Выбрать главу

Phoebe caminó tras él, y sonrió al verlo trotar por el sendero. El perro utilizaba sus patas como muelles de resorte mientras corría, y saltaba en el aire como si quisiera volar. Rodeó una ancha columna de piedra arenisca, toscamente tallada, que había en la linde del bosquecillo y desapareció entre los abedules.

Era la entrada a Nine Sisters Henge, un recinto neolítico que rodeaba nueve monolitos erectos de diversas alturas. Reunidos unos tres mil quinientos años antes de Cristo, el recinto y los monolitos señalaban un lugar donde el hombre prehistórico había celebrado sus rituales. En la época de su uso, el recinto se había alzado a plena vista, en un terreno despojado de sus robles y alisos naturales. Ahora, sin embargo, estaba oculto, enterrado en el interior de un espeso bosque de abedules, una intrusión moderna en el páramo resultante.

Phoebe hizo un alto y examinó el terreno circundante. Hacia el este, el cielo despejado permitía que el sol se filtrara entre los árboles. Su corteza era blanca como ala de gaviota, pero recorrida por grietas marrones en forma de diamante. Las hojas formaban una reluciente pantalla verde en la brisa de la mañana, que servía para ocultar el antiguo círculo de monolitos sepultado entre los abedules a los excursionistas aficionados que ignoraban su existencia. La luz caía en ángulo oblicuo sobre el monolito centinela, una piedra erguida ante los abedules, lo cual intensificaba el efecto de la erosión, y desde lejos las sombras se combinaban para crear un rostro, un austero centinela de secretos ancestrales.

Mientras Phoebe observaba el monolito, un escalofrío recorrió su espina dorsal. Pese a la brisa, reinaba un silencio sobrecogedor. El perro no ladraba, ninguna oveja perdida balaba, ningún excursionista llamaba a otro al cruzar el páramo. De hecho, el silencio era excesivo, pensó Phoebe. Miró en torno con inquietud, abrumada por la sensación de que la estaban observando.

Phoebe se consideraba una mujer práctica al cien por cien, poco inclinada a fantasear o a dejar volar su imaginación. Sin embargo, experimentó el repentino impulso de alejarse de aquel lugar, y llamó al perro. No obtuvo respuesta.

– ¡Benbow! -llamó por segunda vez-. Ven, chico. Ven.

Nada. El silencio se intensificó y la brisa paró. A Phoebe se le erizó el vello de la nuca.

No quería acercarse al bosquecillo, pero ignoraba el motivo. Ya había paseado otras veces por allí. Hasta había ido de picnic un glorioso día de primavera. Pero esa mañana en aquel lugar había algo…

Un penetrante aullido de Benbow, y de repente dio la impresión de que centenares de cuervos alzaban el vuelo, como un enjambre color ébano. Por un momento ocultaron el sol por completo. La sombra que proyectaban semejaba un monstruoso puño que flotara sobre Phoebe. Tembló ante la sensación de que la habían marcado, como Caín antes de ser expulsado.

Tragó saliva y se volvió hacia el bosquecillo. Benbow no emitió más sonidos ni respondió a su llamada. Phoebe corrió por el sendero, pasó junto al guardián de piedra arenisca de aquel reducto sagrado y entró en el arbolado.

Crecían muy juntos, pero los visitantes del lugar habían practicado un sendero con el curso de los años, en el cual se veía la hierba aplastada en algunos puntos. A los lados, no obstante, crecían arándanos entre la maleza, y las últimas orquídeas silvestres esparcían su aroma característico a gatos. Phoebe buscó a Benbow bajo los árboles, cada vez más cerca de las antiguas piedras. La rodeaba un silencio tan profundo que parecía un augurio mudo pero elocuente.

Entonces, cuando estaba a punto de llegar al límite del círculo, oyó al perro de nuevo. Ladraba desde algún sitio, y luego emitió algo a mitad de camino entre un gañido y un gruñido. Sonaba aterrador.

Temiendo que hubiera encontrado a un excursionista poco entusiasta de sus avances caninos, Phoebe apresuró el paso hacia el sonido, a través de los árboles hasta entrar en el círculo. Al instante vio un montículo de intenso azul en la base interior de un monolito. Benbow ladraba a este montículo, a respetuosa distancia, con el pelaje erizado y las orejas aplastadas contra la cabeza.

