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Carling llegó a su última y fatídica cita en un taxi. Eso debió de ser idea de Dauntsey, e idea suya, también, que el taxi la dejara en el extremo de Innocent Passage. Él estaría esperándola en la sombra, inmóvil junto al portillo. ¿Qué le habría dicho? ¿Que podrían hablar con mayor discreción si bajaban al río? Seguramente ya habría dejado preparados en la cabina el manuscrito y la nota de los socios. ¿Qué más habría llevado allí? ¿Una soga para estrangularla, un chal, un cinturón? ¿O quizá contaba con que ella trajera su bolso de costumbre? Sin duda se lo había visto llevar muchas veces, y la correa era fuerte.

Daniel, con la mirada fija en la carretera y las manos suavemente apoyadas sobre el volante, se imaginó la escena que debía de haberse desarrollado en aquella angosta cabina. ¿Habrían hablado mucho? Quizá nada en absoluto. Ella ya debía de haberle dicho a Dauntsey por teléfono que le había visto bajar las escaleras de Innocent House llevando la aspiradora. Eso la sentenciaba. Dauntsey no necesitaba saber nada más. Habría sido más fácil y más seguro obrar sin pérdida de tiempo. Daniel se imaginó a Dauntsey haciéndose a un lado, cediéndole cortésmente el paso a la entrada de la cabina, la correa del bolso sobre el hombro de Carling… Y luego el brusco tirón de la correa hacia arriba, la caída y el pataleo en el suelo de la cabina, las viejas manos aferrando en vano el lazo de cuero mientras él lo tensaba con todas sus fuerzas. Tuvo que haber al menos un segundo de comprensión horrorizada antes de que una inconsciencia piadosa le oscureciera la mente para siempre.

Y ése era el hombre al que pretendía advertir, no porque le quedara alguna posibilidad de huida, sino porque incluso el horror de la muerte de Esmé Carling le parecía sólo una parte pequeña e inevitable de una tragedia mayor y más universal. Durante toda su vida la escritora había tejido misterios, explotado coincidencias, dispuesto los hechos para que se adaptaran a la teoría, manipulado a sus personajes, disfrutado de la vanidad del poder subrogado. Su tragedia era que, al final, había confundido la ficción con la vida real.

Fue después de haber dejado atrás Maldon y girado hacia el sur por la B1018 cuando Daniel se dio cuenta de que se había perdido. Poco antes se había detenido un minuto en el arcén de la carretera para consultar el mapa, lamentando cada segundo de tiempo perdido. Para llegar a Bradwell-on-Sea por la ruta más corta debía dejar la B1018 por un desvío a la izquierda y cruzar los pueblos de Steeple y St. Lawrence. Plegó de nuevo el mapa y siguió conduciendo por un paisaje oscuro y desolado. Pero la carretera, más ancha de lo que se figuraba, le presentó dos desvíos a la izquierda que no recordaba haber visto en el mapa y ninguna señal del primer pueblo. Un instinto que jamás había logrado explicarse le dijo que estaba dirigiéndose hacia el sur, no hacia el este. Se detuvo en un cruce para consultar los indicadores y, a la luz de los faros, vio el nombre de Southminster. Había tomado sin darse cuenta la carretera que discurría más al sur y era más larga. La oscuridad era intensa y espesa como una niebla. Y entonces las nubes dejaron un hueco a la luna y pudo ver un bar de carretera, cerrado y abandonado, dos casitas de ladrillo con tenues luces tras las cortinas y un solo árbol torcido por el viento con un fragmento de cartel blanco clavado en la corteza que aleteaba como un pájaro prisionero. A los dos lados de la carretera se extendía un terreno desolado y barrido por el viento, fantasmagórico bajo la fría luz de la luna.

Siguió adelante. La carretera, con sus vueltas y revueltas, parecía interminable. El viento, que había empezado a arreciar, azotaba suavemente el coche. Y allí estaba por fin el desvío a la derecha que conducía a Bradwell-on-Sea; Daniel vio que estaba cruzando las afueras del pueblo, en dirección a la maciza torre de la iglesia y las luces del pub. Giró una vez más hacia las marismas y el mar. No se veía ni rastro del coche de Dauntsey, y no había manera de saber cuál de los dos llegaría antes a Othona House. Daniel sólo sabía que aquél sería el fin del viaje para los dos.

