Выбрать главу

– Parece la navaja que me enseñó -había dicho Hanken al verlo en el suelo.

– Quizá si, quizá no -fue la única respuesta de Lynley-. Maldita sea -estalló-. Mierda, Peter. Ha sido por mi culpa. Si les hubiera mostrado todas mis cartas cuando hablé con los dos… Pero no lo hice. No lo hice.

Hanken indicó a sus hombres que introdujeran el cadáver en una bolsa. Sacó un cigarrillo del paquete y ofreció uno a Lynley.

– Coge uno, joder -dijo-. Lo necesitas, Thomas. -Lynley había aceptado. Abandonaron el antiguo círculo de piedras, pero se detuvieron junto a la piedra centinela, mientras fumaban sus Marlboros-. Nadie funciona como un autómata -dijo Hanken-. La mitad del trabajo es intuición, y eso sale del corazón. Tú seguiste el dictado de tu corazón. En tu lugar, no puedo decir que no habría hecho lo mismo.

– ¿No?

– No.

Pero Lynley sabía que el otro hombre estaba mintiendo. Porque lo más importante del trabajo era saber cuándo debías hacer caso a tu corazón, y cuándo conducía al desastre.

– Barbara tuvo razón desde el primer momento -dijo Lynley a Helen, mientras ella se levantaba de la bañera y cogía la toalla que él le tendía-. Si me hubiera dado cuenta, esto no habría pasado, porque me habría quedado en Londres y paralizado la investigación de Derbyshire mientras cercábamos a King-Ryder.

– Si estás en lo cierto -dijo Helen en voz baja mientras se envolvía con la toalla-, yo también soy culpable de lo sucedido, Tommy. -Le contó cómo Barbara había tendido la celada a King-Ryder, después de haber sido apartada del caso-. Podría haberte telefoneado cuando Denton me habló de la música. No lo hice.

– Dudo que te hubiera escuchado, si hubiera sabido que tu información iba a demostrar que Barbara tenía razón.

– En cuanto a eso, querido… -Helen cogió un frasco de loción, que empezó a aplicarse a la cara y el cuello-. En realidad, ¿qué te molestó del comportamiento de Barbara en ese asunto en el mar del Norte y de que disparara una carabina? Porque yo sé que tú sabes que es una detective estupenda. Puede que vaya a la suya de vez en cuando, pero su corazón siempre acierta, ¿no?

Una vez más, la palabra «corazón» y todo lo que implicaba sobre las razones ocultas de los actos de una persona. Cuando la oyó de boca de su mujer, Lynley recordó a otra persona que la había empleado, muchos años antes, una mujer que lloraba y le decía «Dios mío, Tommy, ¿qué tienes en lugar de corazón?» cuando él se negó a verla, a hablar con ella incluso, después de descubrir su adulterio.

Y por fin lo supo. Comprendió por primera vez, y esa comprensión le obligó a rechazar lo que había sido y lo que había hecho durante los últimos veinte años.

– No podía controlarla -dijo, más para sí que para su mujer-. No podía moldearla a la imagen que me había hecho de ella. Iba a la suya, y yo no podía soportarlo. Se está muriendo, pensé, y ella debería actuar como una esposa cuyo marido está agonizando.

Helen comprendió.

– Ah. Tu madre.

– Pensé haberla perdonado hace mucho tiempo, pero tal vez no la he perdonado en absoluto. Tal vez siempre está presente, en todas las mujeres a las que trato, y tal vez sigo intentando obligarla a ser alguien que no desea ser.

– O tal vez nunca te has perdonado por no ser capaz de detenerla. -Helen dejó la loción y se acercó a él-. Cargamos con un enorme bagaje emocional, ¿verdad, cariño? Y cuando pensamos que por fin nos hemos desembarazado de él, aparece otra vez, delante de la puerta de nuestro dormitorio, dispuesto a hacernos la zancadilla cuando nos levantemos por la mañana.

Se había envuelto el pelo con una toalla. Se la quitó y sacudió su cabello. No se había secado del todo, y algunas gotas de agua brillaban sobre sus hombros y se concentraban en el hueco de su garganta.

