a Dauntsey se le habían torcido las cosas. El asalto, las horas perdidas en el hospital, el tardío retorno a casa habían trastocado todos sus planes. Cuando por fin llegó a su piso, disponía de muy poco tiempo. Frances estaba esperándole, de modo que debía actuar con extraordinaria celeridad. ¡Y en un momento en que se hallaba físicamente debilitado! Pero aún le funcionaba el cerebro. Abrió un poco el grifo de la bañera de forma que a su regreso la encontrara más o menos llena. Seguramente se había quitado la ropa y sólo llevaba puesto el batín; le convenía más entrar desnudo en el cuartito de los archivos. Pero tenía que volver allí, y aquella misma noche. Después de su accidente, resultaría muy sospechoso que fuera el primero en llegar a Innocent House a la mañana siguiente. Y lo más importante de todo, tenía que recobrar aquella cinta, aquella cinta delatora con su confesión de asesinato.

Etienne había escuchado el mensaje; Dauntsey se había dado por lo menos esa satisfacción. Su víctima había sido consciente de que estaba condenada, pero, en un rasgo de ingenio, se le había ocurrido la manera de vengarse. Decidido a que se encontrara la prueba condenatoria, se había metido la casete en la boca. Y era evidente que luego, desorientado, había tenido la idea de apagar la estufa con ayuda de la camisa. Se arrastraba a gatas por el suelo cuando le sobrevino la pérdida de la conciencia. ¿Cuánto había tardado Dauntsey en encontrar la cinta? No mucho, naturalmente. Pero tuvo que romper la rigidez de la mandíbula para apoderarse de ella y comprendió que ya no quedaba ninguna esperanza de que la muerte pudiera pasar por accidental. ¿Era por eso por lo que luego había cooperado tan plenamente con la policía y había señalado la ausencia del magnetófono, incluso la limpieza de la habitación? Eran detalles que la policía acabaría conociendo por otras personas; resultaba prudente ser el primero en mencionarlos. Y había tenido que trasladar la mesa y la silla a toda prisa; ni siquiera se había dado cuenta de que había colocado la mesa con el lado opuesto contra la pared, de modo que la posición de las bandejas quedaba invertida, ni de que había una pequeña señal en la pared que indicaba que la mesa había sido movida. Además, no disponía de tiempo para ir a buscar la chaqueta y las llaves de Etienne.

Pero ¿qué podía hacer con la mandíbula, una vez rota la rigidez? La idea de recurrir a Sid la Siseante, la serpiente, debió de ser una inspiración. La tenía allí mismo, al alcance de la mano; no necesitaba perder tiempo en ir a buscarla. Lo único que debía hacer era enroscarla en torno al cuello de Etienne y embutirle la cabeza en la boca. Había emprendido aquella serie de bromas malintencionadas para embrollar la investigación si la muerte de Etienne no se consideraba accidental, pero no podía sospechar la importancia que llegaría a cobrar para él.

Luego, al salir, vio el original de Esmé Carling, encuadernado en azul, sobre el mostrador de la sala de recepción, y su mensaje clavado con chinchetas en la pared. Debió de ser un momento de pánico, pero seguramente no duró mucho. Lo más probable era que Esmé Carling se hubiera marchado de Innocent House antes de que él llamara a Etienne para hacerlo subir al cuarto de los archivos. Quizá Dauntsey se detuvo unos instantes a reflexionar sobre la conveniencia de volver atrás para asegurarse, y llegó a la conclusión de que no valía la pena: estaba claro que se había marchado, dejando el manuscrito y la nota como proclamación pública de su indignación. ¿Le diría Carling a la policía que había estado allí o guardaría silencio? Dadas las circunstancias, Dauntsey concluyó que no mencionaría su visita. Pero decidió llevarse el manuscrito y la nota. Era un asesino previsor, tan previsor como para contemplar ya en aquellos momentos la posibilidad de que Carling tuviera que morir.

63

Frances recobraba y perdía el conocimiento, despertando a una comprensión medio borrosa para desvanecerse otra vez cuando su mente rozaba brevemente la realidad, rechazaba su horror y se refugiaba de nuevo en el olvido. Cuando volvió en sí por completo permaneció unos minutos tendida, sin moverse, sin respirar apenas, evaluando la situación paso a paso, como si esa aceptación gradual hiciese más llevadera la realidad. Estaba viva. Se encontraba tendida sobre el costado izquierdo en el suelo de un coche, cubierta por una manta de viaje. Tenía los tobillos y las manos atados. Estaba amordazada con algo blando, seguramente su propio chal de seda. El avance del vehículo era irregular; en una ocasión se detuvo, y Frances notó una suave sacudida cuando actuaron los frenos. Debían de estar parados ante un semáforo. Eso quería decir que viajaban en una corriente de tráfico. Intentó desprenderse de la manta, pero descubrió que la tenía demasiado ceñida al cuerpo. Sin embargo, aun estando atada de pies y manos, al menos podía moverse. Si había coches a su alrededor, cabía la posibilidad de que algún automovilista mirara por la ventanilla, viera las sacudidas de la manta y se extrañara. Apenas se le había ocurrido la idea cuando el coche se puso en marcha de nuevo y avanzó con suavidad.

Estaba viva. Debía aferrarse a eso. Tal vez Gabriel tuviera intención de matarla, pero le habría resultado muy fácil hacerlo mientras ella yacía inconsciente en el garaje. ¿Por qué no la había matado entonces? Resultaba inconcebible que quisiera mostrarse compasivo con ella: ¿qué compasión había tenido con Gerard, con Esmé Carling, con Claudia? Se hallaba en manos de un asesino. La palabra resonó en su mente como un aldabonazo y despertó el terror que permanecía adormecido desde que había recobrado el conocimiento. El miedo, primitivo e incontrolable, la anegó como una oleada humillante, aniquiladora de todo pensamiento y voluntad. En aquel momento comprendió por qué no la había matado en el garaje. El asesinato de Claudia, como los otros dos, debía parecer un suicidio o un accidente. Gabriel no podía dejar dos cadáveres en el suelo del garaje; tenía que deshacerse de ella, pero de una manera distinta. ¿Qué se le habría ocurrido? ¿Hacerla desaparecer por completo? ¿Un asesinato que Dalgliesh no tuviera esperanzas de resolver, puesto que no habría cadáver? Recordó haber leído en alguna parte que no era necesario presentar el cuerpo para demostrar legalmente que alguien había sido asesinado, pero quizá Gabriel no lo había tenido en cuenta. Estaba loco; tenía que estar loco. En aquellos mismos momentos podía estar haciendo planes, pensando, tratando de imaginar la mejor manera de librarse de ella: llevar el coche hasta el borde de un acantilado y arrojarla al mar; enterrarla en alguna zanja, todavía atada; echarla al pozo de una mina abandonada, donde jamás la encontrarían y moriría de hambre y de sed. Una imagen sucedía a otra, a cual más pavorosa: la aterradora caída en la oscuridad hacia el fragor del oleaje, la asfixiante mezcla de hojas y tierra húmeda pisoteada sobre sus ojos y su boca, el túnel vertical de la mina donde moriría lentamente de hambre en claustrofóbica agonía.