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Ackroyd se había casado a una edad más bien madura, para asombro y consternación de sus amigos, y vivía en un estado de autosuficiencia conyugal en una amena villa de estilo eduardiano situada en St. John’s Wood, donde Nelly Ackroyd y él se dedicaban a la casa y al jardín, a sus dos gatos siameses y a los achaques en gran medida imaginarios de Ackroyd. El hombre poseía, dirigía y financiaba con una cuantiosa renta particular The Paternoster Review, una mezcla iconoclasta de artículos literarios, críticas y habladurías, estas últimas cuidadosamente investigadas y algunas veces discretas, aunque más a menudo tan maliciosas como ciertas. Nelly, aparte de atender la hipocondría de su marido, se dedicaba a coleccionar con entusiasmo relatos escolares para chicas escritos en los años veinte y treinta. Su matrimonio era un éxito, aunque los amigos de Conrad aún tenían que hacer un esfuerzo para acordarse de preguntar por la salud de Nelly antes de interesarse por los gatos.

La última vez que Dalgliesh había estado en la biblioteca del club, su visita había sido profesional y tenía por objeto recabar información. En aquella ocasión se trataba de un caso de asesinato y lo había recibido otro anfitrión. Sin embargo, no parecía haber cambiado gran cosa. La sala, orientada al sur, daba a la plaza, y esta mañana la calentaba un sol que, al filtrarse a través de las finas cortinas blancas, hacía que el menguado fuego resultara casi innecesario. En un principio salón de recibir, ahora hacía las veces de sala de estar y biblioteca. Las paredes estaban cubiertas por vitrinas de caoba que contenían la que probablemente era la biblioteca particular de libros sobre el crimen más completa de Londres, con todos los volúmenes de las series Juicios británicos notables y Juicios famosos, así como libros de jurisprudencia médica, criminología y patología forense, además de algunas primeras ediciones de Conan Doyle, Poe, Le Fanu y Wilkie Collins, alojadas en una vitrina distinta como para demostrar la innata inferioridad de la ficción respecto a la realidad. La gran vitrina de caoba seguía en su lugar, llena de objetos adquiridos o donados a lo largo de los años, entre ellos el libro de oraciones de Constance Kent con su firma en la guarda, la pistola de chispa que supuestamente utilizó el reverendo James Hackman para asesinar a Margaret Wray, amante del conde de Sandwich, y una ampolla llena de polvos blancos -arsénico según se decía-, hallada en posesión del mayor Herbert Armstrong. Se había añadido una nueva adquisición desde la última visita de Dalgliesh. Yacía enroscada en el lugar de honor, siniestra como una serpiente letal, bajo un rótulo que anunciaba que aquélla era la soga con que se había ahorcado a Crippen. Mientras se volvía para salir de la biblioteca siguiendo a Ackroyd, Dalgliesh comentó apaciblemente que la exhibición pública de ese objeto bárbaro era de mal gusto, objeción que Ackroyd repudió de un modo igualmente apacible.

– Un poco morboso, quizá, pero llamarlo bárbaro es ir demasiado lejos. Después de todo, esto no es el Ateneo. Probablemente es bueno que a algunos de los miembros más antiguos se les recuerde el fin natural de sus anteriores actividades profesionales. ¿Seguirías siendo policía si no hubiéramos abolido la ejecución mediante la horca?

– No lo sé. Por lo que a mí respecta, la abolición no afecta a este dilema moral en particular, puesto que yo preferiría la muerte a veinte años de cárcel.

– Pero no la muerte por ahorcamiento, ¿verdad?

– No, eso no.