– Tu madre, mi padre -dijo Helen, mientras cogía su mano y la apretaba contra su mejilla-. Siempre hay alguien. Yo estaba hecha un lío por culpa del dichoso papel de pared. Había llegado a la conclusión de que, si no me hubiera convertido en la mujer que mi padre deseaba, la esposa de un hombre en posesión de un título, habría tomado una decisión firme sobre el papel. Y como no podía decidirme, le eché la culpa a mi padre. Pero la verdad es que habría podido seguir mi camino, como Iris y Pen. Podría haber dicho no, pero no lo hice. No lo hice porque el camino trazado era más fácil y menos aterrador que forjar el mío propio.

Lynley acarició su mejilla con los dedos. Siguió el contorno de su mandíbula y la línea de su adorable cuello.

– A veces odio ser adulta -dijo Helen-. Gozas de mucha más libertad cuando eres niño.

– En efecto -admitió él. Acercó los dedos a la toalla que envolvía su cuerpo. Besó su cuello y luego continuó-. Pero la madurez tiene más ventajas, en mi humilde opinión.

Aflojó la toalla y la atrajo hacia él.

31

A la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, Barbara Havers saltó de la cama con un dolor de cabeza espantoso. Se encaminó dando tumbos al cuarto de baño, donde buscó una aspirina y luchó con los mandos de la ducha. Puta mierda, pensó. Por lo visto, había llevado una vida demasiado ejemplar durante los últimos años. Como resultado, no estaba en forma para celebraciones extraordinarias.

Tampoco había sido una celebración tan desaforada. Después de acabar de tomar declaración a Matthew King-Ryder, Nkata y ella habían salido a celebrarlo. Solo habían visitado cuatro pubs, y ninguno de los dos había tomado bebidas demasiado fuertes, pero bastó con lo que habían bebido. Barbara se sentía como si un camión hubiera pasado sobre su cabeza.

Se quedó bajo la ducha hasta que la aspirina empezó a surtir efecto. Se restregó el cuerpo y lavó el pelo, mientras juraba que no ingeriría nada remotamente alcohólico durante semanas. Pensó en telefonear a Nkata para ver si también estaba experimentando una resaca colosal, pero cuando pensó en la reacción de su madre si su hijo favorito recibía una llamada telefónica de una desconocida antes de las siete de la mañana, abandonó la idea. No era necesario preocupar a la señora Nkata sobre la pureza de cuerpo y alma de su querido Winnie. Barbara no tardaría en verle en el Yard.

Una vez terminadas sus abluciones matutinas, Barbara se encaminó a su ropero y reflexionó sobre la declaración indumentaria del día. Optó por la discreción y se puso un traje pantalón que no había utilizado en los últimos dos años.

Lo extendió sobre la cama arrugada y fue a la cocina. Enchufado el calentador de agua eléctrico y las tartaletas de sandía introducidas en el horno, se secó el pelo con una toalla y se vistió. Puso las noticias de la mañana de Radio 4 y se enteró de que las obras estaban dificultando el tráfico de acceso a la ciudad: había un atasco en la M1, justo al sur de la confluencia 4, y el reventón de una tubería maestra en la A23 había creado un lago al norte de Streatham. Otro día infernal para la gente que debía desplazarse hacia y desde Londres para ir a trabajar.

El calentador se apagó, y Barbara corrió a la cocina para verter un poco de café molido en una taza decorada con la caricatura del príncipe de Gales: cabeza sin barbilla, nariz bulbosa y orejas de dumbo, sobre un cuerpo diminuto ataviado con un tartán. Cogió sus Pop Tarts, las dejó sobre un mantel de cocina y transportó aquella obra maestra de la dieta equilibrada hasta la mesa del comedor.

El corazón de terciopelo seguía ocupando el centro, donde Barbara lo había dejado cuando Hadiyyah se lo había dado el domingo por la noche. Esperaba para que ella reflexionara sobre él, una especie de regalo de San Valentín pagado de sí mismo, ribeteado de encaje blanco y plagado de implicaciones. Barbara había evitado pensar en él durante más de treinta y seis horas, y como no había visto a Hadiyyah ni a su padre durante ese tiempo, había conseguido eludirlo en todas sus conversaciones. Pero no podía seguir así eternamente. La buena educación, cuando menos, exigía que hiciera algún comentario a Azhar la próxima vez que le viera.