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Otra curiosidad, aunque de un orden distinto, era la larga serpiente de terciopelo a rayas verdes, enroscada entre las asas de los dos cajones superiores de los archivadores de acero. Un minúsculo sombrero de copa coronaba los brillantes botones que tenía por ojos, y una lengua bífida de franela roja colgaba de la blanda boca abierta, forrada de lo que parecía ser seda rosa. Mandy había visto ya otras serpientes similares; su abuela tenía una. Servían para ponerlas al pie de la puerta a fin de evitar corrientes de aire o para enrollarlas en torno al pomo y así mantener la puerta entornada. Pero se trataba de un objeto ridículo, una especie de juguete infantil; desde luego, no era algo que hubiera esperado ver en Innocent House. Le habría gustado interrogar a la señorita Blackett al respecto, pero la señorita Etienne les había dicho que no hablaran y estaba claro que la señorita Blackett interpretaba que esta prohibición era aplicable a toda conversación que no fuese de trabajo.

Transcurrieron los minutos en silencio. Cuando Mandy estaba a punto de llegar al final de la cinta, la señorita Blackett alzó la mirada.

– Ya puede dejar eso. Voy a dictarle algo. La señorita Etienne me ha pedido que le haga una prueba de taquigrafía.

Sacó un catálogo de la empresa del cajón de su escritorio, le entregó un cuaderno de notas a Mandy, acercó la silla y empezó a leer en voz baja sin mover apenas los labios casi exangües. Los dedos de Mandy trazaron automáticamente los familiares jeroglíficos, pero su mente retuvo algunos datos sobre la lista de obras de no ficción de próxima aparición. De vez en cuando a la señorita Blackett le fallaba la voz, por lo que Mandy se dio cuenta de que también ella estaba escuchando los sonidos del exterior. Tras el siniestro silencio inicial habían empezado a oírse pasos, susurros medio imaginados y, luego, pisadas más fuertes que resonaban sobre el mármol y voces masculinas llenas de seguridad.

La señorita Blackett, con los ojos clavados en la puerta, habló con voz carente de expresión.

– Y ahora, ¿querría leérmelo?

Mandy leyó en voz alta las notas taquigráficas sin cometer ningún error. Hubo otro silencio. Por fin se abrió la puerta y entró la señorita Etienne.

– Ha llegado la policía -les anunció-. Ahora están esperando al médico y luego se llevarán a la señorita Clements. Será mejor que no salgan de aquí hasta que se hayan marchado. -Miró a la señorita Blackett-. ¿Ha terminado la prueba?

– Sí, señorita Claudia.

Mandy le entregó las listas mecanografiadas. La señorita Etienne las miró por encima y dijo:

– Muy bien, el puesto es suyo si le interesa. Puede empezar mañana a las nueve y media.

4

Diez días después del suicidio de Sonia Clements y exactamente tres semanas antes del primero de los asesinatos que se perpetraron en Innocent House, Adam Dalgliesh almorzaba con Conrad Ackroyd en el Club Cadáver. La invitación había partido del último y fue transmitida por teléfono con ese aire un tanto siniestro de conspirador que envolvía todas las invitaciones de Conrad. Tratándose de él, incluso una cena de compromiso ofrecida en cumplimiento de relevantes obligaciones sociales prometía misterios, cábalas, secretos para divulgar entre los escasos privilegiados. La fecha propuesta no se adaptaba demasiado bien a las conveniencias de Dalgliesh, quien modificó su agenda con cierta renuencia mientras reflexionaba que una de las desventajas de entrar en años era la creciente aversión a los compromisos sociales, combinada con la incapacidad de reunir el ingenio o la energía suficientes para esquivarlos. La amistad existente entre ellos -suponía que ésa era la palabra adecuada; desde luego, no eran meros conocidos- se fundaba en el uso que cada uno hacía ocasionalmente del otro. Puesto que los dos lo reconocían así, ninguno consideraba que el hecho requiriera justificación ni excusa. Conrad, uno de los chismosos más notorios y fiables de Londres, le había resultado útil con frecuencia, sobre todo en el caso Berowne. Esta vez era evidente que le correspondía a Dalgliesh prestar el servicio, aunque la petición, en cualquier forma que se presentara, seguramente sería más molesta que onerosa: la comida del Cadáver era excelente y Ackroyd, si bien solía hacer el payaso, pocas veces aburría a sus acompañantes.

