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Lynley se acuclilló a su lado y apoyó la mano en su hombro.

– Señora Maiden -dijo-, vámonos de aquí. He dejado el móvil en el coche y hemos de llamar a la policía.

– Él es la policía -dijo ella-. Amaba su trabajo. No pudo seguir en él porque sus nervios se lo impedían.

– Sí -dijo Lynley-, sí. Me lo han dicho.

– Por eso yo lo sabía. Pero no estaba segura. No podía estar segura, por eso no quería decirlo. No podía correr el riesgo.

– Por supuesto. -Intentó ponerla de pie-. Señora Maiden, si viene…

– Porque yo pensaba que si podía protegerle de saber… Es lo que quería hacer. Pero resultó que él ya lo sabía todo, así que habríamos podido hablar de ello, Andy y yo. Y si hubiéramos hablado… ¿Entiende lo que eso significa? Si hubiéramos hablado, podría haberle detenido. Lo sé. Detestaba lo que ella estaba haciendo, al principio pensé que me iba a morir, y de haber sabido que se lo había contado a él también… -Nan se inclinó sobre Andy de nuevo-. Nos habríamos tenido el uno al otro. Habríamos podido hablar. Yo habría dicho lo necesario para detenerle.

Lynley dejó caer la mano. Había escuchado durante todo el rato, pero de pronto comprendió que no había oído. Ver a Andy con la garganta abierta por su propia mano había nublado todos sus sentidos, salvo su vista. Pero por fin oyó lo que Nan estaba diciendo. Y al oír, comprendió.

– Usted sabía lo de ella -dijo-. Usted lo sabía.

Y un vertiginoso abismo de responsabilidad se abrió bajo sus pies, cuando comprendió el papel que había desempeñado en la absurda muerte de Andy Maiden.

– Le seguí -dijo Matthew King-Ryder.

Le habían conducido a una sala de interrogatorios, donde estaba sentado a un lado de una mesa de formica, mientras Barbara Havers y Winston Nkata se sentaban enfrente. Entre ellos, en un extremo de la mesa, un casete grababa sus respuestas.

King-Ryder parecía derrotado por más de un aspecto de su actual situación. Con su futuro sellado por la existencia de una chaqueta de cuero y la presencia de una astilla de cedro Port Orford en la herida de una de sus víctimas, había empezado a pasar revista a algunas de las desagradables realidades que le habían conducido a esta coyuntura. Esas realidades pasadas se combinaban con las perspectivas futuras hasta alterar su estado de ánimo visiblemente. Después de entrar en la sala de interrogatorios, la ira espoleada por la venganza que había definido su llegada al teatro Agincourt había dado paso a la desolada sumisión del guerrero que afronta la rendición.

Contó la primera parte de la historia como un monólogo. Eran los antecedentes del resentimiento que le había impulsado a chantajear a su propio padre. David King-Ryder, en posesión de tantos millones que había contratado los servicios de un grupo de contables para controlar su dinero, había decidido legar su fortuna a una fundación para artistas creativos, sin dejar ni un penique a sus hijos. La hija había aceptado las cláusulas del testamento de King-Ryder con la resignación de quien conocía muy bien la inutilidad de discutir dicha decisión. El hijo, Matthew, había buscado una forma de dar la vuelta a la situación.

– Conocía la partitura de Hamlet desde hacía años, pero mi padre no -les dijo Matthew-. No podía saberlo, puesto que mi madre y él se habían divorciado cuando Michael escribía la música, y nunca supo que Michael había seguido en contacto con nosotros. Era más un padre para mí que mi propio padre. Interpretaba la música para mí, algunos fragmentos, cuando le iba a ver durante las vacaciones. Entonces no estaba casado, pero deseaba tener hijos y yo era feliz cuando ocupaba el lugar de mi padre.

David King-Ryder pensaba que la música de Hamlet no tenía muchas posibilidades, de modo que cuando Michael Chandler la terminó, veintidós años antes, los socios la habían archivado. Había quedado sepultada entre los recuerdos de King-Ryder y Chandler, en las oficinas de King-Ryder Productions en Soho. Así, cuando David King-Ryder había presentado su última obra, Matthew había reconocido no solo la música sino también la letra, y había comprendido lo que representaba para su padre: un intento final de salvar una reputación que casi había sido destruida por dos fracasos consecutivos y caros en solitario, después de que su socio se ahogara.

