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Para conseguir la partitura, había seguido a Terry Cole hasta las arcadas del ferrocarril en Battersea, y de allí hasta su piso de Anhalt Road. Cuando el chico entró en el estudio, Matthew había registrado el maletero de su moto. Como no encontró nada, decidió que debía continuar su búsqueda, hasta que el chico le condujera hasta la partitura o la persona en cuyo poder obraba.

Fue entonces cuando le siguió hasta Rostrevor Road, convencido de que era la pista correcta. Porque Terry había salido del edificio de Vi Nevin con un sobre grande papel manila, que había guardado en su maletín. Matthew King-Ryder creyó que contenía la partitura.

– Cuando salió en dirección a la autopista, no tenía ni idea de adonde iba, pero estaba decidido a solucionar el problema de una vez por todas, así que le seguí.

Y cuando había visto que Terry Cole se encontraba con Nicola Maiden en el culo del mundo, se convenció de que eran los responsables de la muerte de su padre y de su desgracia. Su única arma era el longbow que llevaba en el coche. Volvió por él, esperó a que anocheciera y acabó con los dos.

– Pero la partitura no estaba en el campamento -dijo Matthew-. Solo un sobre lleno de cartas, escritas con letras recortadas de revistas y periódicos.

Había continuado buscando. Tenía que encontrar la partitura de Hamlet, y para ello había regresado a Londres y registrado los lugares a los que Terry le había guiado.

– No pensé en la vieja -dijo por fin.

– Tendría que haber aceptado su invitación para compartir la tarta -dijo Barbara.

Una vez más, Matthew clavó la vista en sus manos. Sus hombros se estremecieron y rompió a llorar.

– No quería hacerle daño, lo juro por Dios. Si al menos hubiera dicho que me dejaba algo… Pero no fue así. Oh, dijo que podía quedarme con las fotos familiares, su maldito piano y la guitarra. En cuanto al dinero… ni un penique de su puto dinero… ¿Por qué no se dio cuenta de que me humillaba? Se suponía que yo debía estar agradecido por el simple hecho de ser su hijo, de vivir gracias a él. Me había dado un trabajo, pero en cuanto al resto… No. Tenía que ganarme la vida con mis propios medios. No era justo, porque yo le quería. Le seguí queriendo durante sus años de fracasos. Y si hubiera continuado fracasando, me habría dado igual.

Su dolor parecía genuino. Barbara quiso sentir pena por él, pero fue incapaz cuando se dio cuenta de lo mucho que él anhelaba su compasión. Quería que le considerara una víctima de la indiferencia de su padre. Aunque hubiera destruido a su padre a cambio de un millón de libras, aunque hubiera cometido dos brutales asesinatos. Quería verles comprender que circunstancias incontrolables le habían obligado a actuar de aquella manera, que David King-Ryder le había negado el dinero que habría evitado los crímenes.

Dios, pensó Barbara: la enfermedad de nuestros tiempos. Haz daño a otro. Culpa a otro. Pero no me hagas daño ni me culpes a mí.

No iba a morder el anzuelo. Dos asesinatos absurdos en Derbyshire y la brutal paliza propinada a Vi Nevin neutralizaban la compasión que Barbara habría podido sentir. Pagaría por esos crímenes, pero una condena de cárcel, por larga que fuera, no sería compensación suficiente por el chantaje, el suicidio, el asesinato, la paliza y todas las consecuencias.

– Tal vez le gustaría saber cuáles eran las verdaderas intenciones de Terry Cole, señor King-Ryder. De hecho, creo que es importante que lo sepa.

Le contó que Terry Cole solo quería una sencilla dirección y un número de teléfono. De hecho, si Matthew King-Ryder le hubiera ofrecido un buen precio por la partitura, el chico se habría puesto más contento que unas pascuas.

– Ni siquiera sabía qué era -terminó Barbara-. No tenía ni la menor idea de que había caído en sus manos la partitura de Hamlet.

Matthew King-Ryder asimiló la información, pero si Barbara esperaba haberle asestado un golpe mortal, que empeoraría todavía más su inminente encarcelamiento, no fue así, a juzgar por su respuesta.

