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El plural se refería al personal de cocina que se encargaba de los desayunos: dos mujeres del cercano pueblo de Grindleford, que cocinaban por las mañanas, cuando los esfuerzos culinarios de Christian-Louis eran tan innecesarios como superfluos.

– Tráetelo, Julian.

Nan puso una cafetera sobre la bandeja, junto con tazones, leche y azúcar. Le precedió hasta el comedor.

Solo había una mesa ocupada. Nan saludó con la cabeza a la pareja instalada junto a la ventana salediza que daba al jardín y, después de preguntar cortésmente cómo habían dormido y cuáles eran sus planes para el día, se reunió con Julian en la mesa que había elegido, algo alejada, junto a la puerta de la cocina.

El hecho de que nunca utilizara maquillaje jugaba en contra de Nan aquella mañana. Sus ojos estaban hundidos en montículos de piel grisazulada. Su piel, levemente pecosa debido a los ratos que pedaleaba en su mountain bike siempre que tenía una hora libre para ejercitarse, se veía pálida por completo. Sus labios, que habían perdido hacía tiempo el color rosado natural de la juventud, exhibían finas arrugas macilentas que nacían bajo la nariz. Era evidente que no había dormido.

No obstante, había cambiado su indumentaria de la noche anterior, consciente de que la propietaria de Maiden Hall no debía aparecer ante sus huéspedes por la mañana vestida con lo que llevaba la víspera. En consecuencia, había sustituido su vestido de fiesta por unas mallas y una blusa a medida.

Sirvió una taza de café a cada uno y miró a Julian mientras atacaba sus huevos y champiñones.

– Háblame del compromiso -dijo-. Necesito algo que me impida pensar en lo peor.

Cuando habló, las lágrimas dieron a sus ojos un aspecto vidrioso y desenfocado, pero no lloró.

Julian procuró guardar la compostura.

– ¿Dónde está Andy?

– Todavía no ha llegado. -Nan rodeó el tazón con sus manos. Lo apretó con tanta fuerza que sus dedos palidecieron-. Háblame de vosotros dos, Julian. Dime algo, por favor.

– Todo saldrá bien -dijo él. Lo último que deseaba era inventar una fantasía en la que Nicola y él se enamoraban como seres humanos normales, tomaban conciencia de dicho amor y sobre él edificaban una vida en común. En ese momento era incapaz-. Es una excursionista experimentada. Tomó toda clase de precauciones antes de salir.

– Lo sé, pero no quiero pensar en el significado de que aún no haya vuelto. Háblame de vuestro compromiso. ¿Dónde estabais cuando se lo pediste? ¿Qué dijo ella? ¿Cómo será la boda, y cuándo?

Julian experimentó un escalofrío al darse cuenta de la doble dirección que tomaban los pensamientos de Nan. En cualquier caso, eran temas que no deseaba considerar. Uno le impulsaba a pensar en lo impensable. El otro no hacía otra cosa que alimentar más mentiras.

Se decantó por una verdad que ambos conocían.

– Nicola ha recorrido los Picos desde que vinisteis de Londres. Aunque se haya hecho daño, sabe lo que ha de hacer hasta que llegue ayuda. -Pinchó con el tenedor un trozo de huevo y champiñón-. Menos mal que nos habíamos citado. De lo contrario, Dios sabe cuándo habríamos salido en su búsqueda.

Nan apartó la vista, con los ojos todavía húmedos. Bajó la cabeza.

– Deberías ser optimista -continuó Julian-. Va bien equipada, y no se asusta cuando la situación se complica. Todos lo sabemos.

– Pero si se ha caído, o perdido en una cueva… Suele pasar, Julian. Ya lo sabes. Por bien preparado que vaya alguien, lo peor sucede en ocasiones.

– Nada indica que haya pasado algo. Solo exploré la parte sur del White Peak, y seguro que pasé por alto media docena de sus escondrijos habituales. Hay más kilómetros cuadrados de los que un hombre puede explorar en la oscuridad de la noche. Podría estar en cualquier parte. Incluso podría haber ido al Dark Peak sin que nosotros lo supiéramos.

No comentó la pesadilla que Rescate de Montaña afrontaba cada vez que alguien desaparecía en el Dark Peak. Al fin y al cabo, habría sido cruel destruir las tenues esperanzas de Nan. De todos modos, conocía bien la realidad del Dark Peak, y no necesitaba que nadie le recordara que, mientras las carreteras convertían en accesible la mayor parte del White Peak, su hermano del norte solo era posible atravesarlo a caballo, a pie o en helicóptero. Si un excursionista se perdía o accidentaba en él, eran precisos sabuesos para localizarlo.