– ¿Qué pasa? -preguntó Phoebe-. ¿Qué has encontrado?

Se secó las palmas en la falda, nerviosa, y miró. Vio la respuesta a su pregunta esparcida a su alrededor. Lo que el perro había encontrado era una escena caótica. El centro del círculo de piedras estaba sembrado de plumas blancas y de desperdicios de excursionistas: una tienda, una olla, una mochila con su contenido desparramado por el suelo.

Phoebe se acercó al perro a través de aquella confusión. Quería volver a amarrar a Benbow con la correa y salir de allí cuanto antes.

– Benbow, ven aquí -dijo, y el perro ladró más frenético. Nunca le había oído ladrar de aquella manera.

Estaba muy inquieto por el montículo azul, el origen de las plumas blancas que salpicaban el claro como alas de mariposas desmembradas.

Era un saco de dormir, cayó en la cuenta. Y de ese saco habían salido las plumas, porque más plumas blancas surgieron de un corte efectuado en el nailon que lo cubría cuando Phoebe lo tocó con un pie. De hecho, casi todas las plumas del relleno ya no ocupaban el lugar que les correspondía. Lo que quedaba era una especie de tela alquitranada. La cremallera estaba bajada por completo, y contenía algo, algo que aterrorizaba al perro.

Phoebe sintió que sus rodillas flaqueaban, pero se obligó a levantar la funda. Benbow reculó y permitió que la anciana viera con claridad la imagen de pesadilla que la funda ocultaba.

Sangre. Más de la que jamás había visto. No era de un rojo brillante porque llevaba expuesta al aire varias horas, pero a Phoebe no le hacía falta el color para saber qué estaba viendo.

– Oh, Dios mío.

Se mareó.

Había visto la muerte bajo diversas formas, pero ninguna tan espeluznante como esta. A sus pies yacía un joven aovillado en posición fetal, vestido de negro de pies a cabeza, y ese mismo color tenía la carne quemada de un lado de su cara, desde el ojo a la mandíbula. Su cabello era negro también y le colgaba en una coleta. Su perilla era negra. Sus uñas también. Llevaba un anillo de ónice y un pendiente negro. El único color que aliviaba la omnipresencia del negro, aparte del saco de dormir azul, era el magenta de la sangre, esparcida por todas partes: en el suelo bajo el cuerpo, empapando sus ropas, brotando de las múltiples heridas que salpicaban su torso.

Phoebe dejó caer el saco de dormir y retrocedió. Sintió calor. Sintió frío. Sabía que estaba a punto de desmayarse. Se reprendió por su falta de coraje. Dijo «¿Benbow?», y por encima de su voz oyó el ladrido del perro. En realidad no había dejado de ladrar en ningún momento. Pero cuatro de los sentidos de Phoebe habían resultado neutralizados por la conmoción, que había intensificado y afinado el quinto: la vista.

Cogió el perro y se alejó dando tumbos por el horror.

El día había cambiado por completo cuando la policía llegó. Siguiendo la costumbre del clima reinante en los Picos, una mañana nacida con sol y un cielo perfecto había alcanzado la madurez en medio de la niebla. Se deslizaba sobre la lejana cumbre de Kinder Scout, y reptaba a lo largo de los elevados páramos del noroeste. Cuando la policía de Buxton extendió la cinta que perimetraba el lugar de los hechos, la niebla caía sobre sus hombros como espíritus que descendieran para visitar el lugar.

Antes de reunirse con la policía científica, el inspector detective Peter Hanken intercambió unas palabras con la mujer que había encontrado el cadáver. Estaba sentada en el asiento posterior de un coche celular, con un perro sobre el regazo. A Hanken le gustaban mucho los perros. Tenía dos perdigueros que le proporcionaban casi tanto orgullo y alegría como sus tres hijos. Sin embargo, aquel patético perro callejero, con su pelaje de aspecto sarnoso y sus ojos de color cieno, parecía un candidato ideal para la inyección letal. Y olía como un cubo de basura abandonado al sol.