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¿Cuál sería? Al fin y al cabo, era un hombre casado. La verdad era que no vivía con su esposa. La verdad era que la mujer con la que había convivido desde que había dejado de vivir con su esposa no era su esposa. La verdad era que esa mujer, por lo visto, había huido para siempre, abandonando a una encantadora niña de ocho años y a un serio (aunque considerado y amable) hombre de treinta y cinco años que necesitaba compañía femenina. Sin embargo, nada de esto posibilitaba convertir la situación en algo que pudiera regirse con facilidad por las normas tradicionales de la etiqueta. Tampoco era que Barbara se preocupara en demasía por las normas tradicionales de la etiqueta, pero eso se debía a que nunca había estado en un lugar donde dichas normas se aplicaran. Las normas entre hombre y mujer, claro. Aun así, debía estar preparada para la próxima vez que viera a Azhar. Necesitaba decir algo rápido, útil, directo, significativo, informal y razonable. Y debía brotar de su lengua con espontaneidad, como si se le hubiera ocurrido en aquel preciso instante.

Así que… ¿Qué sería? «Muchísimas gracias, viejo amigo… Pero ¿cuáles son tus intenciones? Ha sido muy amable por tu parte pensar en mí.»

Puta mierda, pensó Barbara, y se zampó el resto de Pop Tarts. Las relaciones humanas eran un crimen.

Un golpe decidido sonó en su puerta. Barbara se sobresaltó y consultó su reloj. Era demasiado pronto para los fanáticos religiosos que invadían las calles, y el cobrador del gas había sido la gran atracción social de la semana anterior. ¿Quién…?

Se puso en pie, sin dejar de masticar, y abrió la puerta. Era Azhar.

Parpadeó y deseó haberse tomado más en serio su ensayo de comentarios de agradecimiento.

– Hola -dijo-. Eh… Buenos días.

– Anoche volviste muy tarde, Barbara -dijo él.

– Bueno… sí. Cerramos el caso. Bueno, cerrado hasta cierto punto. La cuestión es que practicamos una detención. Lo cual quiere decir que todavía hay que relacionar los materiales. Pero en cuanto a la investigación en curso… -Se obligó a parar-. Sí, practicamos una detención.

El hombre asintió con expresión seria.

– Una buena noticia.

– Una buena noticia. Sí.

Azhar miró hacia el fondo de la vivienda. Parecía que intentara determinar si había celebrado el final de la investigación con un coro de bailarines griegos que todavía estuvieran haraganeando por alguna parte. Entonces, recordó sus modales.

– Oh. Entra. ¿Café? Temo que solo tengo instantáneo. Esta mañana -añadió, como si todas las mañanas se dedicara a moler con furia café en grano.

Azhar dijo que no, que no tenía mucho tiempo. Solo un momento, de hecho, porque su hija se estaba vistiendo y le necesitaría para hacerse las trenzas.

– Vale -dijo Barbara-. ¿Te importa si yo…?

Indicó el calentador eléctrico con la taza del príncipe de Gales.

– No, por supuesto. He interrumpido tu desayuno.

– O lo que sea -admitió Barbara.

– Tendría que haber esperado a una hora más razonable, pero esta mañana he descubierto que ya no podía hacerlo.

– Ah.

Barbara se acercó al calentador y lo conectó, intrigada por la seriedad de Azhar y lo que representaba. Si bien era cierto que durante todo el verano se había mostrado serio, esta mañana había algo sumado a su seriedad, una forma de mirarla que la obligó a preguntarse si le quedaban rastros de Pop Tarts en la cara.

– Bien, siéntate si quieres. Hay cigarrillos en la mesa. ¿Seguro que no quieres café?

– Sí. Seguro.

Pero cogió un cigarrillo y la observó en silencio mientras preparaba su segunda taza de café. Solo volvió a hablar cuando ella se reunió con él en la mesa (con el corazón de terciopelo entre ambos, como una declaración muda).

– Barbara, esto es muy difícil para mí. No sé cómo empezar.

