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– Eso lo decía la nota, signor Dorandi.

– ¿Cuál es la diferencia?

– Son dos acusaciones diferentes. Lo que trato de entender es por qué la persona que escribió la nota pudo creer que la agencia estaba implicada en pederastia y pornografía infantil.

– Ya se lo he dicho -insistió Dorandi con creciente exasperación-. Es por culpa de aquella mujer. Fue a todos los periódicos calumniándome a mí, calumniando a la agencia, diciendo que organizábamos sex-tours…

– ¿Pero habló de pederastia y de pornografía infantil? -interrumpió Brunetti.

– ¿Dónde está la diferencia, para una loca? A esa gente le da lo mismo cualquier cosa que tenga que ver con el sexo.

– Así pues, los viajes que organiza la agencia, ¿tienen algo que ver con el sexo?

– Yo no he dicho tal cosa -gritó Dorandi. Entonces, al oír el tono de su voz, cerró los ojos un momento, hizo una pausa, volvió a juntar las manos cuidadosamente y repitió con voz perfectamente normal-: Yo no he dicho tal cosa.

– Lo habré entendido mal. -Brunetti se encogió de hombros y preguntó-: Pero, ¿por qué aquella loca, como usted la llama, iba a decir esas cosas?

– Una mala interpretación. -La sonrisa de Dorandi había reaparecido-. Ya sabe usted cómo es la gente. Sólo ve lo que quiere ver. Interpreta las cosas a su manera.

– ¿Concretamente? -preguntó Brunetti con expresión afable.

– Concretamente, me refiero a lo que ha hecho esta mujer. Ella ve nuestros carteles de viajes a países exóticos: Tailandia, Cuba, Sri Lanka…, luego lee un artículo histérico en una revista feminista que afirma que en esos lugares hay prostitución infantil y que las agencias organizan viajes de turismo sexual, hace una deducción disparatada y una noche viene y me rompe el escaparate.

– ¿Y no parece una reacción exagerada? Es decir, sin tener pruebas… -La voz de Brunetti era toda razón y ecuanimidad.

Dorandi respondió con algo más que un toque de sarcasmo.

– Por eso se les llama locos, porque cometen locuras. Naturalmente que es una reacción exagerada. Y sin justificación alguna.

Brunetti dejó que entre los dos se hiciera una larga pausa y dijo:

– En Il Gazzettino se decía que usted había manifestado que a Bangkok viajan tantas mujeres como hombres. Es decir, que la mayoría de los hombres que compran billetes para Bangkok llevan consigo a su pareja.

Dorandi se miró las manos pero no contestó. Brunetti sacó del bolsillo de la chaqueta los papeles que le había dado la signorina Elettra.

– ¿Podría ser un poco más exacto, signor Dorandi?

– ¿Sobre qué?

– El número de hombres que llevaron consigo a una mujer en el viaje a Bangkok. Por ejemplo, durante el último año.

– No sé de qué me habla.

Brunetti no desperdició en él una sonrisa.

– Signor Dorandi, le recuerdo que esto es una investigación de asesinato, lo que, significa que tenemos derecho a pedir y, si es necesario, exigir cierta información a las personas involucradas.

– ¿Qué quiere decir, «involucradas»?

– Eso usted debería saberlo -respondió Brunetti suavemente-. Dirige una agencia de viajes que vende billetes y organiza «tours» a países que usted califica de «exóticos». Se ha formulado la acusación de que se trata de turismo sexual, práctica que no necesito recordarle que es ilegal en este país. Un hombre, propietario de esta agencia, ha sido asesinado y junto a su cadáver se ha encontrado una nota que indica que el móvil del crimen pueden ser esos viajes. Usted mismo parece creer que existe una relación. Luego, la agencia está involucrada, como lo está usted, en su calidad de director. -Brunetti hizo una pausa antes de preguntar-: ¿Me he explicado con claridad?

– Sí. -La voz de Dorandi era hosca.

