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—¿Cuál es su nombre?

—Wodan, entre los godos. Relacionado con el Wotan de los germanos, el Woden inglés, el Wons frisio, etcétera. La versión escandinava tardía es la más conocida: Odín.

Me sorprendí de ver a Everard sorprendido. Bien, evidentemente los informes que había presentado al brazo guardián de la Patrulla eran mucho menos detallados que las notas que reunía para Ganz.

—¿Humm? ¿Odín? Pero tenía un solo ojo, y era el dios jefe, lo que supongo que no eres… ¿O lo eres?

—No. —Qué agradable era recuperar los hábitos de profesor—. Piensas en las Eddas, el Odín vikingo. Pero él pertenece a una era diferente, siglos después y cientos de millas al noroeste.

»Para mis godos, el dios jefe, como tú dices, es Tlwaz. Se remonta directamente al viejo panteón indoeuropeo, junto con los Anses, en oposición a las deidades telúricas aborígenes como los Wanes. Los romanos identificaron a Tiwaz con Marte, porque era el dios de la guerra, pero era también mucho más.

»Los romanos pensaban que Donar, que los escandinavos llamaban Thor, debía ser Júpiter, porque controlaba la meteorología; pero para los godos, era un hijo de Tiwaz. Igual con Wodan, a quien los romanos identificaban con Mercurio.

—Así que la mitología evoluciona con el paso del tiempo, ¿no? —comentó Everard.

—Exacto —dije—. Tiwaz quedó reducido a Tyr de Asgard. De él quedó poco recuerdo, excepto que había perdido una mano atando al Lobo que destruirá el mundo. Sin embargo, tyr como nombre común es sinónimo de «dios» en nórdico antiguo.

»Mientras, Wodan, u Odín, cobró importancia hasta convertirse en el padre del resto. Creo, aunque esto es algo que algún día tendremos que investigar, que se debió a que los escandinavos se volvieron muy guerreros. Un guía de los muertos, que también había adquirido rasgos chamánicos por la influencia finesa, era el culto natural para guerreros aristocráticos; él los llevaba al Valhala. En eso, Odín era más popular en Dinamarca y quizá Suecia. En Noruega y la colonia de Islandia, Thor era más importante.

—Fascinante. —Everard suspiró—. Queda más por saber de lo que cualquiera de nosotros vivirá para aprender… Bien, pero háblame más de la figura de Wodan en la Europa oriental del siglo IV.

—Todavía tiene dos ojos —le expliqué—, pero ya tiene el sombrero, la capa y la lanza, que realmente es un cayado. Es el Errante. Por eso los romanos pensaron que debía ser Mercurio con un nombre diferente, de igual forma que consideraron al griego Hermes. Todo se remonta a las primeras tradiciones indoeuropeas. Se encuentran rastros en la India, Persia y los mitos celtas y eslavos… pero estos últimos son los que tienen registros más pobres. Con el tiempo, mi servicio será…

»Es igual. Wodan—Mercurio—Hermes es el Errante porque es el dios del viento. Eso le lleva a convertirse en el patrón de viajeros y comerciantes. Viajando tanto, debe de haber aprendido mucho, así que también se le asocia con la sabiduría, la poesía… y la magia. Esos atributos se unen a la idea de los muertos cabalgando el viento nocturno… se combinan para convertirlo en el que guía a los muertos hasta el otro mundo.

Everard sopló un anillo de humo. Lo siguió con la mirada, como si encontrase algún símbolo en su agitación.

—Parece que te has asociado con una imagen muy fuerte —dijo en voz baja.

—Sí —admití—. Te repito que no era mi intención. En todo caso, complica exageradamente mi misión. Y claro que tendré cuidado. Pero… es un mito que ya existía. Había incontables historias sobre la aparición de Wodan entre los hombres. Que la mayoría fuesen fábulas, mientras que unas pocas relataban acontecimientos que sucedieron realmente… ¿qué importancia tiene?