Ella sorbió el café y trató de componer una expresión alentadora.

Azhar cogió el corazón de terciopelo.

– Essex.

– Essex -repitió Barbara, en plan colaborador.

– Hadiyyah y yo fuimos a la playa el domingo. A Essex. Como ya sabes -le recordó.

– Sí. Claro -Era el momento de decir «Gracias por el corazón», pero no le salió-. Hadiyyah me dijo que lo habíais pasado muy bien. También dijo que os dejasteis caer por el hotel Burnt House.

– Ella se dejó caer -aclaró Azhar-. O sea, la llevé allí para que esperara con la amable señora Porter, supongo que te acordarás de ella…

Barbara asintió. Sentada detrás de su andador, la señora Porter había cuidado de Hadiyyah mientras su padre actuaba de mediador entre la policía y una pequeña pero inquieta comunidad paquistaní durante el curso de una investigación de asesinato.

– Sí -dijo Barbara-. Me acuerdo de la señora Porter. Fue muy amable por tu parte ir a verla.

– Como ya he dicho, fue Hadiyyah la que fue a verla. Yo fui a ver a la policía local.

Barbara sintió que sus defensas se alzaban. Quiso hacer algún comentario que frustrara la conversación que iban a sostener, pero no se le ocurrió nada rápido, porque Azhar continuó.

– Hablé con el agente Fogarty -dijo-. El agente Michael Fogarty, Barbara.

Barbara asintió.

– Sí. Mike. Vale.

– Es el agente responsable del armamento de la policía de Balford-le-Nez.

– Sí. Mike. Armamento. Exacto.

– Me contó lo que sucedió en aquella lancha, Barbara. Lo que dijo la inspectora Barlow sobre Hadiyyah, cuáles eran sus intenciones, y lo que tú hiciste.

– Azhar…

El hombre se levantó y se acercó a la cama. Barbara hizo una mueca al ver que aún no la había hecho, y que la detestable camiseta que se ponía por las noches aún estaba enredada entre las sábanas. Pensó por un momento que él intentaría adecentar la cama (era la persona más compulsivamente limpia que había conocido), pero se volvió hacia ella. Barbara percibió su agitación.

– ¿Cómo puedo darte las gracias? ¿Qué puedo decir para agradecerte el sacrificio que hiciste por mi hija?

– No hay que dar las gracias.

– Eso no es verdad. La inspectora Barlow…

– Em Barlow nació con ambiciones, Azhar. Eso nubló su juicio. Pero el mío no.

– Pero como resultado perdiste tu cargo. Has caído en desgracia. Tu asociación con el inspector Lynley, al cual sé que aprecias, se ha disuelto, ¿no es verdad?

– Bien, las cosas no marchan muy bien entre nosotros -admitió Barbara-, pero el inspector es muy respetuoso con las normas y las ordenanzas, de modo que tiene todo el derecho del mundo a estar cabreado conmigo.

– Pero esto… todo esto se debe a lo que hiciste…, a que protegiste a Hadiyyah cuando la inspectora Barlow quiso abandonarla, cuando la llamó «mocosa paqui», indiferente a que se ahogara en el mar.

Azhar estaba tan alterado que Barbara deseó que el agente Michael Fogarty hubiera estado enfermo el domingo, se hubiera ausentado de la comisaría de Essex, y la única persona presente capaz de ofrecer un relato aséptico de la persecución en el mar del Norte, que había acabado con Barbara disparando un arma, hubiera sido la inspectora Barlow. Tal como estaban las cosas, solo podía sentirse agradecida de que Fogarty, al informar a Azhar, hubiera omitido misericordiosamente el «maldita seas» que Emily Barlow había proferido antes de «mocosa paqui».

– No pensé en las consecuencias -dijo Barbara-. Lo importante aquel día era Hadiyyah. Y aún es lo más importante.

– He de encontrar una forma de demostrarte lo que siento -repuso Azhar, pese a sus palabras tranquilizadoras-. No quiero que pienses que tu sacrificio…