– Fue el culpable del suicidio de mi padre. Si no se hubiera entrometido, mi padre estaría vivo.

Lynley llegó a Eaton Terrace a las diez de aquella noche. Encontró a su mujer en la bañera, sumergida en un perfumado océano de burbujas. Tenía los ojos cerrados, la cabeza apoyada en una almohada, y las manos (cubiertas de manera incongruente por unos guantes blancos de raso) apoyadas sobre una inmaculada bandeja de acero inoxidable donde yacían sus jabones y esponjas. Un reproductor de CD descansaba sobre un estante, entre un ejército de ungüentos, pociones y cremas. Estaba sonando. Una soprano cantaba.

Le tienden, suave y tiernamente, sobre el frío suelo, le tienden, suave y tiernamente, sobre el frío suelo. Y aquí estoy, una niña sin una luz que me ilumine cuando se desate la tormenta, oh, abrázame y dime que no estoy sola.

que no estoy sola.

que no estoy sola.

Lynley pulsó el stop.

– Ofelia, supongo, después de que Hamlet mata a Polonio.

Helen se removió en la bañera. -¡Tommy! Me has dado un susto de muerte. -Lo siento. -¿Acabas de entrar? -Sí. Ilumíname sobre los guantes, Helen. -¿Los guantes? -La mirada de Helen bajó hacia sus manos-. ¡Ah! Los guantes. Son mis cutículas. Un tratamiento especial. Una combinación de calor y aceite.

– Menos mal.

– ¿Por qué? ¿No te habías fijado en mis cutículas? -No, pero pensé que te estabas preparando para ser la futura reina de Inglaterra, en cuyo caso nuestra relación llegaría a su fin. ¿Has visto alguna vez a la reina sin guantes?

– Humm. Creo que no, pero no creerás que se baña con ellos, ¿verdad?

– Es una posibilidad. Tal vez deteste el contacto humano incluso consigo misma.

Helen rió.

– Me alegro mucho de que hayas vuelto. -Se quitó los guantes y sumergió las manos en el agua. Se recostó contra la almohada y le miró-. Cuéntame -dijo-. Por favor.

Era su costumbre, y Lynley esperaba que nunca cambiara: descifrarle con una simple mirada y abrirse a él con aquellas tres sencillas palabras.

Acercó un taburete al borde del baño. Se quitó la chaqueta, la tiró al suelo, se arremangó y cogió una esponja y un jabón. Cogió un brazo de Helen y lo frotó con la esponja. Mientras la bañaba, le contó todo. Ella escuchó en silencio, sin dejar de mirarle.

– Lo peor -concluyó- es que Andy Maiden aún estaría vivo si yo me hubiera atenido al procedimiento cuando nos encontramos ayer por la tarde, pero su mujer entró en la habitación, y en lugar de interrogarla sobre la vida de Nicola en Londres, lo cual habría revelado que lo sabía todo incluso antes que Andy, me contuve. Porque quería ayudarle a protegerla.

– Cuando ella no necesitaba esa protección para nada -dijo Helen-. Sí. Ya entiendo cómo pasó. Es horrible, Tommy, pero hiciste lo que creías correcto en ese momento.

Lynley estrujó la esponja y dejó que el agua jabonosa corriera sobre los hombros de su mujer, antes de devolver la esponja a su bandeja.

– Lo que creí correcto fue atenerme al procedimiento, Helen. Él era un sospechoso y ella también. No traté a ninguno de los dos como si lo fueran. De haberlo hecho, él no estaría muerto.

Lynley no sabía qué había sido peor: ver la navaja multiusos manchada de sangre todavía aferrada en la mano rígida de Andy, intentar apartar a Nancy Maiden del cadáver de su marido, volver al Bentley con ella, temiendo en cada momento que su conmoción diera paso a un dolor lacerante que él no podría controlar, esperar (durante una eternidad, creyó) a que la policía llegara, o ver el cadáver por segunda vez, y esta vez sin que la presencia de Nan desviara su atención de la forma que había escogido para morir su ex colega.