A Matthew no le había costado mucho encontrar la partitura original. En cuanto había caído en sus manos, comprendió cómo podría sacar dinero de ella. Su padre ignoraba quién tenía la partitura (cualquier persona que trabajara en las oficinas habría podido robarla de los archivos, de haber sabido dónde buscar), y como su reputación era fundamental para él, pagaría lo que fuera con tal de recuperarla. De esa forma, Matthew obtendría la herencia que su padre le había negado.

El plan era sencillo. Cuatro semanas antes del estreno de Hamlet, Matthew había enviado una página de la partitura a casa de su padre, con una nota anónima de chantaje. Si no se ingresaba un millón de libras en un banco de St. Helier, la partitura sería enviada al tabloide amarillo más poderoso del país, coincidiendo con la noche de estreno. En cuanto el dinero estuviera ingresado, informarían a David King-Ryder sobre dónde podía recoger el resto de la partitura.

– Cuando recibí el dinero, esperé hasta una semana antes del estreno -les dijo Matthew-. Quería que sudara.

Telefoneó a su padre y le dijo que fuera a las cabinas de South Kensington y esperara más instrucciones. A las diez en punto, dijo, David King-Ryder sería informado de dónde encontraría la partitura.

– Pero aquella noche Terry Cole contestó al teléfono en lugar de su padre -dijo Barbara-. ¿Por qué no reconoció una voz diferente?

– Solo dijo «sí» -contestó Matthew-. Pensé que estaba nervioso, que tenía prisa. Me dio la impresión de que estaba esperando una llamada.

Durante los días posteriores había visto muy nervioso a su padre, pero supuso que era debido al millón de libras del que se había desprendido. No podía saber que su padre no había recibido la llamada que con tanta ansiedad aguardaba, la del chantajista que no se había puesto en contacto con él en Elvaston Place. A medida que se acercaba el estreno de Hamlet, David King-Ryder empezó a creer que había caído en las garras de alguien que, o bien le iba a exigir más dinero año tras año, o le arruinaría para siempre entregando la partitura de Michael Chandler a la prensa amarilla.

– Como no había recibido ninguna noticia la noche del estreno y la producción fue un éxito… Ya saben qué pasó.

Matthew se cubrió la cara con las manos.

– No quería que muriera -dijo-. Era mi padre. Pero pensé que no era justo que todo ese dinero… hasta el último penique, excepto el mezquino legado a Ginny… -Bajó las manos, como si hablase con ellas-. Me debía algo. Casi no había sido un padre para mí. Me debía eso, como mínimo.

– ¿Por qué no se lo pidió? -preguntó Nkata.

Matthew emitió una amarga carcajada.

– Mi padre se hizo a sí mismo. Confiaba en que yo lo imitase. Y no paré de trabajar nunca, y habría seguido trabajando, pero vi que iba a tomar un atajo hacia el éxito en solitario por mediación de la obra de Michael. Decidí que si él tomaba un atajo, yo también lo haría. Todo habría salido bien si ese maldito bastardo no se hubiera inmiscuido. Y después, cuando comprendí que intentaba utilizar la partitura y la obra para repetir el jueguecito conmigo, tuve que hacer algo. No podía permitirlo.

Barbara frunció el entrecejo. Hasta el momento, todas las piezas encajaban a la perfección.

– ¿Repetir el jueguecito? ¿Qué quiere decir?

– Chantaje -contestó Matthew King-Ryder-. Cole entró en mi despacho con esa sonrisa burlona en la cara y dijo: «Necesito su ayuda para una cosa, señor King-Ryder», y en cuanto la vi, una sola hoja como la que yo había enviado a mi padre, supe con absoluta certeza lo que se traía entre manos aquel pedazo de mierda. Le pregunté cómo había ido a parar a sus manos, pero no me lo dijo. Le eché, pero le seguí. Sabía que no estaba solo.