Everard chupó con fuerza la pipa.

—No lo sé. A pesar de mi examen de este episodio, en toda su extensión, no lo sé. Quizá nada, ninguna importancia. Y sin embargo he aprendido a tener cuidado con los arquetipos. Tienen más poder del que haya medido ninguna ciencia en la historia. Por eso te he estado preguntado sobre cosas que deberían ser evidentes para mí. En el fondo, no lo son.

Realmente agitó los hombros más que encogerlos.

—Bien—gruñó—, no importa la metafísica. Fijemos un par de detalles y vayamos a buscar a tu mujer y a mi cita para divertirnos.

337

Durante todo ese día, ardió la batalla. Una y otra vez los hunos se lanzaron contra las defensas godas, como olas tormentosas que golpeasen un acantilado. Las flechas oscurecían el cielo donde se alzaban las lanzas, se agitaban los estandartes, la tierra se agitaba por el estruendo de los cascos, y los jinetes cargaban. Guerreros a pie, los godos se mantenían firmes en sus formaciones. Las picas se apresuraban al frente, las espadas, hachas y picos relucían, los arcos se tensaban y las hondas volaban, los cuernos rugían. Cuando llegaba el momento, los gritos profundos contestaban a los agudos gritos de guerra de los hunos. Después fueron puñaladas, jadeos, sudor, matanza y muerte. Cuando los hombres caían, pies y cascos destrozaban los torsos y convertían la carne en una ruina roja. El hierro alborotaba en los cascos, vibraba en las mallas, golpeaba la madera de los escudos y el cuero endurecido de las corazas. Los caballos se revolcaban y gritaban, con las gargantas atravesadas o los jarretes paralizados. Los hombres heridos gruñían e intentaban atacar o luchar. Rara vez alguien estaba seguro de a quién había golpeado o quién le había atacado. La locura te llenaba, te dominaba, oscurecía el mundo.

En una ocasión los hunos rompieron una línea enemiga. Rugieron de alegría mientras dirigían las monturas para atacar desde atrás. Pero como venida de ninguna parte, una nueva tropa goda cayó sobre ellos, y fueron ellos los atrapados. Pocos escaparon. Normalmente, los capitanes hunos que veían fallar una carga hacían sonar inmediatamente la retirada. Los jinetes estaban bien entrenados; se situaban lejos del alcance de los arcos, y durante un rato la multitud tomaba aliento, apaciguaba la sed, cuidaba de los heridos, y se miraba a lo ancho del campo de batalla.

El sol se hundió en el oeste, de color rojo sangre sobre el cielo verdoso. Su luz se reflejaba en el río y en las alas de los carroñeros que daban vueltas en lo alto. Las sombras sobre la hierba argentina eran largas, trepaban por los valles convirtiendo los árboles en montones negros y sin forma. Una ligera brisa fría recorría la tierra manchada de sangre, agitando el pelo de los cadáveres entre el trigo, silbando como si desease llamarlos.

Resonaron los tambores. Los hunos formaron escuadrones. Sonó una última trompeta y realizaron su último asalto.

Aunque estaban mortalmente cansados, los godos resistieron, y cosecharon hombres por centenares. Ciertamente Dagoberto había montado bien su trampa. Cuando tuvo las primeras noticias del ejercito invasor —que asesinaba, violaba, saqueaba y quemaba— convocó a su gente para unirse bajo un estandarte común. No sólo los tervingos, también los colonos vecinos prestaron atención. Atrajo a los hunos hasta esa hondonada que llevaba al Dniéper, donde la caballería tenía poco espacio, antes de que sus fuerzas principales cayesen sobre las crestas a cada lado y bloqueasen la retirada.

Su pequeño escudo redondo estaba hecho añicos. Tenía el casco abollado, la malla rota, la espada mellada, el cuerpo convertido en una única contusión. Pero aun así estaba de pie al frente del centro godo, y sobre él volaba su estandarte. Cuando llegó el ataque, se movió como un gato montés.