Vistas así las cosas, no había réplica posible. Pero, ante la ley, lo único que hacía la agencia de viajes era facilitar billetes de avión y reservas de hotel. Lo que el viajero hiciera una vez allí era asunto suyo. Brunetti recordó entonces el curso de Lógica que había seguido en la universidad y de cómo lo entusiasmaba su simplicidad prácticamente matemática. Todos los hombres son mortales. Giovanni es hombre. Por lo tanto, Giovanni es mortal. Recordaba que había reglas para comprobar la validez de un silogismo, algo sobre un término mayor y un término medio: tenían que encontrarse en un lugar determinado y no podía haber muchos que fueran negativos.
Los detalles se habían esfumado, se habían volatilizado junto con todos aquellos otros hechos, estadísticas y principios básicos que se habían fugado de su memoria durante las décadas transcurridas desde que terminó sus exámenes y fue admitido en las filas de los licenciados en derecho. Aun a esta distancia, recordaba la gran seguridad que le había infundido saber que había leyes incuestionables que podían utilizarse para determinar la validez de conclusiones, leyes cuya rectitud podía demostrarse, leyes que se basaban en la verdad.
Los años habían debilitado aquella seguridad. Ahora la verdad parecía ser patrimonio de los que podían gritar más o contratar a mejores abogados. Y no había silogismo que pudiera resistir la elocuencia de una pistola, de un puñal, o de cualquiera de las otras formas de argumentación que poblaban su vida profesional.
Ahuyentó estas reflexiones y volvió a concentrar la atención en Vianello, que en aquel momento terminaba una frase:
– ¿… un abogado?
– Perdón, ¿decía? Estaba pensando en otra cosa.
– Preguntaba si había pensado en buscar a un abogado.
Desde el momento en que había salido del despacho de Patta, Brunetti había estado zafándose de esta idea. Del mismo modo en que no había querido responder por su esposa ante aquellos hombres, se había resistido a planear una estrategia para hacer frente a las consecuencias judiciales de la conducta de Paola. Aunque conocía a la mayoría de abogados penalistas de la ciudad y mantenía bastante buenas relaciones con muchos de ellos, su trato era meramente profesional. Sin darse cuenta, empezó a repasar la lista, tratando de recordar el nombre del que había ganado un caso de asesinato hacía dos años. Desechó la idea.
– De eso tendrá que encargarse mi esposa.
Vianello asintió, se puso en pie y, sin decir más, salió del despacho.
Cuando el sargento hubo salido, Brunetti se levantó y empezó a pasearse entre el armario y la ventana. La signorina Elettra estaba repasando las cuentas bancarias de dos hombres que no habían hecho nada más que denunciar un delito y sugerir la solución más favorable para la persona que prácticamente se jactaba de haberlo cometido. Se habían tomado la molestia de venir a la questura y habían ofrecido un compromiso que evitaría a la culpable las consecuencias judiciales de su acción. Y Brunetti se mantendría con los brazos cruzados mientras se investigaban sus finanzas por unos medios que probablemente eran tan ilegales como el delito del que uno de ellos había sido víctima.
No cabía la menor duda de que lo que había hecho Paola era ilegal. Se paró al advertir que ella nunca había negado que fuera ilegal. Sencillamente, no le importaba. Él había dedicado su vida a defender el concepto de la legalidad, y ahora su mujer se permitía escupir sobre ese concepto como si fuera un convencionalismo estúpido que no la vinculaba en absoluto, simplemente, porque no estaba de acuerdo con él. Sintió que se aceleraban los latidos de su corazón mientras despertaba la cólera que estaba latente en su interior desde hacía varios días. Ella actuaba por capricho, a impulsos de una definición autofabricada de la conducta correcta, y él, simplemente, tenía que limitarse a admirar boquiabierto tan noble proceder mientras su carrera se iba al garete.
Brunetti se pilló a sí mismo dejándose arrastrar hacia esta actitud y frenó antes de empezar a lamentarse del efecto que todo esto tendría en su posición respecto de sus colegas en la questura y el coste para su autoestima. De modo que, al llegar a este punto, tuvo que darse a sí mismo la respuesta que había dado a Mitri: él no podía hacerse responsable de la conducta de su esposa.
Ahora bien, esta explicación en poco o nada contribuyó a calmar su cólera. Siguió paseando y, como también este medio resultara inútil, bajó al despacho de la signorina Elettra.
– El vicequestore ha salido a almorzar -le informó ella con una sonrisa al verle entrar, pero no dijo más, manteniéndose a la expectativa, para sondear el humor de Brunetti.
– ¿Se ha ido con ellos?
La joven asintió.
– Signorina -empezó el comisario, y se interrumpió, buscando las palabras-. No creo necesario que siga usted haciendo preguntas acerca de esos hombres. -Al ver que ella iba a protestar, agregó, anticipándose a sus objeciones-. No hay indicios de que alguno de ellos haya cometido delitos, y me parece que sería poco ético empezar a investigarlos. Especialmente, dadas las circunstancias. -Dejó que ella imaginara cuáles eran las circunstancias.
– Comprendo, comisario.
– No le pido que comprenda, sólo digo que no debe usted empezar a indagar en sus finanzas.
– No, señor -dijo ella volviéndose hacia el ordenador y encendiendo el monitor.
– Signorina -insistió él con voz átona y, cuando ella desvió la mirada de la pantalla, prosiguió-: Hablo en serio, no quiero que se hagan más preguntas acerca de esas personas.
– Pues no se harán, comisario -dijo ella sonriendo con radiante falsedad, y puso los codos encima de la mesa apoyando el mentón en los dedos entrelazados como una soubrette de película francesa barata-. ¿Eso es todo, comisario, o hay algo que yo pueda hacer?
Él dio media vuelta sin contestar y se dirigió hacia la escalera, pero antes de llegar a ella cambió de idea y salió de la questura. Subió por el muelle hacia la iglesia griega, cruzó el puente y entró en el bar que quedaba enfrente.
– Buon giorno, commissario -saludó el camarero-. Cosa desidera?
Sin saber qué pedir, Brunetti miró el reloj. Había perdido la noción del tiempo y le sorprendió ver que era casi mediodía.
– Un'ombra -respondió y, cuando el hombre le sirvió el vasito de vino blanco, lo vació de un trago, sin saborearlo. El vino no arregló nada, y el buen sentido le dijo que un segundo vaso arreglaría menos aún. Dejó mil liras en el mostrador y volvió a la questura. Sin hablar con nadie, subió a su despacho, se puso el abrigo y se fue a casa.
Durante el almuerzo, se hizo evidente que Paola había contado a los chicos lo sucedido. La confusión de Chiara era evidente, mientras que Raffi miraba a su madre con interés, quizá hasta con curiosidad. Nadie habló del tema, y la comida transcurrió en relativa calma. Normalmente, Brunetti hubiera disfrutado con los tagliatelle frescos con porcini, pero hoy apenas los probó. Como tampoco saboreó los spezzatini con melanzane frito que siguieron. Después de comer, Chiara fue a su clase de piano y Raffi a casa de un amigo a estudiar matemáticas.
Una vez a solas, mientras tomaban café, él con grappa y ella solo y muy dulce, con los platos y las fuentes todavía en la mesa, él preguntó:
– ¿Vas a contratar a un abogado?
– Esta mañana he hablado con mi padre.
– ¿Y qué te ha dicho?
– ¿Te refieres a antes o después del bufido?
Brunetti no pudo menos que sonreír. «Bufido» era una palabra que, ni con un alarde de imaginación, se le hubiera ocurrido asociar a su suegro. La incongruencia lo divirtió.