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Entre ellas estaba la de Michael. Y cuando la mirada de David cayó sobre el rostro de su viejo amigo, sus dedos cambiaron, por voluntad propia, a la canción que, sabía, estaba destinada a ser el éxito de Hamlet. Qué sueños pueden sobrevenir era su título, tomada del soliloquio más famoso del príncipe.

La tocó hasta la mitad y tuvo que parar. Estaba tan cansado que sus manos cayeron sobre las teclas y sus ojos se cerraron. Pero aún veía la cara de Michael.

– No tendrías que haber muerto -dijo a su socio-. Pensé que un éxito lo cambiaría todo, pero solo consigue empeorar la perspectiva del fracaso.

Cogió su bebida de nuevo. Salió de la sala. Se acabó el vodka, dejó el vaso junto a una urna de travertino, en uña hornacina semioculta, pero calculó mal la distancia y el vaso cayó sobre el suelo alfombrado.

Oyó llenarse una bañera en el piso de arriba de la enorme mansión. Ginny querría desprenderse de la tensión de la noche y de los meses precedentes. Ojalá pudiera hacer lo mismo. Pensaba que tenía muchos más motivos.

Se permitió revivir aquellos voluptuosos momentos de triunfo por última vez: el público puesto en pie, los vítores, los gritos de «bravo».

Todo eso tendría que haber bastado para David. Pero no era así. No podía serlo. Caía, si no en oídos sordos, en oídos que escuchaban otra voz.

En la esquina de Petersham Mews con Elvaston Place. A las diez en punto.

Pero ¿dónde…? ¿Dónde está?

Oh, ya lo averiguará.

Y ahora, cuando intentaba oír las alabanzas, las conversaciones entusiastas, los himnos triunfales que en teoría debían constituir su aire, su luz y su alimento, David solo podía oír aquellas tres últimas palabras: Ya lo averiguará.

Y ya era hora.

Subió la escalera y fue al dormitorio. Detrás de la puerta cerrada del cuarto de baño, su esposa estaba disfrutando de un baño purificador. Cantaba con una felicidad decidida, que le reveló lo preocupada que estaba por todo lo concerniente a él, desde sus nervios hasta su alma.

Virginia Elliott era una buena mujer, pensó David. Era la mejor de sus esposas. Había tenido la intención de seguir casado con ella hasta el fin de sus días, pero ignoraba lo breve que sería ese tiempo.

Tres movimientos veloces para un trabajo limpio.

Sacó la pistola del cajón de la mesilla de noche. La levantó. Apretó el gatillo.

SEPTIEMBRE DERBYSHIRE

1

Julian Britton era un hombre consciente de que su vida, hasta el momento, no valía nada. Cuidaba sus perros, administraba la ruina desmoronada que era la propiedad familiar, y trataba a diario de alejar a su padre de la botella. Eso era todo. No había triunfado en otra cosa que en tirar ginebra por el desagüe, y ahora, a sus veintisiete años de edad, se sentía marcado a fuego por el fracaso. Pero esta noche no podía permitir que eso le afectara. Esta noche tenía que imponer su voluntad.

Empezó con su apariencia, y se dedicó un severo escrutinio en el espejo de cuerpo entero de su dormitorio. Enderezó el cuello de la camisa, sacudió un hilo del hombro y frunció el entrecejo. Escudriñó su rostro y ordenó a sus facciones que compusieran la expresión adecuada. Debía adoptar un aspecto muy serio, decidió. Preocupado, sí, porque la preocupación era razonable. Pero no debía parecer angustiado. Y sobre todo, no debía traslucir que estaba desgarrado por dentro, preguntándose cómo había llegado a aquella situación, en este preciso momento, con su mundo hecho añicos.

