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– Por eso me gusta el trabajo interino. Quiero obtener una experiencia lo más amplia posible antes de aceptar un empleo permanente. Cuando lo haga, me gustaría conservarlo y desarrollar mi trabajo con éxito.

Esta declaración distaba mucho de ser veraz. Mandy no tenía intención de aceptar un empleo permanente. El trabajo interino, con su libertad de contratos y condiciones de servicio, su variedad, el conocimiento de que no estaba atada, de que incluso la peor experiencia laboral podía terminar el viernes siguiente, le convenía a la perfección; sus proyectos, empero, apuntaban en otra dirección. Mandy estaba ahorrando para el día en que, con su amiga Naomi, pudiera montar una tiendecita en Portobello Road. Allí, Naomi crearía sus joyas, Mandy diseñaría y confeccionaría sus sombreros, y las dos alcanzarían rápidamente la fama y la fortuna.

La señorita Etienne miró de nuevo el curriculum vitae y dijo con sequedad:

– Si su ambición consiste en encontrar un empleo permanente y desarrollar su trabajo con éxito, es usted un caso único en su generación.

Le devolvió el currículo con un gesto brusco e impaciente, alzó la cabeza y prosiguió:

– Muy bien. Le daremos una prueba de mecanografía. Veremos si es tan buena como asegura. En la oficina de la señorita Blackett, en la planta baja, hay un ordenador libre. Es donde usted tendrá que trabajar, así que puede hacer la prueba allí mismo. El señor Dauntsey, nuestro editor de poesía, tiene una cinta por transcribir. Está en el despachito de los archivos. -Se puso en pie y añadió-: Iremos a buscarla juntas. Conviene que se haga una idea de la distribución de la casa.

Mandy preguntó:

– ¿Poesía?

Podía resultar peliagudo transcribir una grabación. Según su experiencia, en la poesía moderna era difícil decir dónde empezaban y terminaban los versos.

– No es poesía. El señor Dauntsey está examinando los archivos para hacer un informe recomendando qué expedientes habría que conservar y cuáles habría que destruir. La Peverell Press lleva publicando desde 1792. En los archivos antiguos hay algún material interesante y debería catalogarse adecuadamente.

Mandy bajó tras la señorita Etienne la amplia escalinata curva, cruzó de nuevo el vestíbulo y volvió a la sala de recepción. Por lo visto iban a utilizar el ascensor, que sólo podía cogerse en la planta baja. No le pareció la manera más apropiada de hacerse una idea de la distribución de la casa, pero el comentario había sido prometedor; al parecer, el empleo era suyo, si lo quería. Y desde aquella primera visión del Támesis, Mandy sabía que sí lo quería.

El ascensor era pequeño -apenas un metro cuadrado- y, mientras las subía entre gruñidos, Mandy se sintió muy consciente de la alta y silenciosa figura cuyo brazo rozaba el suyo. Mantuvo la mirada fija en la rejilla del ascensor, pero su olfato percibía el perfume de la señorita Etienne, sutil y un tanto exótico, aunque tan leve que quizá ni siquiera se tratase de un perfume, sino tan sólo de un jabón caro. Todo lo que envolvía a la señorita Etienne le parecía caro a Mandy: el lustre apagado de la blusa, que sólo podía ser de seda; la doble cadena y los pendientes de oro; y la chaqueta de punto colgada informalmente de los hombros, que poseía la fina suavidad del cachemir. Pero la proximidad física de su compañera y el mero despertar de sus sentidos, estimulados por la novedad y la excitación que le provocaba Innocent House, le dijeron algo más: que la señorita Etienne no se encontraba cómoda. Era ella, Mandy, la que hubiera debido estar nerviosa. En cambio notaba que la atmósfera de la claustrofóbica cabina, que ascendía dando sacudidas con exasperante lentitud, retemblaba de tensión.