Para él, y sospechaba que para la mayoría de la gente, el ahorcamiento había encerrado siempre un horror especial. A pesar de los informes de las diversas Reales Comisiones sobre la pena capital, que le atribuían humanidad, rapidez y la certeza de una muerte instantánea, en su opinión seguía siendo una de las formas más desagradables de ejecución judicial, característica puesta de relieve por horripilantes imágenes trazadas con tanta precisión como si de un dibujo a plumilla se tratara: las acumulaciones de víctimas tras el paso de ejércitos triunfantes; las víctimas patéticas y medio dementes de la justicia del siglo xvii; los redobles de tambor en el alcázar de los navíos, donde la armada cumplía su venganza y emitía sus advertencias; las mujeres del siglo xviii condenadas por infanticidio; aquel ritual ridículo pero siniestro del cuadradito negro colocado sobre la peluca del juez; la puerta disimulada pero, por lo demás, ordinaria que conducía de la celda del reo a ese último y breve paseo. Estaba bien que todo eso hubiera pasado a la historia. Por unos instantes, el Club Cadáver se le antojó un lugar menos agradable para almorzar, y sus excentricidades más repugnantes que divertidas.

El reservado del Club Cadáver era un lugar confortable, situado en una pequeña habitación de la planta baja, en la parte trasera de la casa, con dos ventanas y una puerta ventana que daban a un estrecho patio pavimentado, al cual delimitaba un muro de tres metros cubierto de hiedra. El patio podía alojar tres mesas con comodidad, pero los miembros del club no eran aficionados a comer al aire libre, ni siquiera en los infrecuentes días calurosos del verano inglés; al parecer, ello se debía a una atávica excentricidad, según la cual dicha costumbre se consideraba incompatible con la adecuada apreciación de la comida o con la intimidad indispensable para la buena conversación. Para disuadir a cualquier miembro que pudiera sentirse tentado de sucumbir a tal capricho, en el patio había macetas de diversos tamaños con geranios y hiedras que dejaban poco espacio libre, que aún quedaba más restringido por la presencia de una enorme copia en piedra del Apolo de Belvedere apoyada en un rincón de la pared, regalo, según se rumoreaba, de uno de los antiguos miembros del club cuya esposa la había desterrado de su jardín suburbano. Los geranios todavía estaban en plena flor, y sus vistosos rojos y rosados resplandecían a través del cristal, realzando la primera impresión de acogedora domesticidad. Era patente que en otro tiempo la habitación había sido una cocina, pues aún seguía instalado contra una pared el fogón de hierro original, sus hornos y barrotes ahora bruñidos hasta parecer de ébano. De la viga ennegrecida que había sobre él pendían utensilios de hierro y una hilera de peroles de cobre, abollados pero refulgentes. Un aparador de roble, que ocupaba toda la longitud de la pared opuesta, servía de receptáculo para la exhibición de aquellos regalos y legados de los miembros que se juzgaban impropios o indignos de la vitrina de la biblioteca.

Dalgliesh recordó que en el club regía una ley no escrita, según la cual ninguna ofrenda de un miembro, por inadecuada o extravagante que fuese, debía ser rechazada, y el aparador, al igual que toda la habitación, prestaba testimonio de los peculiares gustos y aficiones de los donantes. Delicadas bandejas de Meissen estaban colocadas, de forma harto incongruente, junto a recuerdos Victorianos decorados con cintas y vistas de Brighton y Southend-on-Sea. Una jarra que parecía un trofeo de feria se hallaba entre una porcelana victoriana de Staffordshire -sin duda alguna original- que representaba a Wesley predicando desde el púlpito y un magnífico busto del duque de Wellington en mármol de Paros. Un surtido de jarras conmemorativas de la coronación y tazas antiguas de Staffordshire pendía en precario desorden de los ganchos. Al lado de la puerta había una pintura sobre cristal que representaba el entierro de la princesa Carlota; sobre ella, una cabeza de alce disecada, con un viejo panamá encasquetado en el cuerno izquierdo, contemplaba con ojos vidriosos y lúgubre desaprobación una lámina grande y truculenta que reproducía la carga de la Brigada Ligera.

La cocina actual no quedaba muy lejos; Dalgliesh alcanzaba a oír agradables tintineos y, de vez en cuando, el golpe sordo del montacargas de la comida al bajar desde el comedor del primer piso. Sólo estaba puesta una de las cuatro mesas, con un mantel inmaculado, y Dalgliesh y Ackroyd tomaron asiento junto a la ventana.