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Sin prestar atención a la joven, el inspector se dirigió inmediatamente a Dauntsey.

– Le he seguido hasta aquí. Tengo que hablar con usted.

Se sacó un sobre del bolsillo, extrajo una fotografía de su interior y, tras depositarla sobre la mesa, contempló el rostro de Dauntsey en silencio. Nadie se movió.

Dauntsey contestó:

– Ya sé lo que ha venido a decirme, pero el momento de hablar ha pasado. No está aquí para hablar, sino para escuchar.

Fue entonces cuando Aaron pareció advertir la presencia silenciosa de Frances.

– ¿Por qué está usted aquí? -le preguntó en tono brusco, casi acusador.

A Frances aún le dolía la boca, pero respondió con voz firme y clara.

– Porque me ha traído por la fuerza. He venido atada y amordazada. Gabriel ha matado a Claudia. La ha estrangulado en el garaje. He visto el cadáver. ¿No va a detenerlo? Ha matado a Claudia y mató a los otros dos.

Etienne se había puesto en pie y en aquel momento emitió un sonido extraño, algo entre un gemido y un suspiro, y volvió a desplomarse en el sillón. Frances corrió hacia él.

– Lo siento, lo siento mucho -dijo-, debería de haberlo dicho con más delicadeza.

Luego, al alzar la mirada, vio el rostro horrorizado del inspector Aaron. El inspector se volvió hacia Dauntsey y le habló casi en un susurro.

– Así que ha terminado usted el trabajo.

– No se atormente, inspector. No habría podido salvarla. Ya estaba muerta antes de que saliera usted de Innocent House. -Se volvió hacia Jean-Philippe Etienne-. En pie, Etienne -le ordenó-. Quiero verte de pie.

Etienne se incorporó lentamente en el sillón y extendió la mano hacia el bastón. Se levantó con su ayuda. Hizo un esfuerzo visible por tenerse en pie, pero se tambaleó y quizás habría caído si Frances no se hubiera adelantado para sostenerlo por la cintura. No dijo nada, pero mantuvo la vista fija en Dauntsey.

Éste prosiguió:

– Pasa detrás del sillón. Puedes apoyarte en él.

– No necesito apoyarme. -Apartó el brazo de Frances con firmeza-. Sólo ha sido un entumecimiento pasajero por haber estado sentado. No pienso ponerme detrás del sillón como si estuviera en el banquillo. Si has venido aquí como juez, no olvides que lo habitual es escuchar los alegatos antes del juicio y castigar únicamente si hay un veredicto de culpabilidad.

– Ya ha habido un juicio. Lo he celebrado yo durante más de cuarenta años. Ahora te pido que reconozcas que entregaste a mi mujer y mis hijos a los alemanes, que de hecho los enviaste a Auschwitz para que fueran asesinados.

– ¿Cómo se llamaban?

– Sophie Dauntsey, Martin y Ruth. Utilizaban el apellido de Loiret. Tenían documentos falsos. Tú eras una de las contadas personas que lo sabían. Sabías que eran judíos, sabías dónde vivían.

Etienne replicó con calma.

– Sus nombres no me dicen nada. ¿Cómo quieres que me acuerde? No fueron los únicos judíos que denuncié al Gobierno de Vichy y a los alemanes. ¿Cómo iba a acordarme de sus nombres y sus familias? Hice lo que era necesario en aquellos momentos. Si quería conservar mi cupo de papel, tinta y recursos para la prensa clandestina, era importante que los alemanes siguieran confiando en mí. ¿Cómo quieres que me acuerde de una mujer y dos niños, después de cincuenta años?

– Yo los recuerdo -dijo Dauntsey.

– Y ahora has venido en busca de venganza. ¿Sigue siendo dulce, después de cincuenta años?

– No es venganza, Etienne. Es justicia.

– Oh, no, Gabriel, no te engañes. Es venganza. La justicia no exige que al final vengas a anunciarme lo que has hecho. Pero llámalo justicia si eso tranquiliza tu conciencia. Es una palabra fuerte; espero que sepas lo que significa. Yo no estoy seguro de saberlo. Quizás el representante de la ley pueda ayudarnos.