Más tarde llegaría a parecerle que todos los horrores que siguieron emanaban de aquel almuerzo absolutamente ordinario y se sorprendería pensando: «Si esto fuese ficción y yo fuera novelista, ahí es donde empezaría todo.»

El Club Cadáver no se contaba entre los clubs privados más prestigiosos de Londres, pero su círculo de miembros lo consideraba uno de los más útiles. Construido a comienzos del siglo xix, en su origen había sido la residencia de un abogado rico, aunque sin especial renombre, quien en 1892 legó el edificio, con la adecuada dotación, a un club privado fundado unos cinco años antes, que se reunía regularmente en su salón. El club era y seguía siendo estrictamente masculino, y el principal requisito para ingresar en él consistía en poseer un interés profesional por el asesinato. Ahora, como entonces, figuraban entre sus miembros unos cuantos oficiales superiores de la policía ya retirados, abogados en activo y jubilados, casi todos los criminólogos profesionales y aficionados más prestigiosos, periodistas de sucesos y algunos destacados autores especializados en novela de misterio, todos varones y admitidos por condescendencia, puesto que el club era de la opinión que, por lo que al asesinato se refiere, la ficción no puede competir con la vida real. Poco antes, el club había estado a punto de pasar de la categoría de excéntrico a la más peligrosa de club de moda, un riesgo que el comité se había apresurado a contrarrestar dando bola negra a las seis solicitudes siguientes de ingreso. El mensaje fue recibido. Como se quejaba un malhumorado aspirante, ser rechazado por el Garrick resultaba embarazoso, pero serlo por el Cadáver era ridículo. Así pues, el club conservaba su carácter reducido y, según sus excéntricos criterios, selecto.

Mientras cruzaba Tavistock Square bajo la suave luz de septiembre, Dalgliesh se preguntó qué avalaba a Ackroyd para ser miembro del club. De pronto recordó el libro que su anfitrión había escrito cinco años antes a propósito de tres asesinos célebres: Hawley Harvey Crippen, Norman Thorne y Patrick Mahon. Ackroyd le había remitido un ejemplar firmado y, al leerlo detenidamente Dalgliesh, había quedado sorprendido por la cuidadosa investigación y el aún más cuidadoso estilo. Ackroyd defendía la tesis, no totalmente original, de que los tres eran inocentes en el sentido de que ninguno había pretendido matar a su víctima, y presentaba una argumentación verosímil, ya que no del todo convincente, basada en un minucioso examen de las pruebas médicas y forenses. Para Dalgliesh, el mensaje principal del libro era que quienes desearan ser absueltos de asesinato harían bien en abstenerse de descuartizar a la víctima, una práctica hacia la cual los jurados ingleses mostraban su repugnancia desde hacía mucho tiempo.

Habían quedado en la biblioteca para tomar un jerez antes del almuerzo y Ackroyd ya estaba allí esperándole, acomodado en uno de los sillones de piel. Al ver a Dalgliesh, se incorporó con una agilidad sorprendente en alguien de su tamaño y se acercó a él dando pasos cortos y casi saltarines, sin aparentar ni un día más que cuando se habían visto por primera vez.

– Me alegro de que hayas podido dedicarme este rato, Adam; ya sé lo ocupado que estás ahora. Asesor especial del comisionado, miembro del grupo de trabajo sobre las brigadas regionales contra el crimen y alguna que otra investigación de asesinato para no perder la costumbre. No debes permitir que te agobien de trabajo, muchacho. Voy a pedir el jerez. Había pensado en invitarte a mi otro club, pero ya sabes lo que pasa. Almorzar allí es una buena manera de recordarle a la gente que aún sigues vivo, pero todos los miembros se acercan para felicitarte por ello. Comeremos abajo, en el reservado.