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De modo que el éxito corría a raudales, y David King-Ryder quería saborearlo. Anhelaba experimentar la sensación de que la vida se abría ante él en lugar de cerrarse. Pero no podía escapar a cierto presentimiento. Todo ha terminado resonaba en sus oídos como un cañonazo.

Si hubiera sido capaz de hablar con ella sobre lo que había sufrido desde la llamada a escena, David sabía que Ginny le habría dicho que sus sensaciones de depresión, angustia y desesperación eran de lo más normal. «Es el alivio después de la noche de estreno», habría dicho. Bostezando camino de su dormitorio, mientras dejaba los pendientes sobre el tocador y tiraba los zapatos dentro del zapatero, habría señalado que ella tenía más motivos para estar deprimida que él. Como directora, su trabajo había terminado. Cierto, había que afinar diversos aspectos de la producción («Estaría bien que el diseñador de iluminación colaborara un poco y atinara en la última escena, ¿verdad?»), pero en términos generales ella debía empezar el proceso una vez más, con una nueva producción de otra obra. En el caso de él, recibiría por la mañana un montón de llamadas telefónicas de felicitación, peticiones de entrevistas y ofertas para montar la ópera pop en todo el mundo. De esa forma, podría concentrarse en otra escenificación de Hamlet o dedicarse a un proyecto nuevo. Ella no tenía esa opción.

Si él hubiera confesado que no tenía ganas de dedicarse a otra cosa, ella habría dicho: «Pues claro que ahora no. Es normal, David. ¿Cómo podrías hacerlo ahora? Concédete una temporada de descanso. Necesitas tiempo para volver a llenar la fuente.»

«La fuente» era el manantial de la creatividad, y si él hubiera señalado que ella nunca parecía necesitada de renovar sus existencias, su mujer habría replicado que dirigir era muy diferente de crear. Ella, al menos, debía trabajar con materiales en bruto, para no hablar de toda una panoplia de colegas de la profesión con los que evacuaba consultas mientras la producción tomaba forma. Él solo tenía la sala de música, el piano, soledad a espuertas y su imaginación.

Y las expectativas del mundo, pensó él de mal humor. Ése sería siempre el precio del éxito.

Ginny y él abandonaron la celebración del Dorchester en cuanto pudieron escabullirse. Ella protestó cuando él dijo que quería marcharse, al igual que Matthew, el cual, siempre en el papel de manager de su padre, había argumentado que David King-Ryder quedaría muy mal si se fuera de la fiesta antes de que terminara, pero David había alegado agotamiento y nerviosismo, y tanto Matthew como Virginia habían aceptado el autodiagnóstico. Al fin y al cabo, hacía semanas que no dormía bien, tenía la tez amarillenta y su comportamiento durante toda la representación (tan pronto estaba de pie como sentado, como paseándose por su palco) transmitió la impresión de un hombre cuyas fuerzas se habían agotado.

Salieron de Londres en silencio, David sujetando un vaso de vodka entre la palma y el pulgar, y el índice apretado entre las cejas. Ginny llevó a cabo varios intentos de entablar conversación con él. Sugirió unas vacaciones como recompensa por sus años de esfuerzos. Rodas, dijo, Capri y Creta. Claro que siempre estaba Venecia, si esperaban hasta otoño, a que se vaciara de las habituales hordas de turistas que la hacían insufrible durante el verano.

Su tono forzadamente desenvuelto reveló a David que cada vez estaba más preocupada por su dificultad para comunicarse con él. Y considerando su historia en común (ella había sido su duodécima amante antes de que la convirtiera en su quinta esposa), tenía buenos motivos para sospechar que su estado no estaba relacionado con los nervios de la primera noche, el desinflamiento después del triunfo, o la angustia por la reacción de la crítica ante su obra. Los últimos meses habían sido difíciles para ellos como pareja, y ella sabía muy bien lo que había hecho David para curar la impotencia que había experimentado con su última esposa, es decir, irse a vivir con Ginny. Por eso, cuando ella dijo por fin: «Cariño, a veces pasa. Son los nervios, nada más. Todo se solucionará al final del día», él quiso tranquilizarla. Pero no encontró las palabras.

Aún las estaba buscando cuando la limusina se adentró en el túnel de arces plateados que caracterizaban la zona boscosa donde vivían. Aquí, a menos de una hora de Londres, la campiña estaba pletórica de árboles, y senderos transitados por generaciones de silvicultores y granjeros desaparecían en la maleza formada por helechos.

El coche giró entre los dos robles que señalizaban el camino de acceso. A veinte metros de distancia, una puerta de hierro se abrió. El camino que seguía al otro lado serpenteaba entre alisos, álamos y hayas, y rodeaba un estanque que el reflejo de las estrellas convertía en un segundo cielo. Ascendía una suave pendiente, pasaba ante una hilera de casitas silenciosas y desembocaba de repente en forma de abanico ante la entrada de la mansión King-Ryder.

El ama de llaves les había preparado la cena, una selección de los platos favoritos de David.

– El señor Matthew telefoneó -explicó Portia con su voz serena y digna. Huida de Sudán a la edad de quince años, había estado con Virginia durante los últimos diez años, y poseía el rostro melancólico de una hermosa y entristecida madona negra-. Mis más sinceras felicitaciones a los dos -añadió.

David le dio las gracias. Las ventanas del comedor se alzaban desde el suelo hasta el techo y reflejaban a los tres en el cristal. Admiró el centro de mesa, que derramaba rosas blancas sobre pliegues de hiedra. Acarició uno de los delgados tenedores de plata. Con la uña del pulgar detuvo una lágrima de cera de una vela. Y fue consciente de que ni el más ínfimo bocado de comida conseguiría atravesar el nudo que sentía en la garganta.

En consecuencia, dijo a su esposa que necesitaba estar a solas un rato para desembarazarse de la tensión de la velada. Se reuniría con ella más tarde, añadió. Solo necesitaba un rato para relajarse.

Lo lógico era esperar que un artista se retirara al corazón de su arte. Por lo tanto, David fue a la sala de música. Encendió las luces. Se sirvió otro vodka y dejó el vaso sobre la tapa del piano.

Se dio cuenta de que Michael jamás habría hecho algo semejante. Michael era cuidadoso, comprendía el valor de un instrumento musical, respetaba sus límites, sus dimensiones, sus posibilidades. Asimismo, había sido muy cuidadoso en todo lo demás casi toda su vida. Solo se descuidó una noche loca, en Florida.

David se sentó al piano. Sin pensarlo, sus dedos esbozaron un aria que amaba. Era una melodía de su más afortunado fracaso (Compasión), y la tarareó mientras la tocaba, aunque no recordó la letra. Aquella canción en otro tiempo había contenido la llave de su futuro.

Mientras tocaba, dejó que su vista vagara por las paredes de la habitación, cuatro monumentos a su éxito. Los estantes albergaban premios. Los marcos contenían diplomas. Carteles y programas de teatro anunciaban producciones que, incluso en ese momento, se estaban representando por todo el mundo. Y junto a la partitura de marco plateado, diversas fotografías documentaban su vida.