En cuanto a lo que iba a decir, dos noches de insomnio y dos días interminables le habían deparado suficiente tiempo para ensayar los comentarios pertinentes que desgranaría cuando llegara la hora convenida. De hecho, Julian había pasado la mayor parte de las dos noches y los dos días posteriores al inverosímil anuncio de Nicola Maiden inmerso en complejas pero silenciosas conversaciones, matizadas con la preocupación justa para sugerir que no tenía nada personal en el asunto. Ahora, después de cuarenta y ocho horas enfrascado en interminables soliloquios mentales, Julian estaba ansioso por tirar adelante, aunque no estuviera seguro de que sus palabras transmitirían la convicción que deseaba. Se volvió y buscó las llaves del coche sobre la cómoda. La fina capa de polvo que solía cubrir su superficie de nogal había desaparecido, lo cual reveló a Julian que su prima, una vez más, se había entregado a las furias de la limpieza, una clara señal de que había vuelto a conocer la derrota en su decidida cruzada contra la ebriedad de su tío.

Samantha había llegado a Derbyshire con esa intención ocho meses antes, un ángel de misericordia que había aparecido un día en Broughton Manor con la misión de reunir a una familia separada desde hacía más de tres décadas. Sin embargo, no había realizado muchos progresos en ese sentido, y Julian se preguntaba cuánto tiempo más iba a soportar la adicción de su padre a la bebida.

«Hemos de apartarle del alcohol, Julie -le había dicho Samantha aquella misma mañana-. Es fundamental en este momento.»

Nicola, por su parte, como conocía a su padre desde hacía ocho años en lugar de ocho meses, se había decantado por la fórmula de vive y deja vivir. Había dicho en más de una ocasión, «Si la elección de tu padre es beber hasta matarse, no podrás hacer nada al respecto, Jule. Ni tampoco Sam». Claro que Nicola ignoraba lo que significaba ver al propio padre deslizarse de una forma cada vez más inexorable hacia el desenfreno, absorto en fantasías alcohólicas sobre la novela de su pasado. Ella, a fin de cuentas, había crecido en una casa donde la apariencia de las cosas era idéntica a la realidad de las cosas. Tenía unos padres cuyo amor nunca había flaqueado, y jamás había sufrido la doble deserción de una madre hippie, que se había fugado para «estudiar» con un gurú ataviado con túnicas la noche previa a su duodécimo cumpleaños, y de un padre cuya devoción a la botella excedía con mucho a cualquier afecto que hubiera mostrado por sus tres hijos. De hecho, si Nicola se hubiera tomado la molestia de analizar las diferencias entre sus respectivas educaciones, pensó Julian, tal vez habría reparado en que todas y cada una de las malditas decisiones que tomaba…

Interrumpió sus pensamientos. No quería apuntar en esa dirección. No se lo podía permitir. No podía permitir que su mente se apartara de la tarea inminente.

– Escúchame -se dijo en voz alta. Cogió su billetero y lo guardó en el bolsillo-. Tú vales mucho. Ella se acojonó. Tomó una decisión equivocada. Punto. Recuérdalo. Y recuerda que todo el mundo sabe la buena pareja que hacíais.

Tenía fe en este punto. Nicola Maiden y Julian Britton eran amigos íntimos desde hacía años. Todos sus conocidos habían llegado a la conclusión, mucho tiempo antes, de que acabarían juntos. Pero al parecer, era Nicola la que nunca había tenido en cuenta este dato.

– Sé que nunca estuvimos prometidos -le había dicho a su amiga dos noches antes, en respuesta a su anuncio de que se marchaba de los Picos para siempre y solo volvería para breves visitas-. Pero siempre existió una armonía entre nosotros, ¿no? No me habría acostado contigo si no pensara en serio… Venga, Nick. Joder, ya me conoces.

No era la propuesta de matrimonio que había pensado hacerle, y ella tampoco la había tomado como tal.

– Jule -replicó-, me gustas muchísimo. Eres un encanto y has sido un verdadero amigo. Y nos lo pasamos bien, me lo he pasado mucho mejor contigo que con cualquier otro tío.

– Por eso…

– Pero no te quiero -prosiguió ella-. El sexo no equivale al amor. Solo en las películas y los libros.

Al principio, se había quedado estupefacto. Era como si su mente se hubiera convertido en una pizarra y alguien hubiera empleado un borrador antes de que empezara a tomar notas. Así que ella había continuado.