– Significa ojo por ojo y diente por diente -dijo Daniel.

Dauntsey seguía mirando a Jean-Philippe.

– No te he quitado más de lo que me quitaste, Etienne. Un hijo y una hija por un hijo y una hija. También asesinaste a mi esposa, pero la tuya ya estaba muerta cuando averigüé la verdad.

– Sí, estaba fuera del alcance de tu mala voluntad. Y de la mía.

Pronunció las últimas palabras con voz tan queda que Frances se preguntó si realmente las había oído.

– Mataste a mis hijos -prosiguió Gabriel-; yo he matado a los tuyos. No tengo posteridad; tú tampoco la tendrás. Tras la muerte de Sophie no pude amar a ninguna otra mujer. No creo que nuestra existencia tenga ningún sentido ni que haya un futuro después de la muerte. Puesto que no hay Dios, no puede haber justicia divina. Debemos hacernos nuestra justicia nosotros mismos, y aquí, en la tierra. Me ha costado casi cincuenta años, pero me he hecho justicia.

– Habría sido más eficaz si hubieras actuado antes. Mi hijo tuvo su juventud, su virilidad; conoció el éxito, el amor de las mujeres. Eso no pudiste quitárselo. Tus hijos no lo tuvieron. La justicia debe ser rápida, además de eficaz. La justicia no espera cincuenta años.

– ¿Qué tiene que ver el tiempo con la justicia? El tiempo nos quita las fuerzas, el talento, los recuerdos, las alegrías, incluso la capacidad de afligirnos. ¿Por qué habríamos de consentir que se llevara también el imperativo de la justicia? Tenía que asegurarme, y eso también era justicia. Tardé más de veinte años en localizar a dos testigos decisivos. Pero ni siquiera entonces tenía prisa. No hubiera podido soportar diez años o más de cárcel; ahora no será necesario. A los setenta y seis años no hay nada que no se pueda soportar. Luego tu hijo decidió casarse. Hubiera podido nacer un niño. La justicia exigía que sólo murieran dos.

Etienne preguntó:

– ¿Y por eso dejaste a tus editores y viniste a la Peverell Press en 1962? ¿Ya sospechabas de mí?

– Empezaba a sospechar. Los hilos de mi investigación empezaban a entrelazarse. Me pareció conveniente instalarme cerca de ti. Y recuerdo muy bien que te alegraste de contar conmigo y con mi dinero.

– Naturalmente. Henry Peverell y yo creíamos haber conseguido un talento de primera fila. Hubieras debido guardar tus energías para la poesía, Gabriel, no malgastarlas en una obsesión inútil nacida de tu propio sentimiento de culpa. Tú no tuviste la culpa de que tu mujer y tus hijos quedaran atrapados en Francia; fue una imprudencia dejarlos en aquellos momentos, por supuesto, pero nada más. Tú te fuiste y ellos murieron. ¿Por qué has tenido que lavar esa culpa asesinando a inocentes? Pero, claro, asesinar a inocentes es tu fuerte, ¿no? Participaste en el bombardeo de Dresde. Nada de lo que yo he hecho puede competir con el horror y la magnitud de esa hazaña.

Daniel objetó, casi en un susurro:

– Eso fue distinto. Era una atroz necesidad de la guerra.

Etienne volvió la mirada hacia él.

– También para mí fue una necesidad de la guerra. -Hizo una pausa y, cuando habló de nuevo, Frances detectó en su voz una nota de triunfo apenas controlada-. Si quieres obrar como Dios, Gabriel, antes deberías asegurarte de que posees la sabiduría y los conocimientos de Dios. Nunca tuve hijos. A los trece años sufrí una infección vírica; soy absolutamente estéril. Mi esposa necesitaba un hijo y una hija, y para satisfacer su obsesión maternal accedí a proporcionárselos. Adoptamos a Gerard y a Claudia en Canadá y los trajimos con nosotros a Inglaterra. No existían lazos de sangre ni entre ellos ni conmigo. Le prometí a mi mujer que nunca se divulgaría públicamente la verdad, pero Gerard y Claudia lo supieron al cumplir los catorce años. El efecto que eso produjo en Gerard fue desafortunado. Los dos habrían debido saberlo desde el primer momento.