– Entonces, ¿tiene inconveniente en decirme en qué medida era exacta o, dicho más claramente, si era cierta, su afirmación de que la mayoría de los hombres que iban a Bangkok llevaban consigo mujeres?

– Naturalmente que es cierta -insistió Dorandi, decantando el peso del cuerpo hacia el lado izquierdo del sillón, con una mano todavía ante sí en la mesa.

– No lo es, a juzgar por sus ventas de billetes, signor Dorandi.

– ¿Mis qué?

– Como usted ya sabe, las ventas de billetes de avión están registradas en un sistema informático centralizado. -Brunetti miró el registro-. La mayoría de los billetes para Bangkok que ha vendido su agencia, durante los seis últimos meses por lo menos, fueron adquiridos por hombres que viajaban solos.

Casi sin darse tiempo a pensar, Dorandi barbotó:

– Las esposas se reunían con ellos allí. Ellos viajaban por negocios y las mujeres iban después.

– ¿Y ellas también compraban los billetes a través de su agencia?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

Brunetti puso los papeles en la mesa delante de Dorandi, por si deseaba examinarlos y aspiró profundamente.

– ¿Volvemos a empezar, signor Dorandi? Repetiré la pregunta y me gustaría que esta vez reflexionara antes de responder. -Esperó un rato y preguntó-: ¿Viajaban con mujeres los hombres que compraron los billetes a través de su agencia, sí o no?

Dorandi tardó en contestar y finalmente dijo:

– No -y nada más.

– ¿Y esos viajes que ustedes organizan, con «hoteles tolerantes» y «emplazamiento conveniente» -la voz de Brunetti era perfectamente neutra, desprovista de emoción-, son de turismo sexual?

– Yo no sé qué hace la gente cuando llega allí -insistió Dorandi-. No es asunto mío. -Hundía la cabeza en el ancho cuello de la chaqueta, como una tortuga ante un ataque.

– ¿Sabe algo acerca de la clase de hoteles a los que van ese tipo de turistas? -Antes de que Dorandi pudiera responder, Brunetti puso los codos en la mesa, apoyó el mentón en la palma de la mano y miró la lista.

– La dirección es tolerante -dijo Dorandi al fin.

– ¿Significa eso que permiten trabajar allí a prostitutas y quizá hasta las proporcionan?

Dorandi se encogió de hombros.

– Quizá.

– ¿Niñas? ¿No mujeres, niñas?

Dorandi lo miró con ojos llameantes.

– Yo no sé nada de los hoteles, salvo los precios. Lo que mis clientes hagan allí no es asunto mío.

– ¿Niñas? -repitió Brunetti.

Dorandi agitó una mano con impaciencia.

– Ya le he dicho que no es asunto mío.

– Pero ahora es asunto nuestro, signor Dorandi, por lo que prefiero que me dé una respuesta.

Dorandi volvió a mirar hacia la pared, pero no encontró la solución.

– Sí.

– ¿Es la razón por la que los elige usted?

– Los elijo porque me ofrecen los mejores precios. Si los hombres que se hospedan allí deciden llevar prostitutas a su habitación, allá ellos. -Trataba de dominar la cólera, sin conseguirlo-. Yo vendo viajes, no predico moralidad. He repasado con mi abogado cada palabra de esos anuncios, y no hay en ellos nada que sea ni remotamente ilegal. Yo no he quebrantado ninguna ley.

– De eso estoy seguro -dijo Brunetti sin poder evitarlo. De pronto, deseó marcharse de allí. Se puso en pie-. Siento mucho haberle robado tanto tiempo, signor Dorandi. Ahora me despido, pero quizá tengamos que volver a hablar.

Dorandi no se molestó en contestar. Ni en levantarse cuando Brunetti y Vianello salieron del despacho.

14

Cuando cruzaban campo Manin, Vianello y Brunetti sabían, sin necesidad de decirse ni una palabra, que ahora no regresarían a la questura sino que irían a hablar con la viuda. Para dirigirse al apartamento de los Mitri, situado en campo del Ghetto Nuovo, retrocedieron hasta Rialto y tomaron el número 1 en dirección a la estación.