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– No fue un sacrificio, créeme. Y en cuanto a las gracias… Bien, me has regalado un corazón, ¿no? Es suficiente.

– ¿Un corazón? -Azhar pareció confuso. Después siguió la dirección de la mano extendida de Barbara y vio el corazón que había ganado en la pesca de muñecos-. Ah, eso. El corazón. No es nada. Solo pensé en las palabras que lleva escritas y en cómo sonreirías cuando las vieras.

– ¿Palabras?

– Sí. ¿No has visto…? -Se acercó al corazón y le dio la vuelta. En el otro lado (que Barbara habría visto muy bien si hubiera tenido la valentía de examinar el maldito objeto cuando Hadiyyah se lo había dado) estaba bordado I ♥ Essex-. Era una broma, ¿sabes? No puede gustarte mucho, desde luego, después de lo que pasaste en Essex. ¿No viste las palabras?

– Ah, esas palabras -se apresuró a decir Barbara, con un forzado «ja ja» destinado a ilustrar su grado de complicidad en la broma-. Sí. El viejo rollo de I love Essex. El último lugar de la Tierra al que quiero volver. Es mucho mejor que un elefante de peluche, ¿verdad?

– Pero no es suficiente. Y no puedo darte otra cosa para expresar mi agradecimiento. Nada equivale a lo que tú me regalaste.

Barbara recordó lo que había aprendido sobre aquel pueblo: lenà-denà. Un regalo igual o mayor que el que uno recibía. Simbolizaba el deseo de iniciar una relación, una manera franca de declarar las intenciones sin la indelicadeza de verbalizarlas con descaro. Los asiáticos eran muy sensatos, pensó. Nada quedaba al azar en su cultura.

– Quieres encontrar algo de igual valor, ¿no? -preguntó. Barbara-. O sea, podemos conceder cierta importancia al deseo de encontrar algo, ¿verdad, Azhar?

– Supongo que sí -dijo él, dudoso.

– Entonces, considera igual el regalo recibido. Ve a hacer las trenzas a Hadiyyah. Te estará esperando.

Pareció que él iba a añadir algo más, pero solo se acercó a la mesa y apagó el cigarrillo.

– Gracias, Barbara Havers -dijo en voz baja.

– Recuerdos -contestó ella. Y sintió el fantasma de una caricia en su hombro cuando Azhar pasó por su lado camino de la puerta.

Una vez a solas, Barbara lanzó una risita, burlándose de su idiotez de quinceañera. Cogió el corazón y lo contempló. I love Essex, pensó. Bien, habría podido hacerle una broma peor.

Vertió el resto del café en el fregadero y acabó sus tareas matutinas. Una vez lavados los dientes y peinada, con una mancha de colorete en cada mejilla como tributo a la feminidad, cogió el bolso, cerró la puerta con llave y subió por el sendero particular hacia la calle.

Salió por la cancela, pero se detuvo cuando lo vio.

El Bentley plateado de Lynley estaba aparcado en el camino.

– Se ha desviado un poco de su camino, ¿verdad, inspector? -dijo, cuando él bajó del coche.

– Winston me telefoneó. Dijo que anoche había dejado su coche en el Yard y que volvió a casa en taxi.

– Nos atizamos unas cuantas copas y me pareció la mejor solución.

– Eso me dijo. En esos casos, lo más prudente es no conducir. Pensé que tal vez le gustaría que la acompañara a Westminster. Esta mañana hay problemas en la Northern Line.

– ¿Cuándo no hay problemas en la Northern Line?

Lynley sonrió.

– ¿Y bien?

– Gracias.

Barbara arrojó el bolso al asiento de atrás y subió. Lynley se puso al volante, pero no encendió el motor, sino que sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Se lo dio.

Barbara lo miró con curiosidad. Era una tarjeta de registro del hotel Black Angel, no era una tarjeta en blanco, lo cual tal vez la habría inducido a pensar que le estaba ofreciendo unas vacaciones en Derbyshire. Contenía los datos personales de un tal M. R. Davidson, con domicilio en West Sussex, así como la marca y la matrícula del coche que lo había llevado hasta allí, un Audi.

– Vale -dijo Barbara-. No lo capto. ¿Qué es esto?

– Un recuerdo para usted.