66

Se abrió la portezuela de atrás. Después de la envolvente oscuridad, del olor de la gasolina, de la alfombra, de su propio miedo, el aire fresco iluminado por la luna acarició el rostro de Frances como una bendición. La joven sólo oía el suspiro del viento, sólo veía la silueta oscura que se inclinaba sobre ella. Gabriel extendió las manos y manipuló torpemente la mordaza. Por un instante ella notó el roce de sus dedos sobre la mejilla. Luego él se agachó y le desató los tobillos. Los nudos no eran complicados; de haber tenido las manos libres, ella misma habría podido deshacerlos. Gabriel no necesitó cortar las ataduras. ¿Significaba eso que no llevaba ningún cuchillo? Pero a Frances ya no le inquietaba su propia seguridad. De pronto, tuvo el convencimiento de que no la había llevado allí para matarla. Gabriel tenía otras preocupaciones, para él más importantes.

Le habló con una voz natural y apacible, la voz que ella había conocido, la que despertaba su confianza, la que le gustaba oír.

– Si te vuelves, Frances, me será más fácil desatarte las manos.

Habría podido ser su libertador quien le hablaba, no su carcelero. Frances se volvió y en unos segundos tuvo las manos libres. Intentó sacar las piernas del coche, pero las tenía rígidas y él le tendió una mano para ayudarla.

– No me toques -dijo ella.

Las palabras resultaron ininteligibles: la mordaza había estado más apretada de lo que ella creía, y tenía la mandíbula fija en un rictus de dolor. Pero él la entendió. Retrocedió de inmediato y se quedó mirándola mientras ella descendía penosamente y se apoyaba en el vehículo para sostenerse en pie. Era el momento que había estado esperando, la oportunidad de escapar corriendo, poco importaba hacia dónde. Pero Gabriel se había desentendido de ella y Frances comprendió que no hacía falta correr, que no valía la pena tratar de huir. La había llevado hasta allí por necesidad, pero ya no constituía un peligro para él, su presencia ya no tenía importancia. Los pensamientos de Dauntsey se hallaban en otro lugar. Frances podía escapar a trompicones con sus piernas entumecidas; él no se lo impediría ni trataría de seguirla. Estaba alejándose de ella, mirando hacia el contorno oscuro de una casa, y Frances pudo percibir la intensidad de su concentración. Para él, aquél era el final de un largo viaje.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó-. ¿Qué sitio es éste?

Él respondió con voz cuidadosamente controlada.

– Othona House. He venido a ver a Jean-Philippe Etienne.

Se dirigieron juntos hacia la puerta principal. Gabriel tiró de la campanilla. Ella oyó su tañido aun a través de la gruesa plancha de roble. La espera no fue larga. Oyeron el chirrido del cerrojo y el girar de la llave en la cerradura. Después se abrió la puerta y la robusta silueta de una mujer de edad vestida de negro se recortó contra la luz del recibidor.

– Monsieur Etienne vous attend -dijo.

Gabriel se volvió hacia Frances.

– No creo que conozcas a Estelle, el ama de llaves de Etienne. No te preocupes. Dentro de unos minutos podrás llamar para pedir ayuda. Mientras tanto, si quieres ir con Estelle, ella se ocupará de ti.

Ella replicó:

– No necesito que nadie se ocupe de mí. No soy una niña. Me has traído contra mi voluntad; ahora que estoy aquí, me quedo contigo.

Estelle los condujo por un largo pasillo embaldosado que llevaba a la parte posterior de la casa y, una vez ante la puerta, se apartó para cederles el paso. La habitación, obviamente un estudio, estaba recubierta de paneles oscuros, y el aire estancado conservaba el aroma penetrante del humo de leña. En la chimenea de piedra, las llamas se movían como lenguas y la madera crepitaba y siseaba. Jean-Philippe Etienne se hallaba sentado en un gran sillón de orejeras a la derecha del hogar. No se levantó. De pie junto a la ventana, mirando hacia la puerta, estaba el inspector Aaron. Llevaba puesto un voluminoso chaquetón de piel de cordero que contribuía a subrayar la corpulencia de su figura. Tenía el semblante muy pálido, pero en aquel momento un leño se partió y, por un instante, la crepitante llama lo hizo resplandecer de vida rubicunda. Sus cabellos estaban desordenados, revueltos por el viento. Debía de haber llegado justo antes que ellos, pensó Frances, y aparcado su coche fuera de la vista.