– No obstante, dijo que se casaría contigo -afirmó Nan, más para sí que para Julian-. ¿Dijo que se casaría contigo?

La pobre mujer parecía tan ansiosa por escuchar una mentira, que Julian se sintió igual de ansioso por complacerla.

– Aún no habíamos llegado a una decisión definitiva. Por eso íbamos a encontrarnos ayer.

Nan levantó la taza con ambas manos y bebió.

– ¿Estaba…? ¿Parecía contenta? Solo lo pregunto porque parecía… Bien, parecía que había hecho planes, y no estoy muy segura…

Julian pinchó otro champiñón.

– ¿Planes?

– Me dio la impresión… Sí, eso me pareció.

Julian la miró. Nan le miró. Él fue el primero en parpadear.

– Que yo sepa, Nicola no tenía planes, Nan -respondió.

La puerta de la cocina se abrió unos centímetros. El rostro de una de las mujeres de Grindleford apareció en la abertura.

– El señor Maiden, señora Maiden -dijo en un susurro.

Andy estaba apoyado contra una de las encimeras, de cara a ella, con la cabeza gacha. Cuando su mujer le llamó por el nombre, alzó la vista.

Su rostro estaba contraído de fatiga, tenía el bigote desordenado y el pelo enmarañado, aunque no soplaba viento. Sus ojos se posaron en Nan, y después se desviaron. Julian se preparó para oír lo peor.

– Su coche está en el borde de Calder Moor -informó Andy.

Su esposa juntó ambas manos y las apretó contra el pecho.

– Gracias a Dios -dijo.

Aun así, Andy no la miró. Su expresión indicaba que las gracias eran prematuras. Sabía lo que Julian sabía, y lo que la propia Nan habría deducido si hubiera reparado en las posibilidades que indicaban el emplazamiento del Saab de Nicola. Calder Moor era extenso. Empezaba justo al oeste de la carretera que corría entre Blackwell y Brough, y comprendía interminables extensiones de brezo y tojo, cuatro cavernas, numerosos túmulos, fortalezas y montículos, que abarcaban desde el Paleolítico hasta la Edad del Hierro, afloramientos y cuevas de piedra arenisca, y grietas en las que más de un excursionista incauto se había internado para no volver a salir. Julian sabía que Andy estaba pensando en esto, de pie en la cocina, al final de su larga noche de búsqueda. Pero Andy también estaba pensando en otra cosa: de hecho, sabía algo. Resultó evidente por la forma en que se enderezó y empezó a golpearse la palma de una mano con los nudillos de la otra.

– Andy -dijo Julian-. Habla, por el amor de Dios.

La mirada de Andy se clavó en su mujer.

– El coche no está en el borde, como debería.

– Entonces ¿dónde…?

– Está detrás de un muro, oculto a la vista, en la carretera que sale de Sparrowpit.

– Pero eso es bueno, ¿verdad? -jadeó Nan-. Si fue de acampada, no quiso dejar el Saab en la carretera, por si alguien lo veía y lo forzaba.

– Es verdad -dijo Andy-, pero el coche no está solo. -Dirigió una fugaz mirada a Julian, como si se disculpara por algo-. Hay una moto a su lado.

– Alguien que fue a pasar el día -indicó Julian.

– ¿A esa hora? -Andy meneó la cabeza-. Estaba mojada a causa del rocío de la madrugada. Igual que su coche. Llevaba tanto tiempo allí como el Saab.

– Entonces ¿no fue al páramo sola? ¿Se citó allí con alguien? -preguntó Nan.

– O la siguieron -sugirió Julian en voz baja.

– Voy a llamar a la policía -anunció Andy-. Ahora sí que pondrán en acción a Rescate de Montaña.

Cuando un paciente moría, la costumbre de Phoebe Neill era volver a la naturaleza en busca de consuelo. Por lo general, lo hacía sola. Había vivido sola casi toda su vida, y no tenía miedo de la soledad. Y en la combinación de soledad y regreso a la naturaleza, encontraba consuelo. Allí, ninguna obra del hombre se interponía entre ella y el Gran Creador. Cuando pisaba la tierra, podía reconciliar el final de una vida con la voluntad de Dios, a sabiendas de que el cuerpo que habitamos es una cáscara que nos cobija por un breve período anterior a nuestra entrada en el mundo espiritual, para la siguiente fase de nuestro desarrollo.