– Ah. -Barbara supuso que ahora sí iba a arrancar. Pero Linley se limitó a esperar-. ¿Un recuerdo de qué?

– Hanken creía que el asesino se había hospedado en el hotel Black Angel la noche de los crímenes. Revisó las tarjetas de todos los huéspedes mediante la DVLA, para ver si alguno conducía un coche registrado a un nombre diferente del que había consignado en la tarjeta. Este era el único que no coincidía.

– Davidson -dijo Barbara mientras examinaba la tarjeta-. Ah, sí. Ya lo entiendo. Hijo de David. Así que Matthew King-Ryder se alojó en el Black Angel.

– No lejos del páramo, no lejos de Peak Forest, donde el cuchillo fue encontrado. No lejos de nada, en realidad.

– Y la DVLA demostró que el Audi estaba registrado a su nombre -concluyó Barbara-. Y no al de un tal M. R. Davidson.

– Los acontecimientos se precipitaron de tal modo ayer que no pudimos ver el informe de la DVLA hasta bien entrada la tarde. Los ordenadores de Buxton estaban colgados y la información tuvo que recabarse por teléfono, pero si no hubieran estado colgados… -Lynley miró por el parabrisas, suspiró y dijo con tono reflexivo-: Quiero creer que la culpa es de la tecnología, que si la información de la DVLA hubiera llegado a nuestras manos con la rapidez necesaria, Andy Maiden aún estaría vivo.

– ¿Qué? -susurró Barbara, estupefacta-. ¿Aún estaría vivo? ¿Qué le ha pasado?

Lynley se lo contó sin omitir ningún detalle. Él era así.

– Fue una decisión muy meditada por mi parte no hablar de la prostitución de Nicola cuando su madre estaba presente. Era lo que Andy quería, y yo se lo concedí. Pero si hubiera hecho lo que debía… -Hizo un gesto vago con la mano-. Dejé que mi aprecio por ese hombre se interpusiera en mi camino. Tomé la decisión equivocada, y como resultado Andy Maiden murió. Su sangre está tan indeleblemente adherida a mis manos como si yo hubiera utilizado la navaja.

– Se está castigando sin motivo -dijo Barbara-. No tuvo tiempo de pensar en la mejor forma de llevar las cosas cuando Nan Maiden interrumpió su entrevista.

– No. Yo intuía que ella sabía algo, o que al menos sospechaba que Andy había asesinado a su hija. Pero aun así no revelé la verdad sobre Nicola, porque no podía creer que él lo hubiese hecho.

– Y no lo había hecho -dijo Barbara-. Su decisión fue correcta.

– No creo que pueda separarse la decisión del resultado -repuso Lynley-. Antes lo pensaba, pero ahora no. El resultado existe debido a la decisión. Y si el resultado es una muerte innecesaria, la decisión fue equivocada. No podemos manipular los hechos, por más que lo deseemos.

A Barbara le sonó como una conclusión y se abrochó el cinturón de seguridad. Pero Lynley volvió a hablar.

– Usted tomó la decisión correcta, Barbara.

– Sí, pero tenía una ventaja sobre usted. Había hablado personalmente con Cilla Thompson. Usted no. Y también con King-Ryder. Y cuando vi que había comprado uno de aquellos repugnantes cuadros, me fue fácil llegar a la conclusión de que era nuestro hombre.

– No estoy hablando de este caso -dijo Lynley-. Estoy hablando de Essex.

– Oh. -Barbara se sintió muy pequeña de repente-. Eso. Essex.

– Sí, Essex. He intentado separar la decisión que tomó aquel día de su resultado. Sigo insistiendo en que la niña igualmente se hubiese salvado si usted no hubiera intervenido, pero no podía permitirse el lujo de efectuar cálculos sobre la distancia de la lancha a la niña y de la rapidez de alguien para arrojarle un salvavidas, ¿verdad, Barbara? Tenía un instante para decidir qué debía hacer. Y gracias a la decisión que tomó, la niña se salvó. Sin embargo yo, pese a las muchas horas que tuve para pensar en Andy Maiden y su mujer, tomé la decisión equivocada. Su muerte pesa sobre mi espalda. La vida de la niña sobre la suya. Puede examinar ambas situaciones como le dé la gana, pero sé de qué resultado me gustaría ser responsable.