Se detuvieron con un estremecimiento brusco y la señorita Etienne descorrió las puertas de rejilla doble. Mandy se encontró en una estrecha antecámara con una puerta delante y otra a la izquierda. La puerta de enfrente estaba abierta y la joven pudo ver una gran sala completamente llena de estanterías metálicas, repletas de carpetas y legajos, que iban del suelo al techo y se extendían en hileras desde las ventanas hasta la puerta, dejando apenas el sitio justo para pasar entre ellas. El aire olía a papel viejo, rancio y mohoso. Mandy siguió a la señorita Etienne por entre los extremos de las estanterías y la pared hasta llegar a una puerta más pequeña, esta vez cerrada.

La señorita Etienne hizo una pausa y anunció:

– Aquí es donde el señor Dauntsey trabaja en los expedientes. Lo llamamos el despachito de los archivos. Dijo que dejaría la cinta sobre la mesa.

A Mandy le pareció que la explicación era innecesaria y estaba más bien fuera de lugar, y que la señorita Etienne vacilaba un instante con la mano sobre el pomo antes de hacerlo girar. Luego, con un gesto brusco, casi como si esperara encontrar resistencia, abrió la puerta de par en par.

El hedor salió a su encuentro como un espectro maligno: el familiar olor humano del vómito, no muy intenso, pero tan inesperado que Mandy retrocedió instintivamente. Mirando por encima del hombro de la señorita Etienne, abarcó con un primer golpe de vista un cuarto pequeño con el suelo de madera sin alfombrar, una mesa cuadrada a la derecha de la puerta y una sola ventana alta. Bajo la ventana había un estrecho sofá cama, y sobre la cama una mujer tendida.

No habría hecho falta ningún olor para que Mandy supiera que estaba contemplando la muerte. No gritó -nunca había gritado por miedo ni a causa de un sobresalto-, pero un puño gigante enfundado en un guante de hielo le aferró y retorció el corazón y el estómago de tal modo que empezó a temblar con violencia, como una niña rescatada de un mar helado. Ninguna de las dos habló, pero ambas se acercaron a la cama -Mandy pegada a la espalda de la señorita Etienne- con pasos sigilosos, casi imperceptibles.

La mujer yacía sobre una manta a cuadros y había cogido la almohada de debajo para recostar en ella la cabeza, como si aun en los instantes postreros de conciencia hubiera necesitado esta última comodidad. Junto a la cama había una silla sobre la que descansaban una botella de vino vacía, un vaso sucio y un frasco grande con tapón de rosca. Bajo ella habían colocado un par de zapatos de cordones de color marrón, el uno junto al otro. Mandy pensó que quizá se los había quitado porque no quería ensuciar la manta. Pero la manta estaba sucia, al igual que la almohada. Un rastro de vómito, como la baba de un caracol gigante, se adhería a la mejilla izquierda y volvía rígida la almohada. La mujer tenía los ojos entreabiertos y en blanco, y su cabellera gris, peinada con flequillo, apenas estaba desordenada. Llevaba un jersey marrón de cuello alto y una falda de tweed de la que sobresalían, como un par de palos, dos piernas flacas extrañamente torcidas. El brazo izquierdo estaba extendido hacia fuera, casi tocando la silla, y el derecho reposaba sobre el pecho. Antes de morir, la mano derecha había estrujado la fina lana del jersey y había tirado de él hacia arriba, dejando al descubierto unos centímetros de camiseta. Junto al frasco de píldoras vacío había un sobre cuadrado con unas palabras escritas en vigorosa caligrafía negra.

– ¿Quién es? -susurró Mandy con tanta reverencia como si estuviera en la iglesia.

La señorita Etienne habló con voz serena.

– Sonia Clements. Una editora de la casa.

– ¿Iba a trabajar para ella?

Mandy se dio cuenta de que la pregunta era irrelevante nada más hacerla, pero la señorita Etienne respondió:

– Por algún tiempo, sí, pero no mucho. Se marchaba a final de mes.

Recogió la carta como si quisiera sopesarla entre las manos. Mandy pensó: «Querría abrirla, pero no delante de mí.» Al cabo de unos segundos, la señorita Etienne observó: